sábado, 25 de abril de 2009

Madriles

Hay ciudades que deberían decirse en plural. Madrid es una de ellas.

porque está claro que no hay una, sino muchas Madrid.

Madrid puede ser unas cañas, unas risas, una huida, una terraza

Madrid puede ser un beso

Madrid puede ser el abrazo

Hay quien busca a la ciudad mirando hacia atrás

o en la esencia de un gesto

y lo único claro es que cada uno la ve a su manera...

Para unos, Madrid es un corte en las venas de la vida

y para otros el puerto (sí un puerto) donde regresar y partir

A veces la ciudad tuerce los caminos

y sólo ofrece rosas enlatadas

la soledad impide soñar un horizonte

y nos da igual el color de las calles

Madrid puede rajarte las promesas

es entonces cuando las buhardillas son refugios frente a la oscuridad

y una tarde en un banco puede convertirse en salvavidas

Porque en Madrid también se nos aparecen amigos desde las risas de la infancia

y se crean hogares improvisados, cocinados con alegría en los mediodías de domingo

Al final Madrid, como todo, es con quien la compartas

y a quien encuentres, para rodearte de otros como tú, diferentes

quien te abrace

y así es como Madrid puede ser un paseo de la mano

y, si la miras de cerca, hasta puedes creer que ves el mar

o que el cielo que se te viene encima


Así que tenían razones los viejos de provincia, cuando a tu regreso te preguntaban con aires de saber lo que se dice, ¿qué tal por los madriles?

martes, 21 de abril de 2009

Antes de Pekín

Para seguir con estas visiones, tal vez sea una buena idea echar la vista atrás y esbozar una pincelada de sinceridad: antes de llegar a Pekín, tuve miedo. Me encontré en el aeropuerto de Helsinki, solo, resacoso (como casi siempre que viajo) y me pregunté a mí mismo, mientras me miraba al espejo en los baños del aeropuerto, qué diablos me llevaba a China. ¿Por qué? ¿Cuál era el motivo de atravesar 8.000 kilómetros para partirme la cabeza en un país tan extraño?

La pesadilla desapareció una vez que me monté en el avión. Allí estaban esos rostros asiáticos de ojos rasgados y expresividad goyesca, ajenos a los estereotipos creados en Europa, tan naturales como un primer beso. El alboroto en el avión era tan monumental que por un momento me creí en un estadio de fútbol. Allí, frente a mí, estaba el reto y lo bonito de esta experiencia: comprender esos sonidos chinos ya medio familiares, desentrañar los pensamientos detrás de sus pupilas negras; montar el mismo follón con ellos en el próximo tren o avión.

En el asiento de al lado, la casualidad me colocó como compañera de viaje a una española que iba a China para adoptar a una niña. Era su “ya casi primera vez” en China. Estaba inquieta, nerviosa; miraba los caracteres chinos escritos en la mesita del avión con casi tanto miedo como curiosidad. Después de cuatro años de gestiones, este viaje a China era la última etapa en su sueño por conseguir una hija.

En ese momento, los vínculos de tantas familias españolas, de tantas niñas de origen chino que corretean por nuestras calles, me tranquilizó. Me hizo sentir que no iba a un lugar tan lejano. Y bajé del avión con la sensación de llegar a mi nuevo hogar.

lunes, 6 de abril de 2009

Apuntes de un parado

Al principio el desayuno fue un placer. Un buen par de tostadas, café sin prisas, incluso a veces una pieza de fruta, o un jugo de naranja, con la sal y pimienta de imaginar lo qué estarían haciendo a esa hora los antiguos compañeros. Un placer recuperado, que hasta hace dos meses era negado por las prisas, los horarios y ese estar-llegando-siempre-tarde, tan mío, y que ya parece tan lejano. En cambio ahora, el desayuno se ha convertido en la primera señal, las mismas tostadas -qué hijas de puta- susurran lo que ya sé: no tengo nada que hacer en todo el día.

Hoy el desayuno se pareció al de antes. No madrugué tanto, pero al menos tenía una cita (y no era en el INEM). Una entrevista de trabajo. Inexplicable esperanza. ¿Por qué me preguntarían por mis defectos? A la salida la ciudad era molesta a las 11, desconocida. Demasiada luz.

Lo mejor de la entrevista, la espera. Creí entrever una cierta solidaridad en la sala de espera. Cuando allí íbamos para competir. Mejor que las caras de mi último curso gratuito, donde mecánicos, camareros de 50 pa arriba, costureras, limpiadoras, aprenden abrir archivo, guardar como, incluso interlineados y sumas en excel... Porque les han dicho que con eso es lo que necesitan para ser competitivos. Como si lo fuesen ya en lo que hacían… ¿Son ellos los que no son competitivos para la sociedad, o es la sociedad la que no está a su altura?



Es distinta la Casa de Campo los martes. Los fines de semana es un alivio, un “verdadero pulmón” creo que lo llaman los urbanistas cuando se entrometen a poetas. Pero el martes la Casa de Campo tenía la tristeza de las aulas vacías, inquietante como un estadio sin multitudes.

Sólo los árboles, como sin hacer nada, algún jubilado paseante temeroso del colesterol (hay sustos que hacen a cualquiera ponerse un chándal). A eso de las dos en las pistas aparecieron esporádicos oficinistas dispuestos a destilar marrones en 30 minutos al trote. Para ellos, esto debe seguir siendo un “alivio”, un “pulmón”. Como lo eran para mí las tostadas tranquilas del sábado, las mismas que ahora  me susurran que no valgo para nada.

En cambio a las prostitutas parecían no faltarles trabajo. Eso me puso pensativo: ¿Cómo afectará la crisis a las prostitutas? ¿Tendrán más clientes agobiados que las utilizan para olvidarse de sus hipotecas y sus  pagos? ¿O muchos habrán tenido que renunciar a ese caprichito? ¿Debería alegrarme que  las prostitutas sigan teniendo trabajo? ¿Y de lo contrario?

Tienen los atardeceres, para el parado, un regusto amargo.

Volver al país, al pueblo (allí al menos me conocen). Porque todos tenemos un pueblo. Puede ser el de nuestra infancia, el de nuestros abuelos, o el de nuestros sueños. Ya veremos. Por el momento he decidido empezar a tomar té y cereales.

miércoles, 1 de abril de 2009

Descubriendo Pekín

Aunque llegar a China supone volver a la guardería, con el tiempo uno comienza a reconocerse en sus ciudades, a llenar cada esquina con una anécdota, a distinguir acentos.




Uno se levanta por la mañana y ya no se sorprende al salir al patio de su casa, ni le parece extraño ir a la universidad en bicicleta. Desayunas té, saludas a la vecina que vende flores en la acera de enfrente y cruzas la calle con los semáforos en rojo con la naturalidad de un local.




Uno se siente cómodo cuando le llaman por su nombre chino (incluso parece que suena mejor) y escucha la radio por las mañanas para estar al tanto de las nuevas canciones chinas.




Las luces de neón y los karaokes se han convertido en parte de tu vida (y ya no recuerdas un mundo en el que no lo fueran).




Ahora, cuando hay que empujar para subir al autobús, tú eres el primero.
Pekín toma forma.




Por suerte, cuando comienzas a comprenderlo todo, cuando crees ver la ciudad tal y como es, aparecen nuevos misterios. Pekín no se acaba nunca.