domingo, 13 de diciembre de 2009

El pino imposible

Debido a su alta valencia ecológica [el pino canario] puede vivir en un amplio rango de alturas, desde unos 100 hasta los 2000 metros sobre el nivel del mar”. Wikipedia “Pino canario (Pinus canariensis).

Dicen que más allá de una línea que coincide, más o menos, hasta donde llegan las nubes, no puede crecer ningún pino canario. Es imposible, no hay agua. A partir de esa frontera, el viento del Teide es demasiado seco, apenas crecen unos pocos matorrales.

Dicen también que las cosas son como son. Y que siempre ha habido pobres, y siempre habrá guerras. Que es muy difícil cambiar las cosas, y uno solo qué va a hacer.


La verdad es que el mundo está fatal. Los niños son crueles, y ese es un conflicto que empezó hace siglos y no tiene remedio. Lo más probable es que no sobreviva a la operación. Le quedan meses, si no semanas, de vida. Y te guste o no, en este mundo sólo importa el dinero.


Lo único que sirve es el miedo, para que no nos matemos unos a otros. Autoridad, “mérito y esfuerzo”. Dicen -pero yo nunca lo he visto- que la letra con sangre entra.

Se comenta que salir a la calle no sirve de nada. Que Estados Unidos, los bancos, el ejército, los presidentes de fútbol, son los que mandan. Y que sólo por dejar de comer no vas a cambiar el mundo…



















Un hombre que hace eso no va cambiar en la vida. Alguien así nunca conseguirá un trabajo. Cómo te vas a ir ahí, sin dinero, sin saber el idioma. Nadie se gana la vida con eso. Es lo que hay. Lo coges o lo dejas. No seas iluso. Eso no conduce a nada. Antes tienes que estar seguro.

Nunca nos entenderemos con esa gente. Son tan diferentes. Nadie va a publicar eso. Y eso a quién le importa. Y eso qué más da.

También dijeron, y a veces casi nos creímos, que nuestro amor era imposible.


lunes, 7 de diciembre de 2009

Viaje a Queens

Para muchos, adentrarse en Queens es un riesgo que no merece la pena. Para mí, Queens es una aventura que tiene un atractivo irrenunciable y que me gusta repetir.


Queens es el más grande de los cinco distritos (boroughs) de Nueva York con una población que supera los tres millones de habitantes, de los cuales se estima que más de la mitad son latinoamericanos. Al mismo tiempo, es el distrito menos atractivo para las guías de viaje y el menos visitado por el turista y el neoyorquino natural de Manhattan. No existen edificios simbólicos ni museos de renombre ni grandes tiendas donde comprar. Hoy por hoy, además, se iguala con el Bronx en cuanto a índice de asesinatos. Razones suficientes para que, tal vez, este barrio no tenga bazas importantes a su favor. Pero la sensación misma de coger el tren para llegar hasta Queens es un pretexto perfecto para disponerse a viajar.



Se deja en casa la brújula neoyorquina, que guía a lugares comunes, y se coge el Metro de la línea 7, dirección a Jamaica. Con ese aire a cuento, el tren elevado atraviesa los barrios de Queens, como a principios del siglo XX hizo su compañero de fatigas de la Tercera Avenida. Desde ese camino de hierro forjado en las alturas, se extiende un manto con prominencias, de tejados y azoteas, y entre sus descosidos se abren calles que dejan ver un hervidero rebozado de un aceite especial. Como en el verdadero viaje a Macondo, que contó García Márquez en la primera parte de sus memorias, el tren se detiene en estaciones sin pueblo, ubicadas a varios metros a ras del suelo. Cuando se llega a Jackson Heights, después de dejar el Woodside irlandés y alejarse de Queens Boulevard, el rechinar toma un auténtico acento suramericano.



Al bajar las escaleras, el corazón de Jackson Heights late cada día desconsolado, entre los comercios que no saben de horarios, los coches que se saltan los semáforos y el ruido infernal que rompe cada pocos minutos cuando el tren pasa a toda velocidad sobre las vías elevadas que recorren Roosevelt Avenue. Desde la década de los sesenta no han dejado de llegar inmigrantes ilegales a esta zona de Queens. La inmensa mayoría son suramericanos que vienen huyendo de la pobreza de sus países de origen, impulsados por los desajustes, rebotados por la vida.



