lunes, 25 de mayo de 2009

Flores y consuelo


Cuando un poeta se va, sus versos se nos aparecen como flores en su tumba. Lo único que puede apartarnos la mirada del vacío de la pérdida.

No creo que a Mario le gustaran los homenajes... pero seguro que sí buscaba consuelo en la poesía.

Como hacemos ahora nosotros con la suya:


martes, 19 de mayo de 2009

El despistado

Era un chico desastroso, pero le caía bien a todo el mundo. Por el campus circulaban numerosas anécdotas sobre sus despistes: desde ir a clase en zapatillas (al fin y al cabo, las residencias estaban muy cerca de las aulas) hasta darse cuenta ya durante la comida de que se había puesto los vaqueros sobre el pijama. Sus compañeros de cuarto (5 en total) eran los que más historias suyas hacían circular por la Universidad: su armario parecía un burdel y sus calzoncillos (de cuadros y colores, comprados por cuatro yuanes en el Carrefour de China) estaban colgados en perchas por toda la habitación.

No es que le gustaran sus calzoncillos (de hecho, siempre pensaba que si se los siguiera comprando su madre le iría mucho mejor), pero su vagancia le llevaba a no guardarlos en el armario. Cada vez que alguien le preguntaba por este despiste, él respondía con una explicación muy racional que no convencía a nadie: “así me ahorro un montón de tiempo: no tengo ni que colocar los calzoncillos en el armario ni que buscarlos a la hora de ponérmelos. Prefiero emplear el tiempo en cosas más importantes”.

Por supuesto, nunca hacía la cama (en realidad llevaba durmiendo en un saco de dormir desde los 15 años) y solía limpiar su parte de la habitación una vez al mes. Detrás de este aparente desdén por la limpieza, lo cierto es que disfrutaba de ella más que ninguno. Su teoría era que limpiar todos los días no tenía sentido, ya que uno no podía comprender la limpieza sin sufrir la suciedad. Sin duda alguna, el único día del mes que limpiaba la habitación era la persona que más disfrutaba del orden.

Dentro de todo este desastre, su vida estaba llena de una envidiable vitalidad y de actividades fascinantes (o así se lo parecía a él). Cuando algo le motivaba de verdad era capaz de ser el más meticuloso de los profesionales. Los profesores de historia le conocían por su seriedad a la hora de consultar las fuentes y su empeño en la redacción de los trabajos. Sus compañeros de cuarto sabían que nunca les devolvería los pocos yuanes que les pedía prestados de vez en cuando, pero que cuando cocinaba lo hacía con tanto esmero, con tanto cuidado en las proporciones y sabores, que ninguna de las cantinas de la Universidad podía igualar sus platos.

Era tan despistado, que hasta que una mujer no le plantaba un beso en los morros él nunca se daba cuenta de sus intereses amorosos. Ya le podían pasar poemas de amor entre clase y clase o pedirle un paseo a las diez de la noche por el lago de la Universidad; él nunca adivinaba que ellas se morían por estar con él, de la misma forma que siempre se perdía por los pasillos del metro. Y era precisamente este aire de hombre despistado lo que le reportaba un harén de mujeres a su alrededor; todas queriendo llamar la atención de un hombre que parecía imposible porque prestaba atención a muy pocas cosas.

martes, 12 de mayo de 2009

Nacido el 1 de mayo (La ciudad no se detuvo)


A Paul, que desde ya nos hace mejores

Naciste en París, el 1 de mayo. Y la ciudad no se detuvo.

Muy cerca, siguieron paseando por el Jardín de Luxemburgo, escogiendo los rincones y la posición de las sillas para disfrutar del mejor ángulo de sol. Había motivos para contener la respiración, pero los cláxones continuaron rompiendo el aire. Las hojas seguían bailando en las esquinas, los cuadros como siempre, incomprendidos y cautivos en los museos. La periferia siguió estando donde debe: apartada.

Insensible, la ciudad no se detuvo. También muy cerca, seguían tomando cafés y respiraban hondo en busca de fantasmas en la orilla izquierda: Sartre y compañía, el 68, Rayuela. No tengas miedo, los fantasmas son sólo los recuerdos de mujeres y hombres que discutían, pensaban y tiraban piedras porque querían estar y ser mejores. Ya los escucharás cuando pasees por ahí…

Ajenos al milagro, los manifestantes no pararon la marcha, y continuaron juntando sus voces, en el día de la resistencia y la alegría de ser lo que sea, pero juntos. Las baguettes, cuando te salgan los dientes hablamos, no dejaron de coger aire antes de subir a los pisos. Los intelectuales malhumorados, los queseros cuidadosos, los universitarios sobrios y soberbios, la soledad reposada de los apartamentos, las paredes como muros de alambrada.

Todo eso seguía siendo París, a pesar de que tú ya fueras parte de ella. No dejaron de avanzar orgullosas las bicicletas que se pasan de mano en mano. Tranquilo, ya te explicaremos lo que es una bicicleta, orgullo, avanzar, mano en mano; y antes de lo que piensas (y de lo que imaginamos) pedalearás decidido por el parque de al lado. Porque también en París tiene que haber un parque de al lado.

