martes, 19 de mayo de 2009

El despistado

Era un chico desastroso, pero le caía bien a todo el mundo. Por el campus circulaban numerosas anécdotas sobre sus despistes: desde ir a clase en zapatillas (al fin y al cabo, las residencias estaban muy cerca de las aulas) hasta darse cuenta ya durante la comida de que se había puesto los vaqueros sobre el pijama. Sus compañeros de cuarto (5 en total) eran los que más historias suyas hacían circular por la Universidad: su armario parecía un burdel y sus calzoncillos (de cuadros y colores, comprados por cuatro yuanes en el Carrefour de China) estaban colgados en perchas por toda la habitación.

No es que le gustaran sus calzoncillos (de hecho, siempre pensaba que si se los siguiera comprando su madre le iría mucho mejor), pero su vagancia le llevaba a no guardarlos en el armario. Cada vez que alguien le preguntaba por este despiste, él respondía con una explicación muy racional que no convencía a nadie: “así me ahorro un montón de tiempo: no tengo ni que colocar los calzoncillos en el armario ni que buscarlos a la hora de ponérmelos. Prefiero emplear el tiempo en cosas más importantes”.

Por supuesto, nunca hacía la cama (en realidad llevaba durmiendo en un saco de dormir desde los 15 años) y solía limpiar su parte de la habitación una vez al mes. Detrás de este aparente desdén por la limpieza, lo cierto es que disfrutaba de ella más que ninguno. Su teoría era que limpiar todos los días no tenía sentido, ya que uno no podía comprender la limpieza sin sufrir la suciedad. Sin duda alguna, el único día del mes que limpiaba la habitación era la persona que más disfrutaba del orden.

Dentro de todo este desastre, su vida estaba llena de una envidiable vitalidad y de actividades fascinantes (o así se lo parecía a él). Cuando algo le motivaba de verdad era capaz de ser el más meticuloso de los profesionales. Los profesores de historia le conocían por su seriedad a la hora de consultar las fuentes y su empeño en la redacción de los trabajos. Sus compañeros de cuarto sabían que nunca les devolvería los pocos yuanes que les pedía prestados de vez en cuando, pero que cuando cocinaba lo hacía con tanto esmero, con tanto cuidado en las proporciones y sabores, que ninguna de las cantinas de la Universidad podía igualar sus platos.

Era tan despistado, que hasta que una mujer no le plantaba un beso en los morros él nunca se daba cuenta de sus intereses amorosos. Ya le podían pasar poemas de amor entre clase y clase o pedirle un paseo a las diez de la noche por el lago de la Universidad; él nunca adivinaba que ellas se morían por estar con él, de la misma forma que siempre se perdía por los pasillos del metro. Y era precisamente este aire de hombre despistado lo que le reportaba un harén de mujeres a su alrededor; todas queriendo llamar la atención de un hombre que parecía imposible porque prestaba atención a muy pocas cosas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

qué bueno!
sólo me hago dos preguntas:

¿el despistado existe?

¿eres tú?