Roosevelt Avenue es una Latinoamérica que se estira recta por el cemento, a la sombra del metro en alto, pero con el mismo mapa desdibujado, en ese avispero al que siempre le falta la avispa reina. Es Latinoamérica, que ha dejado las pantuflas por las deportivas blancas y el olor a madreselva por el refrito. Trescientos mil colombianos, casi el mismo número de ecuatorianos y dominicanos, un gran número de argentinos. Por Roosevelt Avenue, las tiendas tienen los letreros en español y sólo en algunas, más preparadas que otras, se pone el cartel de “se habla también inglés”. Por las aceras, las mujeres venden maíz tostado o cuencos de mazamorra (maíz con leche) para llevar.


En el número 81-01, haciendo esquina, se encuentra una pequeña casa colonial de dos plantas llamada Casa Mario, también conocida como el Palacio de los Frisoles. Este restaurante colombiano, abierto las 24 horas, está especializado en pollos a la brasa. Con los marcos rojos de sus puertas y ventanas, sus mesas del mismo color y sus sillas a cuadros, Casa Mario acoge al viajero entre plantas que trepan por las escaleras. Los pollos dan vueltas en el asador mientras se abre apetito con cualquiera de sus sopas por 5 dólares (de mondongo, de tostones o de albóndigas). Medio pollo cuesta 3,5$ pero es insuficiente cuando el cuerpo de los visitantes pide uno entero por 7,50$. Se acompaña con arepa con queso, tostones, yuca frita o chicharrones. Pero mi acompañamiento preferido son los frijoles (3,75$ el plato grande, 2,75$ el pequeño), que junto con un buen trozo de pollo a la brasa y ensalada, me hace sentir que el viaje a Queens no sólo es una alegría para el alma, además es un banquete para el estómago.

martes, 24 de noviembre de 2009

Ajena.

Las ciudades -nos guste o no- también nos habitan a nosotros. Se pasean por nosotros, nuestras esquinas y nuestras plazas. A veces haciéndonos sentir bien, otras dándonos escalofríos y en algunos casos, cogiéndonos cariño.

Jena debe de sospechar que la odio, y es cierto que motivos no le faltan. Se enfada y nos envuelve a los dos en una neblina que oculta sus vergüenzas. Luego se le pasa y me perdona. Se intenta poner coqueta, con dos o tres días de glorioso otoño de cielo azul y fuego en los árboles, aunque todo acaba quedando en buenas intenciones.

Con reflejos envidiables -me conoce bien-, cuando me voy a ir con otra a engañarla por dos o tres días, intenta que por lo menos me vaya con ganas de volver. Espero irme de aquí antes de que consiga convencerme del todo.

Visiones de todos

lunes, 16 de noviembre de 2009

Un 'viaje' alternativo


Hace unos días, un amigo me relataba con cierta decepción una visita que había hecho a los Guerreros de Terracota. Yo, recién llegado de un viaje por Xian y por supuesto de ver esta maravilla, me esforzaba en comprenderle, aunque no compartía su opinión. “Es como un parque temático”, insistía mi amigo. “Hombre, algo de razón tienes. Hay muchos visitantes, están en un lugar muy frío...”, contestaba. Y él asentía.

Pero por dentro pensaba en lo interesante que me pareció la visita, en el viaje interior que, mientras me abría paso entre los turistas, hacía a través de los libros que había leído, de los documentales vistos, buscando los conocimientos aprendidos para contrastarlos in situ. Era como volver al pasado en un lugar que tal vez no invitaba a ello, imaginando como hubiese sido quedarse encerrado en las galerías y transitar entre los miles de soldados de terracota con una antorcha de fuego y poder ver sus rostros impertérritos, preparados para la posteridad.

En una de esas estaba cuando de pronto vi una imagen extraordinaria de unos cuantos guerreros, parcialmente iluminados por los rayos del sol que entraban por los ventanales. Era como un juego de luces y sombras que rompían con la monotonía del lugar, con la luz uniforme, con las filas interminables de soldados. Gracias a esos rayos de sol, algún que otro soldado cambiaba de rostro por unos segundos, se hacía diferente y, al menos para mí, adquiría vida. Saqué mi cámara e hice diez fotos, hasta estar totalmente satisfecho. Puede que la realidad no fuese así, que los tonos fueran diferentes (¡qué más da!) pero es la imagen que mejor transmite lo que yo sentía.

¿Cómo no iba a disfrutar de esta visita? De alguna forma, en aquella nave industrial de grandes ventanales, yo había disfrutado de una perspectiva privilegiada. Ni siquiera un grupo de turistas que atendían sin pestañear a su guía en el lugar en cuestión habían reparado en la visión. Esto me lleva a pensar que ese día podía haber visto cualquier cosa, a saber, un soldado haciendo estiramientos después de miles de años o un par de ellos que se cambiaban de lugar. Aquel día, estaba predestinado a hacer un gran descubrimiento desde el momento en que decidí embarcarme en mi particular viaje al pasado.


