martes, 30 de diciembre de 2008

La mujer olímpica

Pekín 2008. No sólo una ciudad y un año, también un símbolo, una etiqueta. Una historia y un año al que Pekín no quiere renunciar: por las calles sigue luciendo los colores fosforitos de los Juegos Olímpicos, mientras los estadios resaltan al cambiar de color con el frío del invierno. La ciudad (esta vez sí, en femenino) no quiere renunciar a sus aires de grandeza. Al llegar a Pekín, uno tiene la sensación de que las Olimpiadas están a punto de comenzar.

Frente a los estadios, los tornos todavía esperan a los visitantes con aire nervioso y agarrados a sus entradas. En el metro las mochilas siguen pasando por los Rayos-X, siguiendo en cada estación la rutina olímpica. En los autobuses y hoteles, por toda la ciudad, las televisiones siguen llenando el aire con los sonidos de las pruebas más emotivas de los Juegos; y las medallas de oro y gestas deportivas siguen manchando de tinta las páginas de los periódicos. Los carteles de “Pekín 2008” todavía adornan el cuello y las manos de la ciudad. Pekín sigue vestida de gala. Como la novia que al día siguiente todavía quiere ponerse el traje de bodas.

En medio de besos de despedida y reencuentros, del bullicio de una ciudad obligada a no parar nunca, gran parte de las conversaciones siguen congeladas en torno a las anécdotas olímpicas. Los recién llegados a la ciudad preguntan a los veteranos por las Olimpiadas, y estos se muestran orgullosos cuando dicen que pudieron entrar al Nido. Al margen de las muestras físicas, de esa apariencia exterior, Pekín sigue siendo olímpica por dentro.

Pekín 2008. Se acabó.

Aunque la ciudad no quiera.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Presencias (Esculturas de Madrid)

Federico García Lorca ve pasar el mundo encogido en la plaza de Santa Ana. Humilde, como si lanzara al aire una paloma a cada rato. Su rutina son frívolas conversaciones en las terrazas de al lado, niños jugando de un modo siempre único en columpios formato estándar, y jóvenes que creen que emborracharse y gritar -sin más- es trasgresor. De vez en cuando, se le dibuja un atisbo de sonrisa, un reflejo en su pupila. Se reconoce en el caminar de una muchacha, en un viejo que mira los tejados, y siente así que le han matado un poco menos.

En plena Castellana, una diosa griega se tira de los pelos ante la incesante barbarie del tráfico. Al lado, una de esas gordas insulsas de Botero sigue recostada, mirándose en un espejo diminuto, dando a entender que la vida es, sobre todo, cómo uno se lo tome.

Quevedo tiene celos de las oficinas de publicidad que hay en su plaza. Observa sin inmutarse, pero decepcionado, lo que pasea por delante. Y cuando por fin no se oyen pasos en Chamberí baja a ver los periódicos que se acumulan en la trasera de los kioskos antes de que abran. Y enseguida vuelve travieso a su pedestal y se le ocurren discursos, pareados, editoriales, cartas como ganchos en el estómago. Tanta carnaza de marrano pide a gritos la lamina hiriente de su afilada pluma.

Una chica de bronce indecisa, recién salida del instituto, (o puede que del primero año de Bellas Artes o Arquitectura, por el tamaño de su carpeta). Su mirada se pierde para alcanzar nuestras dudas. Nos pregunta el por qué de nuestro paso apresurado. Y si le das tiempo a su inocencia, nos puede hacer ver hasta qué punto nos traicionamos, cuánto hicimos aquello que detestamos y dijimos que nunca haríamos Y sin abrir la boca, te pregunta en qué momento dejaste de ser adolescente, qué primer día creíste que no todo se podía cambiar, y los besos dejaron de ser puros. O no.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Fotos de Pekín. Pies de Madrid.











Madrid Plaza Callao.

“Si tiras una moneda Lucero da un ladrido”.

Es Invierno.

Hace capitalismo.













Madrid = Bocata de calamares













Madrid Domingo.

Busco desesperadamente

un encuentro casual en el Rastro.




Madrid El metro me hunde.

(Es lógico).












Madrid Regreso:

nadie me abraza en Barajas.











Madrid Marzo

los árboles de las esquinas florecen a medias

marcando el ángulo de los atardeceres

los ritmos de la primavera




Madrid Kilómetro cero:

incomprensibles anhelos podocéntricos.











Madrid Alguien me mira


domingo, 30 de noviembre de 2008

Madrid. Pies de foto sin foto



Madrid El metro me hunde.

(Es lógico).


Madrid Plaza Callao.

“Si tiras una moneda Lucero da un ladrido”.

Es Invierno.

Hace capitalismo.


Madrid Calle Desengaño,

a las espaldas de Gran Vía

en dirección al desamparo.


Madrid Kilómetro cero:

incomprensibles anhelos podocéntricos.


Madrid = Bocata de calamares


Madrid Domingo.

Busco desesperadamente

un encuentro casual en el Rastro.


Madrid Regreso:

nadie me abraza en Barajas.


Madrid Siglo XXI. Debajo del Viaducto doscientas personas duermen en el suelo,

hacinadas en una misma sala. Mediana.

El centro lo gestiona un tal Padre Enrique con apoyo del Ayuntamiento.

Eso es la caridad, el frío, y la cara dura.


Madrid La libertad

es saltar los tornos

(sin que te pillen).


Madrid Los bares

cierran a las 3 y media

las discotecas a las 6.

Nunca la burocracia trabajó tan tarde.


Madrid pregunta

¿el horizonte por favor?


Madrid Marzo

los árboles de las esquinas florecen a medias

marcando el ángulo de los atardeceres

los ritmos de la primavera


2 se aman

y Madrid ni se entera

detrás de la persiana


Madrid Alguien me mira



lunes, 24 de noviembre de 2008

Pekín, guantes y bufandas

En Pekín, hace tanto frío que los árboles se han quedado sin hojas de tanto tiritar. Los barrenderos las recogen con esmero envueltos en guantes y bufandas, y las calles se han llenado de gorritos y cazadoras que cruzan semáforos y conducen bicicletas.

Pekín es una ciudad ruda y cruel, empezando por su clima. En estos días en los que nos levantamos a varios grados bajo cero, uno es consciente de la geografía donde vive. Al norte, muy al norte. En una región seca como pocas (nadie se acuerda de cuando fue la última vez que llovió). Y donde soplan unos vientos que nos recuerdan la cercanía del desierto. Pekín es frío o calor, sin término medio. Y ahora toca el frío.

Por eso la ciudad ha ido transformando su fisonomía de forma natural. El color carne, el rosa humano, ha desaparecido de la vida pública. Ahora las narices (cuando no están cubiertas) se han vuelto rojas. Las mujeres esconden su sensualidad entre un montón de ropas, como si caminaran con la cama y sus colchas a cuestas. Por eso uno ya no busca curvas ni siluetas (no existen), sino una mirada cómplice, un guiño. Y el arte del coqueteo se practica al llegar al trabajo o a clase, cuando hay que quitarse el gorro y atusarse el pelo, posar la bufanda y dejar los guantes sobre la mesa (a estas temperaturas esto se considera un striptease en toda regla).

En medio de tanto frío, uno busca el calor como puede. Algunos tocan la guitarra para calentar sus dedos, mientras las madres colocan las ropas en el radiador para calentar a sus hijos recién salidos de la ducha. Las cantinas de la Universidad se han convertido casi en un refugio de montaña, donde hasta los gritos calientan el alma. El amor ahora se mide en la capacidad para hacer olvidar al otro que hace frío, y todos, casi en un ejercicio interior colectivo, intentamos que el frío sólo afecte a nuestro exterior. Por dentro, en el invierno de Pekín, todo arde.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Sorpresas

A ella le hizo gracia ver el título que corría por su ipod: Pedro Navaja - Rubén Blades, y recordar aquel tocadiscos a pedales en el que sus padres escuchaban esa canción. No pudo contener una sonrisa y mirar a los ojos del que todavía escuchase al bueno de Blades, y sorprenderse de que no fuera tan mayor. Y aún le hizo más gracia ver cómo movía sin ritmo los dedos por fuera del bolsillo del vaquero y seguía la letra con los labios sin que apenas se notase.

Tampoco pudo contener acordarse poco a poco de la letra, y de la imagen de los bailes en las noches de charanga de su país; y llenos de nostalgia, sus pies empezaron a moverse con la timidez de los caribeños al llegar a Europa. Cuando sonó como a tres cuadras de aquella esquina una mujer, quizás por contagio, él liberó su mano del bolsillo y empezó a seguir a los timbales (con retraso) con dos dedos en su cadera, a los que se unió la imitación de la punta del pie del batería. La cercanía -sólo había el brazo de un ejecutivo entre ellos- hizo que fuera imposible que no se dieran cuenta que seguían el mismo ritmo, aunque ella fuera por las manos siempre dentro el gabán cuando él ya escuchaba mientras camina del viejo abrigo saca un revólver.

Ella leyó en sus labios las vocales alargadas de el diente de oro iba alumbrando toa’ la avenida, se sonrieron, y a partir de ahí se movieron al compás. Con más asombro que intención, juntaron las manos en alto sin cruzarse las miradas. (Ella miraba sus pies porque ya no tenía la soltura de antes. Él nunca había hecho nada parecido). En el momento decisivo en que ella le cogió el hombro con la mano libre -no hubo curiosos, no hubo preguntas- él supo responder con otra mano en el centro de la espalda.

Así bailaron los 7 minutos 19 segundos que dura Pedro Navaja. Un par de paradas. Y los últimos refranes a quien a hierro mata a hierro termina / como decía mi abuelita, el que último ríe, se ríe mejor dieron tiempo para darle la vuelta al otro, para que se rozaran las caderas y las manos empezaran a sudar. Con todo el vagón mirándoles de reojo: media sonrisa los que habían visto desde el principio del baile, y la mayoría, carcomidos y envidiosos, haciendo como que no iba con ellos, fingían seguir leyendo sus noveluchas, apuntes de autoescuela y periódicos que no valen nada.


