lunes, 31 de diciembre de 2007

Un 25 de diciembre con sabor a 4 de febrero

25 de diciembre. Las calles de Pekín se despiertan atascadas con cientos de coches. En la Universidad, los estudiantes se agolpan en la biblioteca para preparar sus exámenes. A la una de la tarde, el telediario vuelve a ser tan aburrido como de costumbre: el presidente de China “inaugura un pantano”, una nueva empresa estadounidense llega a Shanghai, otra autopista que se construye a cientos de kilómetros de la capital.

1 de enero. El tenderete de debajo de mi casa prepara pinchos desde las siete de la mañana. El profesor de expresión escrita llega puntual, a las ocho. Antes de ir a trabajar, las parejas se separan en sus casas con una caricia. Y algunos niños lloran en la guardería cuando sus padres les sueltan de la mano.

Ni anuncios de Navidad, ni cordero, ni lucecitas por la calle. Ni sopa de marisco ni los mazapanes de la abuela. Ni cestas de la compra ni “hay que ver lo caros que están los langostinos este año”. El teléfono no suena más de lo habitual en casa y no se escuchan villancicos en los supermercados. Nadie grita por las calles “Feliz Navidad”; y el viejo Papá Noel, presente en algunas tiendas y con ojos achinados, parece más cansado que de costumbre.

Ni uvas ni campanas. Ni Ramón García en la televisión ni vestirse de gala la noche del 31. No hay fiestas con barra libre ni sonrisas al abrir las botellas de champán. Ni fuegos artificiales ni fotografías. No se escucha el “qué rápido pasa el tiempo”; ni hay momentos para el "a ver si el año que viene dejo de fumar”. No hay resaca monumental, ni películas maratonianas la tarde del 1 de enero.

Y, por encima de todo, naturalidad. Aceptación. Como si, por un año, la Navidad no existiese. Y esto fuera lo más normal del mundo.

lunes, 10 de diciembre de 2007

China en color



lunes, 3 de diciembre de 2007

La ciudad ocupada


La ciudad estaba ocupada. Sitiada por un ejército de instantes que revoloteaban entre las piernas a cada paso. La ciudad entera sumergida; tan empapada de invasión que era imposible salir a la calle sin mojarse.

La ocupación sucedió deprisa, cuestión de semanas. Profunda e inevitable como un cambio de estaciones. Y con más dolor que miedo. Con más miedo que lamento. Indefensa, la ciudad aceptó su propia conquista.

La ciudad fue ocupada desde el primer bostezo hasta el vaivén de los columpios inútiles por la noche. Invadida en sus últimos rincones: la estela de las bicicletas, la corteza de los árboles, el borde de las almohadas. La ocupación se colaba entre las rendijas que dejan abiertas las canciones, los diálogos de las novelas. Se apoderó de la espera en los andenes y el perfume de castañas. Incluso cambió el alma de las calles, como hace la nieve con los parques. Y como pasa siempre cuando nieva, pareció que todo sucedía por primera vez.

El caos tomó la ciudad. La invasión instaló túneles de tiempo como otra red de metro. Las ventanas de las buhardillas reflejaban el futuro. En los restaurantes indios el postre se tomaba en Calcuta. Y en la confusión, podías quedarte encerrado en una caja de galletas, mientras paseabas distraído por el centro.

En las plazas no cabía otro recuerdo. No podías sentarte en ningún banco, ir a ningún teatro, porque estaban repletos de suspiros. El ejército había tomado posiciones en las salidas del metro, en los miradores y los tejados, en cada camino de vuelta a casa; y por la tarde disparaba con el viento, camuflado entre los destellos de las hojas.

Sólo quedaba rendirse sin condiciones. La ciudad estaba ocupada. Toda Madrid asediada por un solo deseo, una sola piel, una sola ausencia.