Visiones de todos


lunes, 9 de noviembre de 2009

Seúl, moderna y detallista

Seúl desprende modernidad en cada una de sus esquinas, restaurantes y avenidas, como si las pocas horas de avión te hubieran trasladado no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Cuando paseas entre sus rascacielos, te metes en sus centros comerciales o te acercas a un ordenador, uno tiene la impresión de que esto todavía no ha llegado a muchos países, pero que llegará tarde o temprano.

Por encima de esta apariencia exterior, de esas luces de neón que toman las calles por la noche, la modernidad surcoreana se siente como algo interno, algo que emana del comportamiento y la personalidad de sus ciudadanos. En el metro, cada uno de los pasajeros ve los culebrones coreanos en la pantalla de su teléfono móvil. Algunos llevan gafas de pasta sólo por el gusto estético, sin dioptrías de por medio. En las oficinas de información turística, los mapas y folletos han sido sustituidos por lápices de memoria (USB) que los viajeros descargan en su ordenador o teléfono móvil. La surcoreana es una sociedad cableada, moderna, donde las tecnologías han dejado de ser un canal para convertirse en parte importante de la vida. Y esta sensación te produce tantos escalofríos como el de un hombre de la Edad Media que hubiera saltado hasta el siglo XX.


En Seúl, la modernidad ha sido hasta hace bien poco sinónimo de capitalismo (no en vano, el país lleva más de cincuenta años en guerra contra el vecino comunista del Norte). Y la ciudad muchas veces parece sólo existir como una empresa: se encarga de facilitar el transporte, la comida y las horas de trabajo, mientras por la noche las calles se llenan de clientes con ganas de gastarse todo el dinero que han ganado durante el día. Seúl tiene el centro comercial subterráneo más grande del mundo, el Coexmall, un laberinto bajo tierra de tiendas, cafeterías, librerías, salas de máquinas, cine y hasta un aquarium. Y en muchos sentidos, paseando por unas calles llenas de tentaciones a pocos euros, uno siente que en realidad no está en una ciudad, sino en un inmenso centro comercial. Seúl pasa por ser un supermercado gigante.

Como todo lugar lleno de contradicciones, a Corea del Sur se le podría intercambiar la etiqueta de “moderna” por “tradicional”. No habría ningún problema en ello y todo el mundo lo entendería como algo natural. Porque Seúl es dinámica y estática, innovadora y conservadora. Aunque uno se puede pegar un baño en un spa, hacerse las uñas y cantar en un karaoke (todo ello al mismo tiempo), a nadie se le ocurriría romper con la armonía de sus parques. Los surcoreanos construyeron sus templos y palacios atendiendo más a la naturaleza que al hombre, y en el Changdeokgung, un antiguo palacio imperial, uno puede sentir como cada una de las piedras se colocó pensando en las hojas de los árboles que estaban en frente.

Otra de las características de Seúl es su simpleza, marca de la casa en el arte y las consideraciones estéticas. Y el orden, la dedicación, el detalle. Si durante el siglo XIII los coreanos grabaron en tablas de madera los 26 millones de caracteres de las escrituras budistas, con un gusto preciso por el detalle, la sociedad actual se ha dedicado a hacer lo mismo con chips electrónicos. De cuidar bonsáis a ser líderes en tecnología. Todo por ese gusto por la precisión y el detalle, que se siente en las frutas que se colocan en la calle (“armonía”, que dirían ellos) y las piedras que uno encuentra por el camino.

sábado, 24 de octubre de 2009

Los hay

Hay quienes luchan cada día. Hay mujeres que se duermen pensando en lograr los sueños de otros. Hay hombres, al final hay hombres, que no se resignan a que sufran otros hombres.

En Madrid, en cualquier ciudad, en el pueblo menos pensado, hay quienes pasan frío, y calor, y lluvia, en manifestaciones que luego se contarán como “apenas unas decenas contra…”. Hay reuniones a las que les sorprende la noche. Hay asambleas a la hora de comer.










Hay quienes acaban una jornada agotadora, felices por haber sacado una sonrisa de quienes casi nunca sonríen. Y miden su trabajo con la inmensidad de esas sonrisas.


Sí, los hay que deciden jugarse la vida al otro lado del mundo, por gente que no conocen. Sólo porque saben que es lo justo. Son los incómodos. Les llaman protestones, pesados, cabezotas, temerarios… porque arriesgan su trabajo, su alquiler, su hipoteca, los escudos contra la incertidumbre.