Y ahora los dos se preguntan si tomaron la decisión correcta cuando llegó su estación de destino. La vida te da sorpresas. Sorpresas te da 

                                                                                                     la ciudad.


martes, 11 de noviembre de 2008

Sueños de Pekín

Huanji tiene 29 años, viene de la provincia de Yunnan (a unos 2.000 kilómetros de Pekín) y entra en el teatro tan emocionado que tropieza un par de veces antes de llegar al escenario. La ocasión no es para menos: es la primera vez que el público ha visto su primera película.

El largometraje cuenta la historia de un niño de su pueblo natal: las tradiciones locales, el tierno cuidado de su familia y su enamoramiento inocente. Es la película de una familia y una infancia felices, llena de sonrisas, auténtica. En esa infancia de sueños y banalidades, en un momento dado, a escondidas, el niño roba dinero a su madre para ir al cine. Es el principio de una pasión que llevará al joven a estudiar en Pekín.

Y algunos años después, en este escenario, ese niño ha crecido. Después de ver la película, el director (Huanji), de pelo larguísimo y aspecto desaliñado, reconoce que la historia que acabamos de ver es su historia. El padre que le mimaba y le duchaba de pequeño es su padre; y los ojos de la muchacha de la que se enamora eran los de su vecina. Nos cuenta que ha vendido su casa para poder hacer la película. A sus 29 años, ha podido contar su historia.

Frente a los grandes sueños realizados en otras latitudes (sí, me refiero a Obama) uno abre los ojos y descubre los milagros que se producen en su propia ciudad. Como el de Xiao Mao, que soñaba con poder viajar al extranjero y va a tener una oportunidad a partir de junio: irá a Japón a enseñar chino (“aunque lo único que me interesa es viajar y pasármelo bien”, dice). O como Wen Xiao, que había leído a García Márquez en chino y ahora, después de cuatro años estudiando, puede hacerlo en español ("¡por supuesto que no es lo mismo que en chino!").

Son los sueños de Pekín, algún cumplidos, otros por cumplir. Siempre en el aire.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Otras Madrid

Como cuando aparece un amigo con un peinado distinto, hay veces que Madrid parece otra.

Entre las 8 y las 9 de la mañana -ahora en noviembre- el sol pasa de refilón por el lateral de la Biblioteca Nacional. Será por la amplitud de la plaza que deja ver cielo a su lado. Será por ese aire de cultura solemne de las columnas, y esos triángulos encima de las ventanas, de cuyo nombre desde COU no consigo acordarme. O será por el tono arena de la piedra. Pero si vas pensando en otra cosa y miras de refilón, puede que sueñes estar en París.



O en Barcelona paseando distraído por Alonso Martínez. O viendo la postal de una favela de otro continente, si no apartas la mirada ante los pies indefensos de los niños, las mujeres con las garrafas repletas de agua, las paredes en pie de milagro, en el último barrio derribado.

Otra Madrid entre Atocha y Méndez Álvaro, donde se amontonan contenedores, aparentemente desordenados, con aires de abandono. Los mismos colores ocres, las mismas grúas amarillas que en cualquier puerto,



con el mismo susurro que dejan escapar esas neveras gigantes. Y como no hay edificios, a veces entra una brisa limpia, que ensancha, como si viniera de… como si allí mismo estuviera el…, que lo hubieran traído en contenedores.


Es sólo una esquina.

Como mucho una fachada. Es un sitio de paso, tienes que pararte, cerrar los ojos, entreabrirlos y encuadrar, olvidando todo lo que queda fuera. Es media plaza, es un tono pastel en una pared desconchada. La torre, la iglesia sin ventanas, un estado de ánimo. Está en Madrid. Si pasas temprano, la niebla ayuda… y también a última hora de la tarde, cuando suenan las campanas. Pero es Venecia.



Subiendo Malasaña a la izquierda, hay una calle

de casas de planta baja y colores vivos, más propias de cualquier pueblo caribeño que del centro de Madrid. Por ahí, en la calle del Acuerdo, unos muchos han querido darle un espacio a la utopía: la lucha tiene timbre de propuesta, los niños aprenden a decidir con la palabra (del otro), el mundo está para ser disfrutado, y por eso hay que cambiarlo. Una isla en medio de la meseta donde las cosas tienen valor, y no precio. (No señor, no todo es marketing. Pues sí señor, hay cosas que no se compran). Un patio


donde explota la maravilla, y desde donde uno puede creerse otra Madrid, sentir otro mundo, imaginarse otro país. Lo juro, desde ese patio se tocan las estrellas.

lunes, 25 de agosto de 2008

Bizcos por vacaciones

Hemos andando un poco bizcos este verano, con los ojos encandilados de tanto viaje, desviaje, olimpiadas. El sudor empañaba nuestras miradas y no había quien sacara una visión adelante...Por eso hemos decidido darnos un mes de vacaciones, hasta que el primero de octubre vuelva a darnos las ganas de sentir el calor de la escritura, de la mirada del otro.

Volveremos con sorpresas. Permanezcan atentos.

miércoles, 2 de julio de 2008

Terrazas de Madrid

Se hizo esperar la primavera. No llegó hasta los últimos días de junio tras unas lluvias intermitentes de aspecto monzónico. Y así se habían acumulado durante meses las ganas de ver pasar el rato en las terrazas.

Pero ya está. Han florecido las mesas en las alamedas, las sillas de metal incandescente a mediodía, las sombrillas con publicidad de refrescos sin más vista que la acera de enfrente, sin más brisa que la que sale de los tubos de escape. En Madrid, con eso basta, y ya no se irán hasta que octubre vuelva a poner los abrigos en su sitio.

Por todas partes, en las aceras amplias y apurando los chaflanes, Madrid se quita el stress como quien deja una chaqueta en una silla: en la ovalada Plaza de Olavide, en los kioscos verdes del Retiro, frente al horizonte en las Vistillas o lavapieseando en Argumosa (hay que volver a La Revuelta). En la ya rendida al diseño 2 de Mayo, en Latina en cada esquina, en la Goya pija y en la Usera proletaria. Con sus aceitunas pa empezar, su caña o su clara con casera, su tinto de verano y su pinchito bueno.

La ciudad celebra la jornada continua (¡libres a las 3!), y desde el bostezo de la siesta Madrid toma el tiempo de las conversaciones interminables de París, el desenfado de las discusiones con tés humeantes de Estambul. Y si te lían, el tiempo se alarga en el cielo con azules fluorescentes, y la noche parece no cerrarse nunca para puedas tomarte la penúltima.

En las terrazas de Madrid, por fin, un no-hacer-nada que da sentido a todo. Cerrar los ojos en el primer sorbo para dejar de mirar el reloj por unas horas. El espejismo de libertad que te hace sentir el aire libre. Parece mentira, bastaba sólo eso: unas mesitas de plástico en plena calle, una cerveza en jarra fría, una conversación sin prisas, para que Madrid se convirtiese en un lugar donde poder vivir.



PD: Y luego dirán que jode pagar el suplemento-terraza.

miércoles, 25 de junio de 2008

Guojia, el director de orquesta

Antes que su voz, escuché las notas que salían de su saxofón; antes que su rostro, descubrí sus dedos moviéndose en la oscuridad. La primera vez que vi a Guojia fue desde el tercer piso de la residencia de la Universidad. Decidí apagar el rock de mi estéreo para escuchar la música que venía de fuera. No le conocía de nada. Sólo era una melodía (inspirada, china, auténtica) en medio de la noche.

Poco después, Guojia me confesó que esa era la forma que tenía de avisar a su amiga Marta de que había venido a visitarla. Ni timbres ni teléfonos móviles. El saxofón es lo que anuncia la presencia de Guojia. También me comentó que ese día había tocado más tiempo de lo normal. Pensó que la persona que se había asomado desde el tercer piso era una bella Julieta. “¡¿Eras tú?!”, me dijo después muy contrariado.

Guojia, natural de Hebei (provincia muy cercana a Pekín), es profesor de música en una guardería de la capital china. “Enseñar a los niños es muy fácil. Sólo hay que tener paciencia”, me dice no demasiado entusiasmado. En la guardería, él y el cocinero son los únicos hombres. El resto del personal está formado por mujeres. “¿Contento? ¡Qué va! Demasiadas mujeres. No me hacen ni caso. Se meten todo el día conmigo”.

Guojia gana 900 yuanes al mes (90 euros) más alojamiento y comida. Al ser de Hebei, tiene problemas para trabajar en Pekín, puesto que en China se necesita un permiso de residencia especial para cada provincia (el famoso hukou). No puede trabajar en la administración pública ni en muchas empresas de Pekín.

Muchos en Occidente piensan que el dinero no nos hace libres. A mí me hizo falta venir hasta China y ver a Guojia para darme cuenta de que la pobreza nos hace esclavos. China es un país duro para la mayoría, una tragedia en muchos casos, donde ganar 200 euros al mes es una Odisea. Guojia es uno más de todos ellos, sin casa, lejos de su familia, sin sábados por la noche ni domingos en el salón.