También el 1 de mayo -el día que llegaste, no sé a dónde: al mundo, a un nosotros, supongo- las torres rasgaron las nubes, los puentes siguieron firmes dejando pasar, condescendientes, las aguas del Sena. No sonrieron las gárgolas de Notre Dame, tú ni las mires. Ni siquiera se pararon las formales oficinas, ni cerraron 5 minutos las tiendas exquisitas. No dejaron de mirar el reloj los ejecutivos, ni de quemar crepes los indonesios. París no se dio un respiro, un instante para darse cuenta de la maravilla.

Es verdad, naciste y la ciudad no se detuvo. Pero yo lo juro, que desde entonces, es más ancho el horizonte, y científicos de todo el mundo estudian como ese día, el 1 de mayo, en París, el cielo se abrió un cachito.


lunes, 4 de mayo de 2009

El buscador de tesoros

Recorría las callejuelas de Pekín en busca de olores antiguos, del tacto de madera carcomida, de los gusanos cuyas familias llevaran más tiempo vagando (como él) por el subsuelo de la ciudad. Pateaba Pekín en un meticuloso plan que acotaba las zonas en manzanas e incluía un recorrido de norte a sur y de este a oeste, una forma de rastrear la ciudad barrio a barrio, calle a calle, esquina a esquina. El problema era que su nariz era su brújula, y que los planes que había trazado el día anterior con tanto esmero se truncaban cuando descubría un plato milenario cocinado frente a un antiguo templo budista; un perro sucio a las afueras de la ciudad que olía tan mal como lo había hecho Pekín hacía 200 años; el olor a quemado de unos mapas centenarios que se habían consumido para siempre en el frío invierno de la capital.

De todos los lugares de Pekín, donde empleaba más tiempo era en torno al lago Houhai. Había descubierto este barrio al seguir el rastro de un abuelo que paseaba con el pecho descubierto y bañador ajustado en una de las calles adyacentes. Aunque muchas de las casas de la zona habían sido reconstruidas y los fines de semana este lago se llenaba de extranjeros que apuraban sus cervezas bajo letreros luminosos, el agua tibia, oscura y maloliente de antaño era todavía perceptible para una nariz afilada como la suya. Probablemente el agua no era centenaria, pero de sus profundidades, del poso del lago, él sentía el tufo originario de la ciudad. Para él, todos los olores provenían de aquí.

En su búsqueda de este Pekín antiguo, se cansó pronto de los museos (en realidad nunca le interesaron, olían demasiado a museo) y se lanzó con entusiasmo a husmear en el interior de las casas pequinesas. Siempre había sentido una limitación en sus caminatas: podía pasear por toda la ciudad, meterse en restaurantes y recoger tierra entre las grúas que construían las nuevas estaciones de metro, pero las viviendas seguían restringidas. No era fácil (incluso para un hombre tan tenaz como él) entrar en los hogares. Y, sin embargo, sentía que ahí podía estar el misterio del antiguo Pekín. Bajo las cuatro paredes de las casas pequinesas estaba seguro de poder encontrar más olores, más sensaciones, probablemente las más auténticas de la capital.

Por eso, después de recuperar viejos amigos con miles de excusas y la única intención de visitar sus casas, decidió que la mejor forma era buscar piso: así consiguió entrar en numerosos hogares, siempre con el ¿cuánto por un mes? fingido de quien busca una habitación de alquiler. En un día podía llegar a visitar hasta 15 casas distintas. Aunque muchas de ellas eran decepcionantes por su olor a sofá recién comprado y productos de limpieza, de vez en cuando encontraba auténticas perlas, casas casi derruidas, con goteras, insectos, el tradicional patio interior pequinés y ladrillos desnudos donde rascar sus uñas. Era entonces cuando le mostraba mayor interés al casero, se perdía en las tuberías malolientes del baño, se regocijaba con el carbón de las calderas y frotaba su cara disimuladamente en las puertas de madera llenas de manchas de pintura y astillas.

Otra de las ventajas de Pekín era que a la gente no le extrañaba comer gusanos: él recogía los que tenían cara de viejos, aquellos que había encontrado en casas abandonadas en el centro de la capital, los que olían a la habitación de su bisabuelo. Después se los llevaba a uno de los ancianos que cocinaba en la calle, justo en la esquina de su casa, y le pedía que se los friera sin ningún tipo de condimento. Cuando comía esos gusanos sentía un recital de sabores y olores atravesando su cuerpo, una especie de vuelta al pasado de Pekín, lleno de alucinaciones de calles reconstruidas, personajes sacados del pasado y olores asquerosos de otro tiempo.

Y cuando alguien le preguntaba porque hacía todo esto, porque su vida se había convertido en una búsqueda de casas abandonadas, almuerzos a base de gusanos con cara de tercera edad y obsesivas búsquedas en Internet sobre la casa más antigua de la ciudad, él siempre respondía lo mismo: “Me encanta cuando las cosas huelen a viejo”