Hay personas en cada ciudad, que esperan que termine su horario, para empezar a trabajar para que el mañana sea diferente. Y gente que escoge su trabajo para sentirse parte de ese mañana.

Por eso hay compañeros que se convierten en amigos. Y amigos que se convierten en compañeros…

Los hay que se vuelcan en sus hijos, y otros en que sus nietos se sientan bien en este mundo. Están los que batallan por un hogar que está lejos. Desde una clase, desde un despacho, inventando una huerta, juntándose para dibujar otro mundo.









Conviene recordarlo, de vez en cuando, en estos días cínicos. En el planeta del nadie hace nada por nadie, de mediocridad e indiferencia. Frente al imperio del ‘da igual’, del ‘y yo qué puedo hacer’… en cada esquina están ellos, los que luchan cada día.


domingo, 18 de octubre de 2009

Visiones de todos



Queremos volver a abrir los ojos. Visiones quiere tomar un nuevo rumbo, ampliar su mirada, sus miradas. Hace 4 años (“y cómo pasa el tiempo, que de pronto…”), empezamos un diálogo entre dos. Necesitábamos esa intimidad, ese diálogo para salvar la distancia.

Hoy queremos invitar a cualquiera que tenga ganas de tener visiones -y contarlas- a que se una a esa barra de bar, a ese banco en la plaza en el que nos contamos las maravillas del día a día, para tratar de rescatarlas del olvido de la rutina.

Daniel Pekín y Alberto Madrid no dejarán de escribir, grabar, fotografiar, escuchar... visiones. Pero también queremos ver las de otros, en otras ciudades, en otros pueblos, en otros mares.

Desde Bruselas a Estambul. Desde Nueva York a Santa Cruz. Estamos seguros que los
lectores de visiones son los primeros que tendrán las suyas. Y así poder seguir compartiendo los miedos y emociones, horizontes y guiños, destellos y suspiros... de todos.

Están invitados -desde ya- a enviar sus visiones (fotos, vídeos, sonidos, palabras):

asenante@gmail.com
danielmendezmoran@gmail.com


Todos tenemos visiones. Queremos verlas.

martes, 28 de julio de 2009

Cegamos por vacaciones

Los visionarios volvemos a colgar el cartel de "Cegados por vacaciones" (Sólo hay algo peor que un mal juego de palabras: repetirlo).


El sudor del verano empapa nuestras pupilas y ya nos nos deja ver más allá... Esperamos volver a abrir los ojos en otoño. Con más rincones, más encuentros, más destellos, vamos, con más VISIONES...

Gracias por mirar a nuestro lado,

Dani Pekín
Alberto Madrid


sábado, 18 de julio de 2009

Desperté en Pekín (Visiones que casi se cruzan)


Al día siguiente, me desperté sudado en Pekín.


Yo siempre había imaginado llegar en tren -y no en sueños- con todo el tiempo que el Orient Express me dejase en sus 8 días y 8 noches desde San Petersburgo. Con el desierto del Gobi y las estaciones de madera de cada pueblo estepario para permitirme darme cuenta del viaje, de la magnitud del destino.

En cambio, desperté en Pekín empapado bajo unas sábanas de seda, con un ventilador que sólo removía el sopor de la habitación de hotel. Me reconocí aturdido, como después de una mala siesta, sin cuerpo para comenzar la jornada del sutil oficio de viajero.

Casi me molestaba estar en China sin haberme preparado. ¿Por dónde empezar cuando llegas a otro mundo? ¿Hacia dónde dar los primeros pasos cuando te encuentras, por sorpresa, en otro planeta?

En los sueños tampoco eliges, y no estaba en un hutong tradicional como hubiera elegido siempre, sino en un hotel que había sido moderno hace 20 años, construido sobre el cementerio de un barrio derribado.

Bajar a la calle parecía una obligación, pero la pereza se había hecho fuerte, como si los sueños también tuvieran su jet lag. Así que decidí asomarme a la ventana, y contemplar desde la distancia los primeros rostros orientales, las luces de neón intermitentes, los gestos pausados en medio de un ritmo que algún dios parecía haber acelerado.

Con la frente pegada a la ventana, pensé una estupidez, quizás verdadera: son distintos los chinos en China. En vez de las sonrisas forzadas de camareros y dependientes, aquí reían a carcajas. Caminaban, hablaban, vivían con una seguridad extraña para mí, como si supieran que aquella tierra, aquellas formas les pertenecían desde milenios. Entendí que estaba frente a otro mundo, y entonces, el extraño era yo.


