domingo, 30 de noviembre de 2008

Madrid. Pies de foto sin foto



Madrid El metro me hunde.

(Es lógico).


Madrid Plaza Callao.

“Si tiras una moneda Lucero da un ladrido”.

Es Invierno.

Hace capitalismo.


Madrid Calle Desengaño,

a las espaldas de Gran Vía

en dirección al desamparo.


Madrid Kilómetro cero:

incomprensibles anhelos podocéntricos.


Madrid = Bocata de calamares


Madrid Domingo.

Busco desesperadamente

un encuentro casual en el Rastro.


Madrid Regreso:

nadie me abraza en Barajas.


Madrid Siglo XXI. Debajo del Viaducto doscientas personas duermen en el suelo,

hacinadas en una misma sala. Mediana.

El centro lo gestiona un tal Padre Enrique con apoyo del Ayuntamiento.

Eso es la caridad, el frío, y la cara dura.


Madrid La libertad

es saltar los tornos

(sin que te pillen).


Madrid Los bares

cierran a las 3 y media

las discotecas a las 6.

Nunca la burocracia trabajó tan tarde.


Madrid pregunta

¿el horizonte por favor?


Madrid Marzo

los árboles de las esquinas florecen a medias

marcando el ángulo de los atardeceres

los ritmos de la primavera


2 se aman

y Madrid ni se entera

detrás de la persiana


Madrid Alguien me mira



lunes, 24 de noviembre de 2008

Pekín, guantes y bufandas

En Pekín, hace tanto frío que los árboles se han quedado sin hojas de tanto tiritar. Los barrenderos las recogen con esmero envueltos en guantes y bufandas, y las calles se han llenado de gorritos y cazadoras que cruzan semáforos y conducen bicicletas.

Pekín es una ciudad ruda y cruel, empezando por su clima. En estos días en los que nos levantamos a varios grados bajo cero, uno es consciente de la geografía donde vive. Al norte, muy al norte. En una región seca como pocas (nadie se acuerda de cuando fue la última vez que llovió). Y donde soplan unos vientos que nos recuerdan la cercanía del desierto. Pekín es frío o calor, sin término medio. Y ahora toca el frío.

Por eso la ciudad ha ido transformando su fisonomía de forma natural. El color carne, el rosa humano, ha desaparecido de la vida pública. Ahora las narices (cuando no están cubiertas) se han vuelto rojas. Las mujeres esconden su sensualidad entre un montón de ropas, como si caminaran con la cama y sus colchas a cuestas. Por eso uno ya no busca curvas ni siluetas (no existen), sino una mirada cómplice, un guiño. Y el arte del coqueteo se practica al llegar al trabajo o a clase, cuando hay que quitarse el gorro y atusarse el pelo, posar la bufanda y dejar los guantes sobre la mesa (a estas temperaturas esto se considera un striptease en toda regla).

En medio de tanto frío, uno busca el calor como puede. Algunos tocan la guitarra para calentar sus dedos, mientras las madres colocan las ropas en el radiador para calentar a sus hijos recién salidos de la ducha. Las cantinas de la Universidad se han convertido casi en un refugio de montaña, donde hasta los gritos calientan el alma. El amor ahora se mide en la capacidad para hacer olvidar al otro que hace frío, y todos, casi en un ejercicio interior colectivo, intentamos que el frío sólo afecte a nuestro exterior. Por dentro, en el invierno de Pekín, todo arde.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Sorpresas

A ella le hizo gracia ver el título que corría por su ipod: Pedro Navaja - Rubén Blades, y recordar aquel tocadiscos a pedales en el que sus padres escuchaban esa canción. No pudo contener una sonrisa y mirar a los ojos del que todavía escuchase al bueno de Blades, y sorprenderse de que no fuera tan mayor. Y aún le hizo más gracia ver cómo movía sin ritmo los dedos por fuera del bolsillo del vaquero y seguía la letra con los labios sin que apenas se notase.

Tampoco pudo contener acordarse poco a poco de la letra, y de la imagen de los bailes en las noches de charanga de su país; y llenos de nostalgia, sus pies empezaron a moverse con la timidez de los caribeños al llegar a Europa. Cuando sonó como a tres cuadras de aquella esquina una mujer, quizás por contagio, él liberó su mano del bolsillo y empezó a seguir a los timbales (con retraso) con dos dedos en su cadera, a los que se unió la imitación de la punta del pie del batería. La cercanía -sólo había el brazo de un ejecutivo entre ellos- hizo que fuera imposible que no se dieran cuenta que seguían el mismo ritmo, aunque ella fuera por las manos siempre dentro el gabán cuando él ya escuchaba mientras camina del viejo abrigo saca un revólver.

Ella leyó en sus labios las vocales alargadas de el diente de oro iba alumbrando toa’ la avenida, se sonrieron, y a partir de ahí se movieron al compás. Con más asombro que intención, juntaron las manos en alto sin cruzarse las miradas. (Ella miraba sus pies porque ya no tenía la soltura de antes. Él nunca había hecho nada parecido). En el momento decisivo en que ella le cogió el hombro con la mano libre -no hubo curiosos, no hubo preguntas- él supo responder con otra mano en el centro de la espalda.