Aún así, Guojia no se desespera. Aunque estudió en una Academia de Policías (ni él mismo sabe muy bien por qué) su sueño es ser director de orquesta. Por eso, cuando nos juntamos en cualquier sitio para tomar una cerveza, Guojia en seguida se anima y se le van las manos de izquierda a derecha, arriba y abajo, intentando controlar nuestros cánticos borrachos. Guojia, al fin y al cabo, se ha salvado: tiene la música.

lunes, 2 de junio de 2008

Las manos

No entiendo nada. La gente me mira raro por la calle. Yo soy la misma, pero parece que no quieren aceptarlo. Como ahora, como ese jovenzuelo del asiento de enfrente que se ha quedado pensativo mirándome las manos. Él no se ha dado cuenta de que yo me he dado cuenta que él se ha quedado 4 paradas fijándose en mis manos, comparándolas con mis zapatos, mi vestido y mi cara. Mis manos que he tenido toda mi vida. Cuando se baja, las vuelvo a mirar para ver si descubro algo extraordinario, pero yo no veo nada raro. Parecía simpático, si lo volviera a ver le preguntaría qué le interesó tanto. Era como si nunca hubiera visto unas manos como las mías. ¿En qué estará pensando ahora? Sé que un poco le gustaron, aunque también le dieron como miedo, como vértigo. Mis simples manos. Se fue como pensando en sus problemas por mi culpa. Me gustaría hablar con él para saber en qué pensaba, y decirle que esas son mis manos de siempre, que no son más que eso, unas manos. No me acuerdo cuando empezó todo esto. Supongo que sería poco a poco, y que al principio no me daría ni cuenta. Pero ahora sucede cada vez que salgo a la calle, y peor aún, ya lo noto en mi propia casa, en mi familia. Ni siquiera me escuchan, pero cuando hago las croquetas de toda la vida, bien que se ponen contentos. Porque yo soy la misma; vale que no esté como antes, y que ya no pueda hacer ciertas cosas, pero no sé por qué tienen que mirarme así. En cuanto ven mis arrugas, es como si me prohibieran hacer nada, sentir nada. A mi edad que no te dejan ni enamorarte en el metro, como he hecho toda mi vida.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Réplicas en Pekín

El 12 de mayo de 2008, en la cantina del señor Wang sólo se escucha el sonido de la televisión. Los lamentos y los ánimos resuenan en las cuatro paredes de su pequeño restaurante, donde cuatro personas comen en silencio con un ojo puesto en la pequeña pantalla. En cuanto atravieso el umbral de la puerta, el señor Wang se dirige a mí con un murmullo: “¿has visto lo del terremoto en Sichuan?”.

Al poco rato, y después de despacharme más rápido de lo habitual, el señor Wang coge el teléfono con las manos a punto de convertirse en gelatina. Marca un número. Cuelga. Vuelve a marcar. Imposible contactar con sus amigos y familiares. Cuelga. Marca un número. Mueve la cabeza de izquierda a derecha, escrutando el rostro de las cinco personas que nos sentamos en silencio en el restaurante. Cuelga. Nadie responde al otro lado, en Sichuan.


En la universidad, el terremoto de Sichuan se ha convertido en un compañero de clase más. Parece el típico alumno silencioso que se sienta en la última fila, que participa poco, pero que todo el mundo sabe que está allí. Basta que se le caiga un lápiz al suelo para que el resto de la clase se acuerde de él.

Ahora, en clase, los ejemplos parecen limitarse a Sichuan y al terremoto. No importa que se hable de deportes, de naturaleza o de relaciones sociales: a los profesores sólo se les ocurren ejemplos relacionados con la tragedia. Y cada vez que suena la palabra, cada vez que alguien dice “dizhen” (terremoto), todos bajamos la cabeza y hacemos como que tomamos apuntes mientras al profesor se le atragantan las palabras.

Antes de entrar al aula, las urnas rojas se amontonan en una mesa de la entrada principal, donde varios estudiantes se encargan de recibir las donaciones. Los estudiantes pasan por ellas en procesión, uno detrás de otro. Los organizadores llevan camisetas blancas en las que han pintado a rotulador mensajes como “todos con Sichuan”, “¡ánimo China!” o “Wenchuan en nuestros corazones”. Por la ciudad, cada día se ven más camisetas con un corazón en medio que dice “I love China”. En los edificios de las grandes oficinas, desde las ventanas, la gente improvisa pancartas de apoyo a las víctimas del terremoto. En los callejones más recónditos, los vecinos han colocado a lo largo de la calle lazos y corazones.


Ayer, varios periódicos cambiaron sus habituales ediciones en color por el blanco y negro. Ni un atisbo de rojos, amarillos o verdes: sólo el blanco y negro de una tragedia que ha acabado con los colores. Los presentadores en la televisión visten de negro de los pies a la cabeza; las páginas web están de luto. El naranja y el rosa se han perdido en la imaginación colectiva.


Una semana después, a la misma hora en la que la Tierra se abrió por la mitad, las 14.28 horas, China guardó tres minutos de silencio. Los restaurantes dejaron de servir comida. Las normalmente congestionadas avenidas de Pekín quedaron congeladas en una fotografía de 180 segundos. En las peluquerías, los trabajadores se quedaron con las tijeras en la mano mientras los clientes miraban al suelo. El hombre que arregla bicicletas debajo de mi casa dejó de trabajar por primera vez en su vida. Y así en Shanghai, en Xi´an, en Guangdong y en Chengdu. Un quinto de la humanidad guardó silencio durante tres minutos.


Durante una semana, miedo e incomunicación. El señor Wang todavía no ha localizado a sus amigos de Sichuan. Nadie responde al otro lado. Una amiga coreana llega llorando a clase: ella tampoco ha podido hablar con sus amigas de la Universidad de Chengdu. Li Feng ha dejado Pekín y ha vuelto a su casa, en Sichuan, para preguntar por las calles con una fotografía si alguien ha visto a su padre. Y en Pekín, como en el resto de China, la gente baja a los parques de forma improvisada con velas en la mano.

A 1.500 kilómetros del epicentro, el terremoto todavía retumba en Pekín.

domingo, 11 de mayo de 2008

Hombres Isla

Una estudiante de Bellas Artes reparte periódicos, de ésos que no valen nada, a las puertas del Metro. Lo dobla lo muestra, y una mano se lo arranca. No hay diálogo. A ella, que le encanta espiar rostros, no le da tiempo -ni ganas- de rescatar una mirada. A veces también toma apuntes mentales de los cambios de luz para la clase siguiente.

En medio de bares, tiendas de muebles, lámparas y somieres. Entre inmobiliarias, abrigos de visón, panaderías de diseño. En medio de Chamberí, una huerta, un vivero, una tienda de flores que de noche se oye respirar y cuando cierra la verja le dan ganas de profanar sus propios rosales.

¿Tiene tarjeta DIA? bip bi bip bip bi bip bi bip bi bip bi bip, ¿En metálico? Son 24’77, con esto hacen 25, y 5 más hacen 30, y la factura. ¿Tarjeta DIA?

A los 14 años todavía no le ha dado tiempo de ser niño. Si lo fuera, diríamos que es travieso. Pero como decidió irse de casa y de país, ahora es la mascota de travestis y camellos en las espaldas de Malasaña. Se hace el duro y es gracioso, cumple con los recados. Y cuando le sale bien un trapicheo, paga 30 euros por quedarse dormido una hora en todos los regazos que le faltan.

En Gran Vía, un limpiador de zapatos para los Caballeros de toda la vida. Su figura encorvada, su trabajo manual, chirría en la ciudad. Él, que sólo se arrodilla ante su trabajo, se da la vuelta y ve alejarse su tiempo.

En su país no sabía que esto se podía hacer. Pero aquí todos le han dicho que, en su situación, es lo mejor. Por la mitad del sueldo de un mes, todo se soluciona. Menos el desamparo a la salida de la clínica, la violencia del mundo en las entrañas, la envidia de cualquier ternura, y encima no se le ocurrió coger paraguas.

Hombres Isla en Madrid, rodeados de soledad por todas partes. Basta un gesto para que se conviertan en península.

lunes, 28 de abril de 2008

Pinceles

Un trazo. Un movimiento rápido sobre el papel. Una pincelada para dibujar un árbol, tres gotas de agua o un esbozo del cuerpo humano. Así es como se forman las palabras en China; juntando dos árboles para decir bosque. Y poniendo un pequeño fuego debajo de ellos para escribir “incendio”.


Dos trazos. En el parque de Ritan, una persona mayor coloca con esmero un pequeño cubo de agua mientras prepara su pincel. A su alrededor la gente realiza ejercicios de Taichi o pasea en la intimidad, y el anciano comienza a dibujar caracteres en el suelo. Lo hace a toda velocidad aunque con la tranquilidad de quien sabe lo que hace, concentrado en cada movimiento, en cada pincelada de agua que deja su marca en el suelo de cemento. Escribe poemas de la dinastía Tang o fragmentos de las grandes novelas chinas. Y los caracteres se quedan en el suelo durante varios segundos, unos instantes en los que la escritura parece tener vida propia, en los que no importa tanto el significado de los caracteres como su elegancia, la forma en la que las palabras son escritas para convertirse en arte. Y dos minutos después los caracteres de agua han desaparecido para que el anciano tenga que seguir escribiendo.


Tres trazos. Los suficientes para expresar el "cielo" y la "tierra". Dos palabras que, como la mayoría de los caracteres chinos, no sólo traen consigo un sonido y un significado, sino también una imagen. Muchos afirman que poder leer poesía china es uno de los mayores placeres literarios universales: porque no sólo se juega con la rima y con el contenido del poema, sino también con esas imágenes (barcos, caballos, insectos, bocas, lunas) que parecen dejar en el poema la marca de la pintura.


Cuatro trazos. La cita es el Instituto Cervantes de Pekín, donde después de una conferencia sobre literatura china y española nos invitan a un cocktail silencioso. Se trata de una actividad experimental para comprobar la fuerza del silencio: mientras las bandejas llenas de canapés y vino se mueven por la sala, el público, durante 30 minutos, no puede pronunciar una palabra. Cocktail. Silencioso.

En medio de este experimento, lo único que escucho son los pasos tímidos de la gente que se mueve en busca de un vaso de vino. El tintín íntimo al chocar las copas. Las miradas que se llenan de significado por la falta de palabras.