Volví a la cama, a reflexionar boca arriba, a ritmo del ventilador, qué carajo podría significar eso de cultura milenaria. (Supongo que me faltaban las horas de tren en la estepa para hacerme una idea).

Y ya no me dio tiempo de salir a la calle, de oler las especias de los pinchos en las parrillas callejeras, de tomar té con ancianos en patios lejos de todo, de relajarme viendo hacer tai chi en los parques, o de fijarme como un maniaco en los hombros de las mujeres, de que me atropellaran mientras iba distraído en bicicleta, y de encontrarme con mi amigo…


No importa. Desperté en Pekín. Había estado en China. Eso bastaba.

domingo, 21 de junio de 2009

En el andén de la duda

A veces la vida parece una estación de trenes. O más concretamente el andén de una estación de trenes, donde a cada lado tienes un cartel luminoso con un destino, una promesa de viaje, con la lista -imaginada- de todas las paradas, y el tiempo que falta para que tengas que tomarlo.

quizá había otros caminos y el que tomaron no era el único y no era el mejor (1)

Para que un hombre se llene de dudas, los dos destinos tienen que revolcarle la piel del estómago, acariciar las paradas con el deseo, imaginarse días como soles, y pensar que será feliz en esa dirección, tan sólo con mirar desde la ventana.

o que quizá había otros caminos y el que tomaron era el mejor,

No es frecuente que los hombres puedan subirse a uno de esos trenes. El que lo consigue se distingue porque sabe sonreír con la mirada, y por una cierta calma en el desayuno, puesto que sabe que aprovechará el día y la noche, las caricias y el trabajo, el calor y la brisa, como se apura una cerveza helada tras una jornada en el desierto.

pero que quizá había otros caminos dulces de caminar

Y por no saber decidir cuál es tu tren, porque a veces la vida exagera y te ofrece dos de esos destinos, sientes que no entiendes sus señales. Y te conviertes en un campesino ante un inmenso panel de aeropuerto, escrito en otro idioma, y donde se supone que, en alguno de esos nombres indescifrables, debería esperarte la felicidad.

y que no los tomaron,

Y uno puede pasarse horas enteras en ese andén de la duda, largas noches de verano, o instantes imprevistos mientras creías pensar en otra cosa, imaginando las paradas de los dos destinos, los instantes dulces de cada uno, junto a la amargura de saber que no podrás disfrutar de uno de los dos trayectos, aunque ya los puedas ver con sólo cerrar los ojos. Incluso a veces los imaginas a la vez, como dos sueños que se entremezclan, como senderos que se entrecruzan.

o los tomaron a medias,

Y es justo lo que no debes hacer, lo sabes y te lo repiten, pero ya es inevitable, ya da igual qué camino escojas, dudar tanto es lo que tiene, cuando el tren elegido parta, no podrás dejar de asomarte a la ventana y mirar hacia atrás, y encontrarte a ti mismo en el camino que no tomaste.




(1) Rayuela.

lunes, 8 de junio de 2009

El ruso que quería ser chino

Era alto y delgado, tan blanco como los perros de Siberia, y cuando entraba en clase el aula se llenaba de silencio. La única que parecía tenerle cierto aprecio era la profesora, que admiraba la disciplina y dedicación de su único estudiante ruso, un hombre que presumía de saberse de memoria las 50 primeras páginas del diccinario chino publicado por la editorial Xinhua.

Un vistazo a sus libros era suficiente para comprender su método de aprendizaje: el vocabulario a estudiar lo tenía subrayado en fosforito amarilllo, la gramática en azul y las estructuras fijas en verde. Todo este arco iris de estudio le servía para reconocer cada carácter, cada uno de los trazos, y para mostrarse casi imbatible ante cualquier pregunta de la profesora. Pero si sus compañeros de clase le odiaban no era sólo por su enfermiza obsesión con el chino: en un ambiente internacional en el que casi todos utilizaban el inglés en los descansos y después de clase, el ruso se mantenía siempre en las fronteras del mandarín. Algunos comentaban que esta actitud era herencia de la Guerra Fría y el enfrentamiento con el mundo anglosajón, y a juzgar por sus enfados cada vez que algún chino le intentaba hablar en inglés, era evidente que no era precisamente un fan de la CNN.