“tú me recuerdas las cosas, no sé, las ventanas”
Silvio Rodríguez



lunes, 26 de noviembre de 2007

La mujer de seda

A lo largo de sus seis plantas, el mercado de la seda de Pekín es una réplica en miniatura de la fábrica del mundo, el ejemplo más claro del famoso made in China. Es el lugar donde acudir para volver a casa con las maletas llenas de regalos: desde cámaras de fotos hasta calzoncillos de emperador, pasando por cinturones de cuero y perlas con las que deslumbrar a tu pareja.

En uno de los rincones de este mercado de la seda, unos zapatos tropiezan en mi camino. Cuando me quiero dar cuenta estoy sentado en la tienda y hablando con su dependiente, una mujer que parece haber nacido para sonreír.

Mientras me muestra todos los zapatos que se amontonan en su tienda (deportivos, de traje, serios, desenfadados, marrones, negros) mi mirada se concentra en su silueta (esbelta, casi como un rascacielos convertido en persona). Lleva el maquillaje justo y necesario; sin la exageración de algunas chinas que intentan pasar por modernas, sin el infantilismo de las caras vírgenes. Miro a mí alrededor y me doy cuenta de que casi todo el mundo viste ropas grises; sólo ella parece hacerlo de azul.

Hablamos y hablamos. Regateando a medias, como si el precio de los zapatos en realidad no fuera importante. De repente, sin avisar, me pregunta si tengo novia, y en este momento todo parece posible (llevármela de esa tienda de zapatos, atravesar China, enseñarle español). Le contesto que estoy soltero, a lo cual añado una confesión: “¿sabes? me gustan más las chicas chinas que las españolas”. Ella me responde con una sonrisa que podría sustituir todas las luces de París:

- Pero las chicas españolas y las chinas somos muy diferentes. Las españolas tienen muchos novios. Aquí en China, sólo uno. Desde el principio y hasta el final.
- ¿Y tú ya tienes novio? – le pregunto como quien intenta abrir un tesoro recién encontrado.
- Sí . Ya lo he encontrado. Y sólo uno. Desde el principio y hasta el final.

En 5 minutos, nuestra relación fue tan intensa que me parecieron años. Tuvimos nuestra primera cita en una tienda de zapatos; un regateo que fue nuestra primera discusión; y me pareció que nos acostamos juntos cuando una tira de su sujetador rojo se deslizó por su hombro, y después su codo rozo el mío. Al rato nos reconciliamos con los 200 yuanes del precio final, y en ese momento creí que estaba firmando la escritura de nuestro matrimonio.


Pero ahora ya tengo los zapatos en la mano (en la suya están los 200 yuanes) y me dirijo al metro con la sensación de una derrota. Atravieso el resto de tiendas sin escuchar los gritos de sus vendedoras. No hay nada que hacer, sólo seguir caminando como si nada hubiera pasado. “Sólo uno”, me repito. “Sólo uno. Desde el principio y hasta el final”.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Tiempo de merienda


“Para leche cuatro, dos crema y un gordo” = Cuatro cafés con leche, dos napolitanas de crema (buque insignia del local) y un auténtico rascacielos en materia de bizcochos. Es el código La Mallorquina, recitado entre el tintineo incesante de platos y cubiertos. En una esquina de la Puerta del Sol, Madrid se ha detenido durante más de un siglo para el desayuno llegando tarde, el café de media mañana, la merienda interminable y llevar unos dulces a la cena de esta noche.

En La Mallorquina media docena de camareros, con su desdén medido, su sobriedad castellana. Con la pajarita torcida y el blanco de la chaqueta rígida que envejece al ritmo de sus dueños. “Para llevar en la otra barra”, donde los pasos de anudar las bandejas respetan una tradición pragmática e inviolable, aunque ahora la ejecuten chicas que nacieron en Varsovia o al otro lado del Atlántico. Y todo tiene una elegancia castiza, casi cutre, de tía-abuela recibiendo visita...

SALA OCUPADA, advierte el cartel colgado en la barandilla de la escalera. Arriba los camareros sortean las mesas, resignados y orgullosos. Y tras la cristalera, la ciudad está tan lejos. Por una vez Madrid anda despacio, y la tarde dura un cotilleo, y qué bien que nos vimos, esto hay que hacerlo más a menudo, y cómo se pasó de rápido (al ver que se encendieron las farolas), pues anda que no hablamos… Y se habla hasta que los problemas se desmigajan como el hojaldre, y la vida reposa como las cucharas en los platos.