Así bailaron los 7 minutos 19 segundos que dura Pedro Navaja. Un par de paradas. Y los últimos refranes a quien a hierro mata a hierro termina / como decía mi abuelita, el que último ríe, se ríe mejor dieron tiempo para darle la vuelta al otro, para que se rozaran las caderas y las manos empezaran a sudar. Con todo el vagón mirándoles de reojo: media sonrisa los que habían visto desde el principio del baile, y la mayoría, carcomidos y envidiosos, haciendo como que no iba con ellos, fingían seguir leyendo sus noveluchas, apuntes de autoescuela y periódicos que no valen nada.


Y ahora los dos se preguntan si tomaron la decisión correcta cuando llegó su estación de destino. La vida te da sorpresas. Sorpresas te da 

                                                                                                     la ciudad.


martes, 11 de noviembre de 2008

Sueños de Pekín

Huanji tiene 29 años, viene de la provincia de Yunnan (a unos 2.000 kilómetros de Pekín) y entra en el teatro tan emocionado que tropieza un par de veces antes de llegar al escenario. La ocasión no es para menos: es la primera vez que el público ha visto su primera película.

El largometraje cuenta la historia de un niño de su pueblo natal: las tradiciones locales, el tierno cuidado de su familia y su enamoramiento inocente. Es la película de una familia y una infancia felices, llena de sonrisas, auténtica. En esa infancia de sueños y banalidades, en un momento dado, a escondidas, el niño roba dinero a su madre para ir al cine. Es el principio de una pasión que llevará al joven a estudiar en Pekín.

Y algunos años después, en este escenario, ese niño ha crecido. Después de ver la película, el director (Huanji), de pelo larguísimo y aspecto desaliñado, reconoce que la historia que acabamos de ver es su historia. El padre que le mimaba y le duchaba de pequeño es su padre; y los ojos de la muchacha de la que se enamora eran los de su vecina. Nos cuenta que ha vendido su casa para poder hacer la película. A sus 29 años, ha podido contar su historia.

Frente a los grandes sueños realizados en otras latitudes (sí, me refiero a Obama) uno abre los ojos y descubre los milagros que se producen en su propia ciudad. Como el de Xiao Mao, que soñaba con poder viajar al extranjero y va a tener una oportunidad a partir de junio: irá a Japón a enseñar chino (“aunque lo único que me interesa es viajar y pasármelo bien”, dice). O como Wen Xiao, que había leído a García Márquez en chino y ahora, después de cuatro años estudiando, puede hacerlo en español ("¡por supuesto que no es lo mismo que en chino!").

Son los sueños de Pekín, algún cumplidos, otros por cumplir. Siempre en el aire.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Otras Madrid

Como cuando aparece un amigo con un peinado distinto, hay veces que Madrid parece otra.

Entre las 8 y las 9 de la mañana -ahora en noviembre- el sol pasa de refilón por el lateral de la Biblioteca Nacional. Será por la amplitud de la plaza que deja ver cielo a su lado. Será por ese aire de cultura solemne de las columnas, y esos triángulos encima de las ventanas, de cuyo nombre desde COU no consigo acordarme. O será por el tono arena de la piedra. Pero si vas pensando en otra cosa y miras de refilón, puede que sueñes estar en París.



O en Barcelona paseando distraído por Alonso Martínez. O viendo la postal de una favela de otro continente, si no apartas la mirada ante los pies indefensos de los niños, las mujeres con las garrafas repletas de agua, las paredes en pie de milagro, en el último barrio derribado.

Otra Madrid entre Atocha y Méndez Álvaro, donde se amontonan contenedores, aparentemente desordenados, con aires de abandono. Los mismos colores ocres, las mismas grúas amarillas que en cualquier puerto,



con el mismo susurro que dejan escapar esas neveras gigantes. Y como no hay edificios, a veces entra una brisa limpia, que ensancha, como si viniera de… como si allí mismo estuviera el…, que lo hubieran traído en contenedores.


Es sólo una esquina.

Como mucho una fachada. Es un sitio de paso, tienes que pararte, cerrar los ojos, entreabrirlos y encuadrar, olvidando todo lo que queda fuera. Es media plaza, es un tono pastel en una pared desconchada. La torre, la iglesia sin ventanas, un estado de ánimo. Está en Madrid. Si pasas temprano, la niebla ayuda… y también a última hora de la tarde, cuando suenan las campanas. Pero es Venecia.



Subiendo Malasaña a la izquierda, hay una calle

de casas de planta baja y colores vivos, más propias de cualquier pueblo caribeño que del centro de Madrid. Por ahí, en la calle del Acuerdo, unos muchos han querido darle un espacio a la utopía: la lucha tiene timbre de propuesta, los niños aprenden a decidir con la palabra (del otro), el mundo está para ser disfrutado, y por eso hay que cambiarlo. Una isla en medio de la meseta donde las cosas tienen valor, y no precio. (No señor, no todo es marketing. Pues sí señor, hay cosas que no se compran). Un patio


donde explota la maravilla, y desde donde uno puede creerse otra Madrid, sentir otro mundo, imaginarse otro país. Lo juro, desde ese patio se tocan las estrellas.