De hecho, su interés por el chino comenzó gracias al ejército del Partido Comunista, en la época en la que éste todavía no había llegado al poder y se encontraba en las montañas de la provincia de Shaanxi. Los comunistas habían inventado un juego que a él le llegó muchas décadas después a través de su versión en inglés (imagínate su cabreo) bajo el título de “Know the characters”, y que tenía como objetivo alfabetizar a los soldados comunistas. Eran un total de 600 tarjetas donde los estudiantes debían adivinar y reproducir el caracter chino insinuado. Él se tomó el juego con tanto interés que las primeras expresiones que aprendió en chino fueron “abajo con los japoneses”, “muerte al Kuomindang” o “viva la revolución proletaria”. A sus 23 años, decidió abandonar su carrera de ajedrecista profesional en Moscú para estudiar chino en Pekín.

Los pocos españoles que le conocían le llamaban “el ruso loco”, y por todos era sabido que era tan tacaño con el dinero como generoso en sus horas de estudio. De todos los edificios de la Universidad, vivía en el más cutre (aunque nadie conocía a sus compañeros de cuarto, lo cual alimentaba todo tipo de leyendas entre los estudiantes) y a la hora de comer siempre escogía la opción más económica. No era sólo una forma de ahorrar dinero, sino también de sentirse más chino. Porque ésta era en realidad su misión en Pekín.

Después de cuatro meses en China, comenzó a tener la sensación, las pocas veces que se miraba en el espejo, de que sus rasgos rusos se iban difuminando en un rostro oriental. Llevaba más de 120 días concentrado en el estudio del chino, no había pronunciado una sola palabra en ninguna otra lengua (ni siquiera llamaba a sus padres por teléfono) y sus contactos con otros extranjeros se reducían a la obligatoriedad de las clases. Por eso, comenzó a sentir como su pelo se volvía negro y lacio, sus ojos se oscurecían y su nariz se metía hacía dentro. Incluso tenía la sensación de haber encogido unos centímetros. Ahora, cada vez que pensaba en el ser humano en general, siempre le veía con rasgos orientales. Cuando recordaba las calles de Moscú las encontraba llenas de chinos que a paso acelerado salían del metro o entraban a trabajar. Su ex-novia rusa, que había sido modelo para una famosa marca de cosméticos, se había vuelto mucho más delgada y sus pechos reducidos a la mitad. Incluso sus padres, en el recuerdo, se habían convertido en padres chinos.

Al día siguiente, su nueva vida de chino le esperaba.

lunes, 25 de mayo de 2009

Flores y consuelo


Cuando un poeta se va, sus versos se nos aparecen como flores en su tumba. Lo único que puede apartarnos la mirada del vacío de la pérdida.

No creo que a Mario le gustaran los homenajes... pero seguro que sí buscaba consuelo en la poesía.

Como hacemos ahora nosotros con la suya:


martes, 19 de mayo de 2009

El despistado

Era un chico desastroso, pero le caía bien a todo el mundo. Por el campus circulaban numerosas anécdotas sobre sus despistes: desde ir a clase en zapatillas (al fin y al cabo, las residencias estaban muy cerca de las aulas) hasta darse cuenta ya durante la comida de que se había puesto los vaqueros sobre el pijama. Sus compañeros de cuarto (5 en total) eran los que más historias suyas hacían circular por la Universidad: su armario parecía un burdel y sus calzoncillos (de cuadros y colores, comprados por cuatro yuanes en el Carrefour de China) estaban colgados en perchas por toda la habitación.

No es que le gustaran sus calzoncillos (de hecho, siempre pensaba que si se los siguiera comprando su madre le iría mucho mejor), pero su vagancia le llevaba a no guardarlos en el armario. Cada vez que alguien le preguntaba por este despiste, él respondía con una explicación muy racional que no convencía a nadie: “así me ahorro un montón de tiempo: no tengo ni que colocar los calzoncillos en el armario ni que buscarlos a la hora de ponérmelos. Prefiero emplear el tiempo en cosas más importantes”.

Por supuesto, nunca hacía la cama (en realidad llevaba durmiendo en un saco de dormir desde los 15 años) y solía limpiar su parte de la habitación una vez al mes. Detrás de este aparente desdén por la limpieza, lo cierto es que disfrutaba de ella más que ninguno. Su teoría era que limpiar todos los días no tenía sentido, ya que uno no podía comprender la limpieza sin sufrir la suciedad. Sin duda alguna, el único día del mes que limpiaba la habitación era la persona que más disfrutaba del orden.

Dentro de todo este desastre, su vida estaba llena de una envidiable vitalidad y de actividades fascinantes (o así se lo parecía a él). Cuando algo le motivaba de verdad era capaz de ser el más meticuloso de los profesionales. Los profesores de historia le conocían por su seriedad a la hora de consultar las fuentes y su empeño en la redacción de los trabajos. Sus compañeros de cuarto sabían que nunca les devolvería los pocos yuanes que les pedía prestados de vez en cuando, pero que cuando cocinaba lo hacía con tanto esmero, con tanto cuidado en las proporciones y sabores, que ninguna de las cantinas de la Universidad podía igualar sus platos.