Al rato, una chica china se acerca hasta mí con una sonrisa (“¿qué tal”) y un levantar de cejas (“quién eres”). Le respondo tocándome el pelo con las manos (“mierda, no podemos hablar”) y acercándome hasta casi parecer mal educado (“pareces simpática”). En ese momento ella me coge la mano derecha con calma y comienza a dibujar sobre la palma de mi mano caracteres con el dedo índice. Primero dibuja una mano y una lanza (que significa “yo”), después unas gotas de agua, una tapa y un niño (“estudio”) y luego la palabra “español”. Y en esos momentos mi mano ya se ha convertido en una página en blanco y su dedo índice en un pincel. Y ella escribe “lunas”, “corazones”, “hombres”, “manos” y “soles”. Y yo tengo la sensación de que un cocktail silencioso nunca pudo ser tan romántico como en China.

lunes, 14 de abril de 2008

El finde fuera

Pasar el finde fuera. Desde el jueves por la noche, viajar haciendo la maleta, metiendo lo imprescindible: cepillo, calzoncillos, otra camiseta. En la última media hora de oficina ya sólo pensar en el destino, y salir a las 3 como niños del colegio.

Un par de bocadillos. Dejar la ciudad en un desvío, que a eso de las 6 queda infinitamente atrás. Agua y pistachos en la tienda de la gasolinera. La mano haciendo olas de viento en la ventanilla, la meseta que cambia de color.

La llegada eufórica, con la música muy alta y unos estúpidos nervios al abrir la casa. Quizás meter los pies en el mar después de la cena, o dar una vuelta en la plaza, o subir hasta la colina, que no es nada, pero si está al lado… La curiosidad por otra almohada. Y la felicidad que huele a café, a tostadas con tomate y solecito en la terraza.

Y luego hacer algo, cualquier cosa. Cualquier cosa como volver a la cama y que se haga tardísimo. O ir a ese sitio tan especial que siempre dicen y nunca vamos. Pasear por fin, en vez de ir a alguna parte. Y confirmar la alegría de los acentos en los saludos del camarero, porque -ya que estamos- cenamos fuera. Y tomamos eso que sólo lo hacen aquí y está tan bueno.

Levantarse por segunda vez, como de siempre. Apurar la mañana. Hablar con los del pueblo, informarse concienzudamente sobre las antropológicas problemáticas locales. Y calcular la despedida. Con la tristeza de quitar la luz, el gas, cerrar las persianas de fuera, darle doble vuelta a las llaves. Ritualizar la salida. Contar los kilómetros que quedan. Las medias horas, si no hay atascos. Hablar del futuro. Cuando ya aparecen, por última vez en la semana, las estrellas encima del horizonte en movimiento.

Quedarse dormido sobre un hombro, una mano en la barriga hace de manta. Y despertarse con las primeras luces de las fábricas de la periferia. Bostezar llegando a un Madrid inmóvil, tan de domingo que intuye el lunes. Estirar las piernas, sorprenderse de estar en casa.

Pasar el finde fuera. Moverse, viajar. Viajar todo lo que nos dejan. Viajar, y que no importe dónde. Viajar, y que lo bueno sea hacerlo, y lo mejor con quien.

lunes, 7 de abril de 2008

La calle sin nombre

Justo debajo de mi casa hay una calle sin nombre. Al principio pensé que, aunque no hubiera placa al entrar, este callejón debía poseer como mínimo un par de caracteres chinos. Pero nadie parece tener respuesta a esta pregunta. Y, aunque muchos trabajan y viven en este pequeño callejón desde hace años, a nadie le ha parecido tan importante como para ponerle nombre.

La calle es estrecha, de unos cuatro metros de ancho, lo suficientemente grande como para que pasen tres bicicletas y dos viandantes al mismo tiempo. No necesita más. A su alrededor hay obras por todos lados, rascacielos que albergan oficinas de multinacionales y centros comerciales. Pero esta calle se mantiene alejada de las pretensiones de la nueva China, sin marcas de ropa, perfumes femeninos ni televisiones de plasma.

Aquí todas las niñas se recogen el pelo en dos coletas y visten de rosa, y los jóvenes se mueven en bicicleta por ella como si estuvieran en su pueblo. Por la noche los ancianos se juntan para jugar a las cartas o al ajedrez en cualquiera de sus esquinas, y un sofá abandonado hace de bar alternativo para los más rebeldes. La calle tiene tres billares al aire libre con bombillas improvisadas para jugar hasta las dos de la mañana; y durante el día las madres lavan la ropa mientras cotillean con la vecina las novedades del barrio. Al fondo del todo, con una luz violeta en espiral que no deja de girar, hay una peluquería, aunque algunos dicen que a determinadas horas de la noche se convierte en prostíbulo.

De buscarle un nombre a esta calle, debería estar relacionado con la gran variedad de comida que uno puede degustar a lo largo de sus escasos 100 metros. Justo a la entrada siempre está Xin Qiming, que con su gorro blanco y playeros de deporte cocina pinchos de carne en una especie de barbacoa. Un poco más allá una joven (aquí todo el mundo la llama xiaojie) sirve por tres yuanes platos de pasta con verduras y carnes, y una especie de tortita llena de especias picantes. En frente, la gente se sienta en sillas de plástico para comer pinchos hervidos; y a la derecha los niños hacen cola (sin mucho orden) frente a una panadería llena de dulces. En uno de estos restaurantes, con una cocina de dos metros cuadrados y sólo un cocinero, uno puede degustar más de doscientos platos. Una oferta de alta calidad y bajo precio que se repite en cada uno de los rincones ocultos de esta calle, y que de estar en los Campos Elíseos sería considerada como ejemplo de haute cuisine.

A pesar de ser una de las calles más chinas de Pekín, uno respira el aire internacional que le confiere un país tan grande como este. A lo largo de sus restaurantes y puestos de bebidas, uno se encuentra con acentos de Shanxi, Hubei, Sichuan o Hebei, y cada una de estas personas parece venir de un planeta distinto, de unas provincias alejadas cientos o miles de kilómetros de la capital. Y todos ellos, misteriosamente, han venido a parar a esta calle sin nombre.

De todas las personas que viven en este callejón, Wang Deshu se ha convertido en mi anfitrión. Su restaurante tiene el techo lleno de pósters comunistas de hace 40 años y junto a él casi siempre está su hija, que tiene dos años y todavía no va al colegio. Wang me ha pedido que, a partir de ahora, le llame Maestro Wang (Wang laoshi), porque entre comida y comida hace como que me enseña chino. Y, cuando le pregunto por el nombre de esta calle, Wang se encoge de hombros y esboza una sonrisa: “¿Qué te parece la calle del Maestro Wang?”.

lunes, 31 de marzo de 2008

Un barco en Madrid

La Calle Barco quiso zarpar de una plaza donde, en vez de olas, se escucha el murmullo de los botellones exiliados. Una plaza con regusto a Venecia en las costas de Malasaña (vaya usted a saber por qué). Ése es el puerto de la única calle de Madrid con aspiraciones oceánicas.

Calle Barco es una goleta de madera, de esas de una época. Siempre atracada en pleno centro, sólo puede verse de noche, porque son las farolas las que marcan precisas la curva del casco. En los camarotes de las primeras plantas cuelgan las enrededaderas y las macetas sonrientes. De ahí se escapan viejas canciones portuarias, venidas de todos los mares. Y los piratas de fin de semana se marean por culpa de un ron de garrafón y vomitan en cubierta, y los grumetes mean aliviados sin contar con la acción del viento.

En Barco, de proa a popa: un Restaurante ecuatoriano, Café el torero, frente a Moda regalos y Hostal Mozart, al lado de Hnos. Conejero reformas en general, que comparte pared con Bar García. Máquinas de punto, junto a Lavandería autoservicio Alba, Panadería y lácteos, Bar and Company, que está en frente de Talleres Céspedes, un Sex- Shop, y en el camarote del Capitán, Peluquería Zarana y una Clínica dental. Es decir, todo lo necesario para una navegación alegre, una felicidad de andar por casa.

Sin embargo, la goleta naufraga a unos metros de la gloria de Gran Vía. Barco no aguanta la tormenta, y la madera cruje entre las olas concéntricas de las cucharas donde se cuecen el crack y la heroína. La tripulación se resigna al naufragio antes de partir, a vivir sin rumbo en la única goleta que ni siquiera llegó a ver el mar.

Y ahí está este Barco, encallado en medio de Castilla. A pesar de su fortuna esquiva, si pasas por la esquina de su proa, un mascarón te enseñará sus pechos, presumirá de labios, igual que esas esculturas de bronce que surcan el océano. Tú seguirás de largo, con el paso y el aliento entrecortado. En cambio ella acepta su destino travestido, el naufragio al iniciar la travesía, cuando el viento la condujo a la calle Desengaño.


lunes, 24 de marzo de 2008

Sucio y asqueroso Pekín

Al abrir la puerta de casa para bajar a la calle, me encontré con el pasillo mal iluminado y bicicletas por todos lados. Las paredes combinaban el gris comunista con manchas negras (de aceite, grasa y ruedas de bicicleta) y en el suelo a alguien se le había caído parte de la bolsa de la basura. Al llegar al ascensor vi algunas manchas de barro. Ayer llovió en Pekín. Tal vez por eso, las bicicletas, que todo el mundo deja dentro del edificio por miedo al robo (“las bicicletas en Pekín pueden durar menos que un té”), convirtieron los pasillos en un patatal. En cualquier momento parecía que pudiera aparecer una gallina o un pato subiendo por las escaleras.