Era tan despistado, que hasta que una mujer no le plantaba un beso en los morros él nunca se daba cuenta de sus intereses amorosos. Ya le podían pasar poemas de amor entre clase y clase o pedirle un paseo a las diez de la noche por el lago de la Universidad; él nunca adivinaba que ellas se morían por estar con él, de la misma forma que siempre se perdía por los pasillos del metro. Y era precisamente este aire de hombre despistado lo que le reportaba un harén de mujeres a su alrededor; todas queriendo llamar la atención de un hombre que parecía imposible porque prestaba atención a muy pocas cosas.

martes, 12 de mayo de 2009

Nacido el 1 de mayo (La ciudad no se detuvo)


A Paul, que desde ya nos hace mejores

Naciste en París, el 1 de mayo. Y la ciudad no se detuvo.

Muy cerca, siguieron paseando por el Jardín de Luxemburgo, escogiendo los rincones y la posición de las sillas para disfrutar del mejor ángulo de sol. Había motivos para contener la respiración, pero los cláxones continuaron rompiendo el aire. Las hojas seguían bailando en las esquinas, los cuadros como siempre, incomprendidos y cautivos en los museos. La periferia siguió estando donde debe: apartada.

Insensible, la ciudad no se detuvo. También muy cerca, seguían tomando cafés y respiraban hondo en busca de fantasmas en la orilla izquierda: Sartre y compañía, el 68, Rayuela. No tengas miedo, los fantasmas son sólo los recuerdos de mujeres y hombres que discutían, pensaban y tiraban piedras porque querían estar y ser mejores. Ya los escucharás cuando pasees por ahí…

Ajenos al milagro, los manifestantes no pararon la marcha, y continuaron juntando sus voces, en el día de la resistencia y la alegría de ser lo que sea, pero juntos. Las baguettes, cuando te salgan los dientes hablamos, no dejaron de coger aire antes de subir a los pisos. Los intelectuales malhumorados, los queseros cuidadosos, los universitarios sobrios y soberbios, la soledad reposada de los apartamentos, las paredes como muros de alambrada.

Todo eso seguía siendo París, a pesar de que tú ya fueras parte de ella. No dejaron de avanzar orgullosas las bicicletas que se pasan de mano en mano. Tranquilo, ya te explicaremos lo que es una bicicleta, orgullo, avanzar, mano en mano; y antes de lo que piensas (y de lo que imaginamos) pedalearás decidido por el parque de al lado. Porque también en París tiene que haber un parque de al lado.

También el 1 de mayo -el día que llegaste, no sé a dónde: al mundo, a un nosotros, supongo- las torres rasgaron las nubes, los puentes siguieron firmes dejando pasar, condescendientes, las aguas del Sena. No sonrieron las gárgolas de Notre Dame, tú ni las mires. Ni siquiera se pararon las formales oficinas, ni cerraron 5 minutos las tiendas exquisitas. No dejaron de mirar el reloj los ejecutivos, ni de quemar crepes los indonesios. París no se dio un respiro, un instante para darse cuenta de la maravilla.

Es verdad, naciste y la ciudad no se detuvo. Pero yo lo juro, que desde entonces, es más ancho el horizonte, y científicos de todo el mundo estudian como ese día, el 1 de mayo, en París, el cielo se abrió un cachito.


lunes, 4 de mayo de 2009

El buscador de tesoros

Recorría las callejuelas de Pekín en busca de olores antiguos, del tacto de madera carcomida, de los gusanos cuyas familias llevaran más tiempo vagando (como él) por el subsuelo de la ciudad. Pateaba Pekín en un meticuloso plan que acotaba las zonas en manzanas e incluía un recorrido de norte a sur y de este a oeste, una forma de rastrear la ciudad barrio a barrio, calle a calle, esquina a esquina. El problema era que su nariz era su brújula, y que los planes que había trazado el día anterior con tanto esmero se truncaban cuando descubría un plato milenario cocinado frente a un antiguo templo budista; un perro sucio a las afueras de la ciudad que olía tan mal como lo había hecho Pekín hacía 200 años; el olor a quemado de unos mapas centenarios que se habían consumido para siempre en el frío invierno de la capital.