Así es Pekín. En ocasiones, desde el piso número 11 de mi casa, apenas puedo ver los edificios que están a tan sólo unos metros de distancia. La contaminación es tan pesada que la ciudad parece envuelta por una niebla con aires a Segunda Guerra Mundial; cualquier sonido estridente parece ser el de un bombardero en misión militar. El aire en Pekín está tan contaminado que muchos dicen que es más sano quedarse en casa comiendo patatas fritas que salir a la calle a correr.

Pekín es masculino, rudo y sucio. Tan viril, tan imponente, que a uno le cuesta nombrarla en femenino. Pekín es edificios gigantescos, avenidas interminables, bicicletas estropeadas y empujones en el metro. Pekín huele a asfalto quemado y hace tanto daño como la arena del desierto en los ojos. Pekín es la dentera que produce rascar las uñas sobre una pizarra.

Pero hay otro Pekín. En China se tiene la idea de que las gentes del norte son más bromistas, borrachas y acogedoras que en el Sur. Esta es también una de las marcas de la casa de Pekín, compuesta sobre todo por chinos venidos del norte, que llegaron con sus licores de 60 grados, sus comidas picantes y sus acentos que suenan a Heavy Metal. Pequineses (de toda China) que tiran papeles por el suelo y no cumplen los pasos de peatones, pero que te invitan a cenar a sus casas, te preguntan por tu familia como si fuera la suya y que, después de varias cervezas, son capaces de intentar emparentarte con sus hijas o hermanas.

En Pekín no existe la hipocresía ni las buenas formas, y cuando uno camina por la calle tiene la sensación de cruzarse con hombres y mujeres de carne y hueso, que cantan y escupen por la calle. En Pekín no existe la vergüenza, y los mayores hacen ejercicios de Tai-chi en los parques y los enamorados acuden a las plazas para aprender a bailar. Los niños, cuando tienen ganas, se ríen y mean en la calle. Las mujeres, a las que nadie les enseñó a utilizar un lápiz de labios, son hermosas sin maquillaje ni ropas de marca. Y la ciudad tiene la sinceridad de las personas honestas, francas y directas, que te pueden llamar “hijo de puta” a la cara, pero que siempre te ayudarán cuando lo necesites.

Sucio y asqueroso Pekín.

lunes, 17 de marzo de 2008

Cercanías de Madrid

En el aire se toca el cansancio, las horas extra, los descansos de un pitillo con prisas, la cena de anoche recalentada en el táper. En el vagón de vuelta del tren de Cercanías, las oficinas cuelgan de los párpados, los jefes se agolpan en los hombros, el ordenador deja la misma marca que los ladrillos. Las secretarias, los camareros, los directivos, los albañiles, se sientan con sus fotocopias, sus bandejas, sus decisiones y sus carretillas, aún a cuestas.

Las cabezas asienten vencidas por el mínimo traqueteo, pensando en el mismo sofá, en la bienvenida universal al llegar a casa, en el descalzarse, idéntico en todos los idiomas. Y como se contagian los bostezos, la euforia en los estadios, o se reproducen las caricias, del mismo modo, se van mezclando los sueños que entran cada vez que alguien mira por la ventana.

Por eso, en los vagones de vuelta, también revoltean las nostalgias, los futuros que cumplimos a medias. El de al lado nos pasa sus miedos y su dolor de cabeza. Al abrirse las puertas, huiremos como hormigas. Pero antes, el vaivén ya habrá removido las ideas, habremos dado nuestras ilusiones al vecino, nos habrán pasado una duda con un roce entre codos.

Al igual que los olores, se mezclan las emociones. Y en el trasbordo iremos preocupados, sin saberlo, por aquel sobrino de Colombia, por ese mejor amigo que decidió quedarse, por las malas notas de un hijo, con el meláncolico jet lag de la azafata, recordando el primer día en la obra de un ingeniero polaco... y seguimos andando confundidos, como si llévaramos los zapatos de otro, un número más pequeño.

Eso es Madrid, así es la vida en las grandes ciudades, con sus inevitables cercanías.

lunes, 10 de marzo de 2008

Hong-Kong Travelers (Visiones que nunca vimos)


El tren desde el aeropuerto de Hong-Kong hasta el centro de la ciudad le recordó a los trenes japoneses: moderno, con olor a hospital, de un blanco que parecía dejar ciego a todo el que montaba en él. Akumi llevaba tanto tiempo viajando por Europa que ya casi se había olvidado de los rostros asiáticos. Pero ahora, en Hong-Kong, todo parecía volver a tener sentido: como si la parte de Europa de la que se había empapado en Francia, Alemania y Reino Unido se encontrara ahora con sus raíces asiáticas.

Una vez en Hong-Kong, Akumi se perdió dentro de la enorme estación de metro de Central. Miles de personas subían y bajaban por las escaleras mecánicas, caminaban con paso cansino por los pasillos interminables, corrían a grandes zancadas para coger el próximo metro o se besaban junto a los grandes carteles de publicidad.

Media hora después llegó a Nathan Lu, una calle céntrica donde le habían dicho encontraría los albergues más económicos de la ciudad. No es que un japonés de clase media como él tuviera demasiados problemas de dinero, pero había quedado prendado del ambiente de algunos albergues juveniles en Europa y, desde entonces, su soledad de viajero le llevaba a estos hostales baratos donde encontrar compañías interesantes. En Natham Lu tuvo que hacer todos sus esfuerzos para zafarse de los vendedores que le perseguían con panfletos en la mano.

“Watches, watches… You want a watch?”

Todo parecía al alcance de unos cuantos dólares en medio del delirio de compras. Natham Lu era conocida como la calle de las tiendas, el contrabando, los turistas, la comida rápida, los buscavidas y los prostíbulos.

“Clothes, clothes… The cheapest clothes in Hong-Kong”

Una calle donde los letreros luminosos seguían funcionando durante el día y donde era sencillo comprar una nevera a las cuatro de la mañana. Todo parecía posible en esta calle en la que se mezclaban paquistaníes e indios, turcos y griegos, chinos y japoneses. “Come with me, my friend, I can find a good hotel for you”. Akumi, que debido al ruido de la calle apenas podía escuchar la música de su mp3, intentó buscar una salida a este gallinero.

Por eso, en cuanto descubrió un edificio en la acera derecha repleto de hostales de bajo precio, no dudó en abandonar Natham Lu y penetrar en él. El edificio se llamaba Chungking Mansions, un nombre demasiado pretencioso para un edificio casi decrépito, con azulejos de colores en la fachada y una pantalla gigante en el exterior, pero cuyo interior estaba sucio y desordenado, como la habitación de un adolescente alocado. Las Chungking Mansions eran en realidad un edificio de 16 plantas repleto de hostales baratos, el primer lugar al que llegaban turistas y aventureros, probablemente el lugar más barato donde conseguir una cama en Hong-Kong. A parte de eso, en las Chungking Mansions se desarrollaban otros negocios misteriosos de los que nadie quería hablar. Era un lugar ideal para conseguir visados en algunas horas para China (nadie sabía cómo los conseguían tan rápido), encontrar casa, conseguir trabajo o escapar de Hong-Kong sin pasaporte y sin preguntas. El edificio parecía una región administrativa especial dentro del régimen especial de Hong-Kong en China, como una embajada internacional que se rigiera por leyes propias.

Nada más entrar, a Akumi le llamaron la atención las cuatro casas de cambio de la planta baja. En cada una de ellas había una persona de un color distinto, como si quisieran dar al cliente la oportunidad de cambiar su dinero con la raza de mayor confianza. En la primera había una china, en la segunda un paquistaní, un poco más lejos un hombre blanco y en la de la derecha un africano. Todos rodeados por las mismas cifras de cambio y banderitas de una decena de países.

Para subir al edificio tan sólo había dos ascensores y casi siempre había que hacer cola para cogerlos. Delante de él, una señora negra muy delgada (tanto que casi podría pasar por china) colocaba sus pertenencias en el ascensor. La señora, sin prisas en medio del revuelo de actividad y carreras por los pasillos, colocaba cinco bolsas gigantes en el ascensor. Akumi comenzaba a contemplar otro de los misterios de este edificio. Varias personas al día subían kilos y kilos de pertenencias a distintas horas del día, sobre todo a partir de las doce de la noche. Pero nunca nadie había visto lo que había dentro de esas bolsas de cuadros rojos y azules; y nunca nadie las había visto salir del edificio.

Un policía hongkongnés, que se encargaba de “dirigir” el tráfico de los ascensores, tuvo que empujar a Akumi dentro del ascensor, donde el japonés quedó atrapado entre un paquistaní y un inglés. Akumi no sabía muy bien en qué piso bajarse, así que espero hasta que algunos pasajeros abandonaron el ascensor y se quedó tan sólo en compañía de un hombre alto y blanco, de ojos azules y modales refinados. Bastaba ver la forma en la que tocaba el botón del ascensor para darse cuenta de que a este hombre nunca le faltaría un trapo para limpiarse los zapatos.

Akumi siguió la lógica de algunos de sus amigos europeos y decidió esperar hasta el último piso. Como le habían explicado, cuanto más lejos, más barato. En este caso, y en el piso 16, la regla volvía a aplicarse: cuanto más alto, más barato.

El hombre blanco de modales exquisitos también se bajó en el último piso, y con la educación que le caracterizaba comenzó a hablar con Akumi con su acento británico:

-Are you also coming to the Travellers Hostel?

Akumi, cuyo nivel de inglés no era demasiado bueno, asintió con la cabeza.

-I think we´re at the right place – continuó el hombre blanco-. I´ve heard this is an amazing hostel. Where are you from, by the way?

Akumi entendió la última pregunta:

-I´m from Japan. And you?

-Argelia.

Después de pensar durante un rato, Akumi cayó en la cuenta. Sí, Argelia. Aquel país del que tanta gente hablaba en Francia. Akumi no pudo menos que sorprenderse por este hombre blanco de ojos azules cristalinos, de un acento británico perfecto que tan poco se parecía a la imagen que el tenía de los argelinos.

Al llegar a la recepción, ambos tuvieron la sensación de haber encontrado el hostal más barato de la ciudad. La recepción era en realidad una mesa mal puesta en medio del pasillo, las paredes estaban llenas de grietas y el olor a cerveza ya se había pegado a las ropas de Akumi. En medio de este pasillo y de esta recepción improvisada, cuatro personas se sentaban en sillas de plástico de colores y miraban las noticias de la BBC, donde George W. Bush daba el discurso de fin de año. Los cuatro, en pijama y zapatillas, parecían hipnotizados por las imágenes y tan sólo miraron de reojo a los recién llegados.

En la recepción les atendió en cantonés un chino de Shanghai, y Kim (que así se llamaba el argelino) consiguió comunicarse con él en inglés y solucionar el alojamiento para los dos. El precio era 50 dólares hongkoneses (5 euros) por noche en una habitación de 8 personas. La habitación era vieja y las paredes tenían algunas capas de humedad, pero las sábanas estaban limpias y los baños (a compartir entre 16 personas) funcionaban sin problemas. A Akumi le habían explicado en Europa que esos eran los hostales verdaderos, los de auténticos backpackers: no importaban mucho las instalaciones, pero sí que las sábanas estuvieran limpias y el agua de la ducha caliente.

Una vez en la habitación, ambos saludaron a Eugenio, uno de los inquilinos que todavía se desperezaba en su cama. De pelo rubio alborotado, sus pies sobresalían por uno de los lados de la cama y sus ojos tenían la llama de las personas optimistas por naturaleza. Eugenio saludó a los dos con una sonrisa y comenzó la típica conversación de hostal. El idioma que todos utilizaban, como en casi todos los albergues juveniles del mundo, era el inglés, que en algunos tenía sabor a Asia, en otros a las islas británicas y en otros a sabe Dios qué. Eugenio había dicho que era italiano, pero su acento (con un toque a norte de Europa) y su figura (todavía en la cama, ambos intuían que era muy alto; ojos claros pero con pequeñas manchas rojas, tal vez provocadas por la última fiesta de anoche; pelo rubio y rizado) despistaron a Kim:

-Yes, I´m from the North of Italy, from a region where we speak German. My hometown is Bolzano and my mother tongue is German. That´s why I don´t look very Italian…

- And what are you doing here, man? – le preguntó el argelino Kim – Are you visiting Hong-Kong??

- Not really. Today I´m going to Macao. I´ve heard there is a Casino called Venezia… And well, I just have to go there!! – respondió apasionado Eugenio. En este momento se levantó de la cama a toda velocidad y comenzó a explicar sus planes muy emocionado, sobre todo porque ya se lo había dicho a tanta gente que las expectativas eran cada vez mayores. Al fin, hoy sería el día en el que podría jugar unos dólares en los Casinos de Macao y, por encima de todo, casi como una obsesión infantil, comprobar la extravagancia de un Casino llamado Venecia, donde había góndolas y señoritas chinas que cantaban canciones a la italiana.

- And what are you doing here? - le preguntó el italiano a Kim una vez hubo terminado su discurso.

Kim asumió una vez más esa postura británica que le caracterizaba, dejó su maleta de ruedas en una esquina y se sentó sobre su litera. Comenzó entonces, muy lentamente, a contar un poco su historia. Llevaba seis años viviendo en China, yendo de aquí para allí, enseñando inglés y tocando la guitarra en algunos garitos de Pekín y Shanghai. Si alguien le preguntaba por qué China, Kim se cruzaba de brazos y seguía fumando un cigarrillo. Había muchas preguntas sobre su vida a las que ni siquiera él mismo podía responder. ¿Por qué China? Kim siempre cambiaba de conversación y seguía hablando de música. Era de origen bereber y tenía 6 hermanos (“all of them live in different countries”), los cuales le inculcaron su pasión por la música, sobre todo el Flamenco. En sus viajes por el mundo, siempre contaba a los aficionados a la música la misma historia, el momento en el que murió Camarón y él y sus hermanos se enteraron por la radio. Uno de sus hermanos entendía español y estuvo traduciendo las noticias. En cuanto se dieron cuenta de su muerte, los seis hermanos cogieron sus guitarras y, en silencio, sin tocar ni una cuerda, se pusieron a llorar.

Kim era muy educado, pero también le gustaba hablar. Nunca hubiera interrumpido a nadie en medio de una conversación, pero su tono lento y a la vez persuasivo también impedía que otra persona cortara su intervención. Por eso, en su condición de “experto” de China después de vivir en este país seis años, siguió explicándole a Eugenio sus impresiones sobre Hong-Kong. “Esta ciudad antes era mucho más limpia y más ordenada. La gente respetaba los semáforos, recogía las cosas cuando acababa de comer, no se veía ni un papel por las aceras. Desde que Hong-Kong volvió a ser parte de China todo esto ha cambiado. Y yo lo siento mucho, la verdad, porque antes daba gusto venir a esta ciudad…”, decía Kim mientras movía la cabeza de izquierda a derecha, lamentándose de esta pérdida de “civilización” por parte de una ciudad, Hong-Kong, en la que él siempre se había sentido como en casa.

Akumi comprendía a medias estas conversaciones y se entretenía en su litera ordenando sus cosas y echando un vistazo a la guía de viajes (la versión japonesa de la Lonely Planet). Una vez más, Europa volvía a planear sobre su cabeza. Pocos japoneses hubieran entendido que Akumi viajara solo por países como Francia o Alemania; y muchos menos que se alojara en hostales tan cutres como en el que se encontraba ahora mismo. Europa le había quitado mucho de asiático y le había aportado algo de europeo. La primera vez que alguien le incitó a viajar por su cuenta fue en Alemania, gracias a un grupo de amigos que hicieron de anfitriones en la ciudad de Colonia. “Si quieres ir a París, vete. –le había dicho uno de ellos mientras le rellenaba su vaso de cerveza-. Tú solo eres una persona entera, más que suficiente. No pierdas oportunidades por esperar a los demás”. A lo largo de su viaje, se encontró con tantas personas que le dijeron lo mismo, que ya nunca más volvió a viajar en grupo. “Viajo sola para no sentir la soledad”, le había dicho su medio novia francesa cuando se despidió con un beso en la estación de trenes de Lyon.

Unos ronquidos escandalosos cortaron la conversación entre Eugenio y Kim. Provenían de una de las camas de la habitación, donde debajo de la almohada sobresalía una cabeza de rasgos asiáticos que hacía más ruido que una taladradora. Eran las doce de la mañana, pero el pequeño hombre chino (Akumi no tenía ninguna duda de que era chino) parecía encontrarse en medio de uno de sus sueños más profundos.

Al poco rato, Eugenio preparó sus cosas y se despidió de Kim y de Akumi. “Hoy es mi gran día. Me espera el Casino Venezia”, y salió por la puerta pensando en las góndolas y las canciones italianas, la Plaza de San Marcos y las máquinas tragaperras.

Kim invitó a Akumi a comer algo, pero el japonés, que todavía estaba un poco cansado tras las diez horas de vuelo, prefirió quedarse en la habitación. Afuera hacia frío y Akumi escuchaba el sonido del viento por la ventana, así que se reposó con la guía en sus manos sobre la litera, y con los ronquidos de fondo de su compañero de cuarto se quedó dormido.

………………….


Cuando se despertó ya era de noche y el hombre chino que roncaba como una lavadora estropeada se preparaba para salir a la calle. Buscaba entre sus bolsas, amontonadas en uno de los rincones de la cama, unos playeros con los que acompañar sus pantalones de pana azul oscuro y un abrigo verde muy largo, que le llegaba hasta las rodillas. Era una imagen austera y sencilla, nada que ver con las ropas sofisticadas y atractivas que se podían ver en Central o Admirality. Con ese abrigo verde gigante, que Akumi había visto en el interior de China, el hombre parecía mucho más grande de lo que era. ¿Iría a trabajar? El chino no dirigió ni una palabra a Akumi, cuyos pequeños ojos japoneses le contemplaban desde lo alto de su litera. Cuando se puso los playeros deportivos y ordenó las bolsas sobre la cama, el chino cogió su teléfono móvil –al que dormía abrazado-, escupió en la papelera y salió por la puerta.

Akumi decidió salir a comer algo y pasear por Hong-Kong. Sus amigos europeos le habían dicho que las guías de viajes eran imprescindibles para saber lo que se visitaba, pero que depender de ellas era mucho peor que no haberlas leído. Por eso mismo, y en una noche en la que el cuerpo sólo le pedía perderse, dejó la guía sobre su cama y salió del hostal.

En la calle, las personas iban y venían a través de Nathan Lu, en la misma orgía de luces de colores, vendedores ambulantes y puestos de comida callejeros que le había recibido algunas horas antes. Comenzó a caminar en dirección norte, intentando alejarse de los puestos más turísticos. Pero Hong-Kong parecía una trampa para los reacios a las compras: tras un supermercado venía un centro comercial, detrás un mercado callejero de ropa y muebles, y un poco más lejos una plaza con lo último en tecnología.

Akumi cogió una calle estrecha y se metió en un pequeño puesto callejero cantonés. Allí comió uno de los platos típicos que había visto comer a los locales, un plato de arroz y pato que le dejó más bien insatisfecho. Su estómago no estaba para bromas, así que decidió probar una de las tortitas con huevo y verduras que se estaban comiendo sus compañeros de mesa (siempre era más fácil pedir los platos que uno podía ver, porque se señalaban con el dedo y el camarero comprendía al instante lo que uno quería).