De todos los lugares de Pekín, donde empleaba más tiempo era en torno al lago Houhai. Había descubierto este barrio al seguir el rastro de un abuelo que paseaba con el pecho descubierto y bañador ajustado en una de las calles adyacentes. Aunque muchas de las casas de la zona habían sido reconstruidas y los fines de semana este lago se llenaba de extranjeros que apuraban sus cervezas bajo letreros luminosos, el agua tibia, oscura y maloliente de antaño era todavía perceptible para una nariz afilada como la suya. Probablemente el agua no era centenaria, pero de sus profundidades, del poso del lago, él sentía el tufo originario de la ciudad. Para él, todos los olores provenían de aquí.

En su búsqueda de este Pekín antiguo, se cansó pronto de los museos (en realidad nunca le interesaron, olían demasiado a museo) y se lanzó con entusiasmo a husmear en el interior de las casas pequinesas. Siempre había sentido una limitación en sus caminatas: podía pasear por toda la ciudad, meterse en restaurantes y recoger tierra entre las grúas que construían las nuevas estaciones de metro, pero las viviendas seguían restringidas. No era fácil (incluso para un hombre tan tenaz como él) entrar en los hogares. Y, sin embargo, sentía que ahí podía estar el misterio del antiguo Pekín. Bajo las cuatro paredes de las casas pequinesas estaba seguro de poder encontrar más olores, más sensaciones, probablemente las más auténticas de la capital.

Por eso, después de recuperar viejos amigos con miles de excusas y la única intención de visitar sus casas, decidió que la mejor forma era buscar piso: así consiguió entrar en numerosos hogares, siempre con el ¿cuánto por un mes? fingido de quien busca una habitación de alquiler. En un día podía llegar a visitar hasta 15 casas distintas. Aunque muchas de ellas eran decepcionantes por su olor a sofá recién comprado y productos de limpieza, de vez en cuando encontraba auténticas perlas, casas casi derruidas, con goteras, insectos, el tradicional patio interior pequinés y ladrillos desnudos donde rascar sus uñas. Era entonces cuando le mostraba mayor interés al casero, se perdía en las tuberías malolientes del baño, se regocijaba con el carbón de las calderas y frotaba su cara disimuladamente en las puertas de madera llenas de manchas de pintura y astillas.

Otra de las ventajas de Pekín era que a la gente no le extrañaba comer gusanos: él recogía los que tenían cara de viejos, aquellos que había encontrado en casas abandonadas en el centro de la capital, los que olían a la habitación de su bisabuelo. Después se los llevaba a uno de los ancianos que cocinaba en la calle, justo en la esquina de su casa, y le pedía que se los friera sin ningún tipo de condimento. Cuando comía esos gusanos sentía un recital de sabores y olores atravesando su cuerpo, una especie de vuelta al pasado de Pekín, lleno de alucinaciones de calles reconstruidas, personajes sacados del pasado y olores asquerosos de otro tiempo.

Y cuando alguien le preguntaba porque hacía todo esto, porque su vida se había convertido en una búsqueda de casas abandonadas, almuerzos a base de gusanos con cara de tercera edad y obsesivas búsquedas en Internet sobre la casa más antigua de la ciudad, él siempre respondía lo mismo: “Me encanta cuando las cosas huelen a viejo”

sábado, 25 de abril de 2009

Madriles

Hay ciudades que deberían decirse en plural. Madrid es una de ellas.

porque está claro que no hay una, sino muchas Madrid.

Madrid puede ser unas cañas, unas risas, una huida, una terraza

Madrid puede ser un beso

Madrid puede ser el abrazo

Hay quien busca a la ciudad mirando hacia atrás

o en la esencia de un gesto

y lo único claro es que cada uno la ve a su manera...

Para unos, Madrid es un corte en las venas de la vida

y para otros el puerto (sí un puerto) donde regresar y partir

A veces la ciudad tuerce los caminos

y sólo ofrece rosas enlatadas

la soledad impide soñar un horizonte

y nos da igual el color de las calles

Madrid puede rajarte las promesas

es entonces cuando las buhardillas son refugios frente a la oscuridad

y una tarde en un banco puede convertirse en salvavidas

Porque en Madrid también se nos aparecen amigos desde las risas de la infancia

y se crean hogares improvisados, cocinados con alegría en los mediodías de domingo

Al final Madrid, como todo, es con quien la compartas

y a quien encuentres, para rodearte de otros como tú, diferentes

quien te abrace

y así es como Madrid puede ser un paseo de la mano

y, si la miras de cerca, hasta puedes creer que ves el mar

o que el cielo que se te viene encima


Así que tenían razones los viejos de provincia, cuando a tu regreso te preguntaban con aires de saber lo que se dice, ¿qué tal por los madriles?