Aunque la oferta nocturna de Hong-Kong ofrecía oportunidades para todos los gustos, una fuerza extraña empujaba a Akumi a volver al hostal. De alguna forma, no se sentía cómodo entre tantas tiendas y tanto movimiento, y el Travellers Hostel se había convertido de repente en su hogar provisional.

Al llegar al hostal, Akumi presenció la misma escena que cuando llegó por la mañana: cinco personas, en pijama y zapatillas, miraban la televisión. Una vez más se encontró con el pasillo estrecho, las sillas de plástico de colores y una pizarra donde el chino de Shanghai llevaba la cuenta de la gente que le había pagado. A pesar de la frialdad de las paredes grises y el mobiliario antiguo, Akumi estaba contento de volver “a casa”. Por alguna razón, este pequeño pasillo maloliente le recordaba a las noches pasadas en el salón familiar de Tokyo. No importaban tanto los muebles como el ambiente de estar por casa, la gente que iba y venía en zapatillas, las distintas lenguas que se mezclaban con el humo de tabaco.

Kim, de piernas cruzadas y fumando un cigarrillo, le saludó con discreción y le invitó a sentarse a su lado. Las otras cuatro personas mantenían una discusión acalorada, señalando a la televisión y gesticulando: aunque estaban viendo una película, parecía que los cuatro estaban comentando un partido de fútbol.

“Aquel de pelos largos y cazadora azul es español, al parecer está dando la vuelta al mundo. – le explicó Kim - El que está a su derecha, con la chaqueta marrón de pana, es francés. Creo ha venido a ver a su hermana, que trabaja en Beijing. La que está frente a ellos es portuguesa y, si no he entendido mal, es descendiente de uno de los administradores portugueses de Macao que todavía sigue viviendo allí. El otro, el que menos habla, es italiano”.

-Pues la chica portuguesa parece china – comentó confundido Akumi.

-Sí, creo que su madre era cantonesa.

-¿Y en qué lengua hablan? – le preguntó Akumi muy interesado.

-Cada uno habla en su lengua.

-¿Cómo?

-Sí, el español habla en español. El francés en francés. El portugués en portugués. Y el italiano, cuando habla, lo hace en italiano.

-¿Y se entienden?

-Bueno, como ves están teniendo algunos problemas. Sobre todo con el francés, al que no hay Dios quien le entienda…

Los cuatro seguían enfrascados en una conversación que, desde fuera, parecía apasionante. Movían los brazos de arriba abajo y se señalaban los unos a los otros, como si se fueran dando el turno para hablar. El español y el francés intentaban seducir con sus armas a la portuguesa-china, cuya mezcla de rasgos occidentales y orientales llamaban la atención en un pasillo con tan poca elegancia. Además, hablaba cantonés, portugués e inglés a la perfección, lo que la convertía en la única persona que podía moverse en tres continentes distintos. Cada vez que utilizaba una lengua diferente su rostro y su expresión se transformaban, como si dentro de ella hubiera al menos tres personas distintas. El español había encontrado en ella un misterio fascinante, un puzle de culturas que le hubiera encantado saborear; como una casa llena de habitaciones, cada una de ellas con una persona distinta a la que descubrir.

Al poco rato, el italiano Eugenio hizo acto de presencia, atravesó el pasillo y se acercó a Kim y a Akumi. Por la gracia con la que desplegó otra de las sillas de plástico y se sentó junto a ellos, Kim comenzó a sospechar que Eugenio habría ganado unos miles de dólares en el casino. Se quedó en silencio durante algunos segundos, sonriendo y con la mirada perdida en la televisión, hasta que Kim le sugirió (“please, man”) que les contara su experiencia en Macao.

- Ah, si… ¿El Casino Venezia? Pues es un buen sitio –dijo mientras cruzaba una pierna sobre la otra y se hacia el interesante. Su pelo rubio rizado seguía tan alborotado como por la mañana, lo que hizo pensar a Kim que no había sido un accidente mañanero, sino un look intencionado-. La verdad es que es lo único que vi de Macao. En cuanto llegué al Puerto cogí un taxi y me fui hasta allí. Bueno, estos de Macao están como cabras. Al parecer los que están detrás de este negocio son propietarios de uno los casinos más grandes de Las Vegas –Eugenio levantó entonces la mirada y captó la atención del “grupo latino”, que al escuchar “Las Vegas” giró la cabeza como una sola persona. Eugenio estaba encantado de tener más público para su historia-.

- ¿Las Vegas? – se sorprendió Akumi.

-Sí, sí, Las Vegas. Bueno, el sitio es una locura. Cuando llegas allí, en el interior del Casino, tienen unas cuantas góndolas que recorren algunos canales que han creado artificialmente. Si te juegas unos dólares en el Casino luego te llevan gratis en Góndola.

- Sí, algo había oído – confirmó Kim.

- Bueno, yo monté en una de estas góndolas, y lo primero que hice fue decirle a la señorita que la dirigía que Venecia no era así. Que la imitación era un poco mala – aquí Eugenio sacó su orgullo patrio -. La chica se quedó muy sorprendida y me preguntó de dónde era. Y, claro, cuando le respondí que era italiano, la pobre me miró con una carita…

El otro italiano, hasta entonces casi mudo, soltó una carcajada que se escuchó 16 pisos más abajo, en Nathan Lu.

-¿Y tú has estado en Venecia? –no puedo evitar preguntar el español.

-La verdad es que no – respondió Eugenio avergonzado, mientras todos se echaban a reír y se olvidaban de la televisión por un momento.

En medio de este ambiente festivo, un nuevo invitado se sumó a este salón improvisado en el piso 16 de las Chungking Mansions de HongKong. En cuanto entró por el pasillo, el olor a alcohol (aquello no podía ser sólo cerveza) hizo que todo el grupo se fijara en él. Cogió otra de las sillas de plástico que se amontonaban en una de las paredes y se colocó cerca del español de pelo largo y cazadora azul, Enrique, que ahora intentaba reiniciar la conversación con la portuguesa-china. El recién llegado, que era estadounidense y se llamaba Jon, bebía cerveza Tsingdao y fumaba cigarrillos Zhongnanhai como si le fuera la vida en ello. No pudo estarse callado durante mucho tiempo:

-¿Where are you from, man? ¿Spain? –le preguntó a Enrique.

-Yes.

-Fuck you, man. Your Spanish sucks… -decía el estadounidense, que a duras penas podia mantener el equilibro sobre la silla- The real Spanish, you know, is the one spoken in Texas… That´s good Spanish, man –dijo mientras le daba un ligero puñetazo en el hombro.

-Yes, sure. I guess so – dijo con ironía Enrique–. Your Spanish must be very good, then…

-Excelent!! Mio español es muy bueno. Tuyo es español es muy muy malo. Creo que tener tu venir a Texas… – no era sólo que la gramática y los tiempos verbales estuvieran equivocados, sino también que tenía un acento tan fuerte que Enrique a duras penas podía comprenderle. Decidió seguir en inglés – Yes, your Spanish sucks. You sound like a queer. You must come to Texas – el texano introdujo entonces una sonrisa y miró al resto del grupo buscando su complicidad, aunque todos miraron para otra parte.

El español decidió no entrar al trapo y seguir hablando con la portuguesa-china, que le parecía mucho más interesante. Enrique no conseguía concentrarse y contarle los proyectos que tenía para los próximos meses (entre ellos pasar tres meses en Vietnam, Camboya, Laos y Tailandia sacando fotos para luego editar un libro en España) porque su mirada se perdía adivinando formas debajo de la blusa y los vaqueros gastados de la portuguesa-china. ¿Cómo sería ese cuerpo asiático-europeo desnudo? ¿Cómo sería perderse con ella entre las sábanas durante una noche?

Había comenzado hacía dos meses esa vuelta al mundo que muchos consideraban una locura. Ni siquiera él sabía muy bien cómo había comenzado todo. ¿Fue en un anuncio en una agencia de viajes? Lo cierto es que su objetivo había sido visitar Asia para sacar fotos, pero una vez que comenzó a comprar billetes de avión y a hacer planes todo se salió de madre: Australia, Nueva Zelanda, Argentina, México… hasta diseñar una vuelta al mundo que todavía no sabía si completaría del todo en un año o se prolongaría algunos más (hasta que le dudara el dinero ahorrado).

Mientras tanto, el francés le intentaba sacar algunas palabras al italiano, y Kim y Akumi hablaban ahora del compañero de habitación chino.

-¿Has visto como ronca? Por Dios, nunca antes había visto nada igual. En Argel yo dormía con mis 6 hermanos en una habitación y siempre había alguno que roncaba, pero nada parecido a lo de este hombre. Y lo peor de todo es que no para ni un segundo. En cuanto cierra los ojos se pone a roncar.

-Sí, siempre es así en estos hostales – le respondió Akumi rescatando algunas de las frases de sus amigos alemanes-. Si duermes en una habitación con 6 personas, puedes estar seguro de que al menos uno de ellos va a roncar.

-Me acuerdo ahora de una historia que me contaron cuando estaba en el ejército –comentó Kim mientras miraba al techo.

-¿Tú estuviste en el ejército? –le preguntó el español, que no se podía imaginar que este argelino de ojos azules y acento británico hubiera formado parte del ejercito de Argelia.

-Sí, tres años –todos los presentes, menos el texano, produjeron algún sonido de sorpresa-. Allí me contaron la forma de matar a un hombre mientras ronca.

-Ma come?? - clamó el italiano, que sólo hablaba a través de exclamaciones cortas.

-Es muy fácil. Mientras está roncando, lo único que tienes que hacer es soplarle al oído –y Kim se puso a representar esta escena en medio del pasillo, soplando muy despacito en la oreja imaginaria de un durmiente cualquiera- De esta forma, el que está durmiendo piensa que está expulsando aire, y de forma automática deja de echar aire por la boca y tan sólo respira hacia adentro. Yo nunca lo he probado, pero mis generales decían que funcionaba.

Todos se quedaron asombrados por la lección magistral de Kim, que en cuanto acabó encendió uno de sus cigarrillos alargados de menta. Nunca los había fumado en Argelia o en otros países, pero en China estaban de moda y además le parecía que le daban mucho estilo. “A las mujeres chinas les gusta ver a un hombre que sabe lo que fuma”, dijo entre risas.

Mientras el estadounidense se levantaba para comprar otra cerveza en el café de Internet que había en el pasillo, una chica de Hong-Kong se unió a la reunión nocturna. Llegó desde las habitaciones, oliendo a perfume, con tacones altos y vestida de negro. Su imagen, sacada de una película de blanco y negro, contrastaba con los pelos largos del español, el olor a cerveza y el gris del pasillo.

Kim le ofreció uno de sus cigarrillos, pero ella lo rechazó con un movimiento de mano y prefirió coger uno de su propia pitillera. La primera conversación parecía tan estipulada en este albergue, que a Kim, tan educado de costumbre, le salió ahora su aire práctico: “Name? Country? Why?”.

La chica, en principio ofendida por las formas, enseguida se tranquiló al mirar a los ojos a Kim.

-Elisabeth. Hong-Kong. This place is cheap.

A todos les sorprendió encontrarse con una chica de Hong-Kong en un albergue como este, así que Elisabeth (no quiso dar su nombre cantonés porque decía que los extranjeros no podrían recordarlo) tuvo que explicarse un poco más: “Me estoy mudando de casa, a un lugar en la Isla de Hong-Kong –y cuando dijo este nombre le dio una calada a su cigarrillo, para reafirmar la importancia del lugar más caro de Hong-Kong -. Pero todavía tengo que esperar algunos días”.
Kim aprovechó una vez más para explicar su teoría sobre Hong-Kong y China, una teoría que contaba a cada extranjero como si fuera la piedra filosofal… Hong-Kong había cambiado mucho desde que había pasado a formar parte de China, decía Kim con aires de experto, y la ciudad se había vuelto menos civilizada y más sucia.

-Sí, yo también estoy un poco harta de los chinos – dijo Elisabeth con aire despectivo.

- ¿Pero tú no eres china también? – le preguntó Enrique, que le gustaba “picar” al personal.

- Sí y no. Claro que soy china, pero también hongkongnesa – Elisabeth dudó un poco sobre cómo explicarse, hizo una pausa y luego continuó -. Nosotros no somos igual que el resto de China. Desde la unificación, Hong-Kong cada vez va peor. Yo no tengo nada en contra de la gente que viene aquí a trabajar, pero lo que hay que hacer es controlar un poco más la gente que entra en Hong-Kong…

- Pensé que para los chinos era muy muy difícil entrar en Hong-Kong, incluso de vacaciones – siguió Enrique.

- No sé lo fácil o difícil que es, lo que está claro es que desde la unificación cada vez hay más inseguridad en las calles. Mira, el otro día, en el periódico, salía una noticia de la cantidad de gente de Hongkong que había sido atracada en Shenzhen. ¡Es increíble! – Elisabeh abrió sus ojos rasgados y su boca al mismo tiempo, como si estuviera en plena campaña política y tuviera que convencer a los presentes de que lo que decía era cierto- Los chinos nos ven como dólares andantes. Y, además, no les importa nada apuñalarte, robarte o pegarte una paliza. Para ellos la vida de una persona no vale nada.

El español pensó en intervenir de nuevo, pero al fin y al cabo la que estaba hablando tenía el respeto de ser la única en toda la sala de Hong-Kong. Aunque sus ropas pretenciosas y su forma de fumar no le gustaban, lo cierto es que ella era la única que llevaba en Hong-Kong más de tres noches.

-De hecho, últimamente se está poniendo de moda una nueva forma de robar teléfonos móviles – en estos momentos Elisabeth adoptó un tono tan dramático que todo el público, menos el estadounidense, que ya había vuelto a ocupar su silla, la escuchaba con devoción religiosa-. Lo hacen los chinos y se trata, simplemente, de que te cortan la mano mientras estás hablando por teléfono. ¡Te cortan la mano para robarte el teléfono móvil!

Un silencio sepulcral y un aire de escepticismo invadieron el pequeño pasillo que hacía de salón en el Travallers Hostel. El español estuvo a punto de soltar una carcajada. Kim la miraba con expectación y mucho respeto, contento de que su teoría sobre la llegada de los chinos a Hong-Kong fuera apoyada con tanto entusiasmo por una nativa. Akimo, cuya imagen de los chinos siempre había sido mucho más agradable que la presentada por Elisabeth, miró al suelo y se preguntó si tal vez no habría entendido muy bien la afirmación de la hongkongnesa.

Después de unos segundos de silencio incómodo, Enrique intentó desviar la atención de los presentes cambiando el canal de televisión. Su táctica funcionó al instante, sobre todo cuando, después de pasar por películas, noticias y series, llegó a un canal en el que sólo se veían osos panda en la pequeña pantalla. “Podría ser el famoso zoo de Chengdu”, comentó Elisabeth. La música recordaba a esas canciones para niños pasadas de moda, tal vez la banda sonora de un programa infantil o de dibujos animados. Todos quedaron atontados durante varios minutos viento a los pandas, que lo único que hacían era comer y dormir.

-Yo también quiero ser un panda – bromeó el español.

-¿Un panda? Vaya gilipollez – soltó el texano.

-Parece una vida un poco aburrida… - respondió Eugenio.

-No es que tengan la vida más divertida del mundo, pero nadie puede decir que vivan mal –comentó Kim.

-Yo los veo muy felices – dijo Elisabeth. – Este canal es muy bueno. Yo todos los días lo veo 5 o 10 minutos para relajarme.

-Bello – comentó el italiano.

Al poco rato, el salón improvisado del Travellers Hostel se quedó casi vacío. La primera en abandonar su asiento fue la portuguesa-china, a la que siguieron el español Enrique y su cámara de fotos (de la que nunca se separaba). El italiano que hablaba a través de interjecciones y Eugenio (todavía pensando en los casinos) desaparecieron por otro de los pasillos hablando italiano. Kim se disculpó con una sonrisa y se fue para la cama, mientras Elisabeth, que respondía a una llamada de teléfono, se fue hablando por el móvil hacia la calle. El francés se quedó más solo que la una y no tuvo más remedio que saludar a Akimo con la cabeza e irse a la habitación, mientras el estadounidense Jon ya se había quedado dormido sobre la silla de plástico con una cerveza en la mano.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Feliz Cumpleaños

Visiones cumple un año. Y para celebrarlo, como un niño al que le permiten un capricho, hemos decidido regalarnos un primer deseo, y empezar así las "Visiones que nunca vimos".
En Madrid es de noche, y quizás en Pekín ya esté amaneciendo... En París y Florencia, el Sena y el Arno resplandecerán como si fueran a estallar. Como siempre…Y este cumple son sólo unas horas compartidas para (por una vez) mirar atrás y darnos cuenta que Visiones, al menos, hace que sus autores presten atención a las maravillas que tienen a su alrededor. Y eso es el máximo que se podía esperar de este recién nacido.
Sabemos que gateamos, que andamos a tientas, que no sabemos lo que hacemos. Pero en este año ya hemos comprobado nuestra primera intuición: el camino sólo se ensancha con la mirada del otro. Visiones siempre empieza con un trazo: un destello, un alguien, un algo que luce distinto. Se esboza en nuestra escritura, en nuestras cámaras o micrófonos, pero el dibujo sólo toma forma en otra mirada. La tuya.
¡Feliz Cumpleaños Visionarios!

lunes, 11 de febrero de 2008

Horizontes imprevistos

Dicen que Madrid no tiene horizontes. Y es verdad que hay pocos. Por eso, cuando surge uno es siempre una sorpresa, un respiro en mitad del agobio, un placer imprevisto.

Como el horizonte desde un Parque de Entrevías, frontera popular de Vallecas. (Popular porque hay sábanas en las ventanas, la gente se saluda y discute en los portales, las mujeres van a la peluquería en pijama y hay rostros tallados por la heroína). Al salir de la estación, una plaza con vistas a Madrid: la ciudad se superpone a sí misma formando una escalera de techos, desde las primeras casas bajas hasta los lejanos rascacielos. Y al fondo la sierra, desenfocada tras la corona de contaminación. Desde aquí se ven los límites de de la ciudad, te das cuenta que no estuvo siempre, que ha sido construida a base de tropiezos, que también fue pequeña y ha crecido hasta convertirse en todo un horizonte… Por eso, desde este parque de Entrevías, Madrid se muestra abarcable, abrazable, se deja querer.

Nunca esperas encontrar surrealismo en un aeropuerto. Pero desde los ventanales de salida de Barajas (T2), han permitido un horizonte para acoger tantos suspiros, despedidas, cansancios. Los aviones trazan diagonales sobre un fondo de colores imposibles. Tras el atardecer, la sobria colina castellana se pone naranja, como de guerra de las galaxias, resplandeciendo sin motivo. El azul se condesa, se satura, y al acercarse la noche contiene la oscuridad en un instante flourescente. Y si añadimos un cambio de horario y una luciérnaga despistada, ya tenemos un horizonte sacado de un sueño.

En el Parque del Oeste los malos humos de la ciudad no traspasan la primera línea de pinos. En una esquina hay un montículo de tierra, un solar de apenas unos metros. Desde allí, los árboles se separan para hacer hueco y que el sol caiga entre sus copas. La visión se ensancha. Los cuerpos se calman. Los tiempos ya son otros, y el sosiego en la retina contagia al pensamiento. En el Parque del Oeste -es lógico- un atardecer, una esquina del mundo que da ganas de envejecer de repente, si tienes a alguien a quien coger de la mano y respirar hondo.