Porque la merienda parece mejorar al hombre, devolviéndole un tiempo donde están prohibidos los relojes. En La Mallorquina las señoronas con abrigo de visón -de todo a cien- se vuelven tiernas mojando el bizcocho en chocolate. Nadie puede ser malo con el bigote lleno de espuma de café. El olor de la última bandeja de croissants aplasta la artificialidad de los perfumes, hace olvidar las hipotecas. Y los ejecutivos dejan atrás la prisa saboreando tartas rellenas del recuerdo de sus abuelas. Es la hora de la merienda. Nunca la burguesía fue tan entrañable.


lunes, 12 de noviembre de 2007

Abuelos, bicicletas, pinchos

De Pekín, me gusta ver a los abuelos (de ochenta años) saltando a la comba. Rodeados de rascacielos o en diminutos callejones. Como si acabaran de salir de clase y tan sólo tuvieran unos minutos para disfrutar del recreo. Compiten con sus nietos en ver quién da más saltos y, cuando los niños miran hacia otro lado, aprovechan para hacer trampas. Sus caras cuentan tantas arrugas como años y sus manos parecen salir de una ducha demasiado larga; pero saltan con la agilidad de los jóvenes que lo darían todo por hacer realidad sus sueños. Al fondo veo a otro anciano con una comba en la mano; parece que ahora van a saltar por parejas.

De Pekín, me gusta contemplar a las parejas que van juntas en la misma bicicleta. Normalmente es el hombre el que da pedales y la mujer la que le susurra algunas palabras al oído. Los dos se mueven entre la multitud (siempre es así en Pekín) como si estuvieran volando en dirección contraria al resto del mundo. A veces, ella se agarra a su cintura como si fuera la última cosa que quisiera perder en su vida. Otras, apoya su cabeza sobre su espalda y aprovecha para dormir un rato. Si ve que él se despista, se encuentra con sus manos en el volante, y una caricia basta para indicarle que se ha equivocado de dirección. A veces les persigo hasta que mis piernas no pueden más, lamentándome de que nuestro individualismo europeo nos haya arrebatado placeres tan sencillos como éste.

De Pekín, me gusta tomar pinchos en los puestos de la calle. Mezclarme con la gente y el humo, intentar oler a comida. Preguntarles si hoy se han vendido más pinchos de pollo o de ternera, y contestar con orgullo que yo también puedo comer picante. Comer tres o cuatro en el mismo sitio, sin moverme, aconsejando a los nuevos que llegan que tomen las bolas de pescado en vez de los hígados de ternera. Decir que vivo en Pekín –como si hiciera falta que yo también me lo creyera- y responder con una sonrisa amable “sí, estudio chino en la Universidad”. Ahora hace calor y huele bien. Como si, desde España, mi hogar se hubiera trasladado a los dos metros cuadrados que ocupa el chiringuito.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Las cosas del Rastro

En el Rastro hay un manco que toca la guitarra con un garfio. Y una banda de kurdos obliga a bailar al que se acerca. Hay espejos encantados, elefantes de porcelana, postales del Papa fumando un porro, alfombras místicas. También hay teléfonos de ruedita, clavos centenarios y los costureros que heredaron todas nuestras abuelas. Y alrededor de cada objeto, la estela de las manos de sus primeros dueños.

A las 7 hay una gitana que se enfada con los palos de metal de su chiringuito. Hay un hombre que ha esperado toda la semana para encontrar un último sello, aunque luego se ponga a ojear portadas amarillentas del Interviú (hay que ver qué buena estaba la Carmen Sevilla). Al lado de mujeres que gritan bragas a dos euros, que escandalizan a escritores disfrazados de escritores buscando las primeras ediciones de sus libros.

El Rastro está a la última: hay cartuchos de tinta pirata, y un boliviano recién llegado llora cuando tropieza con los pantalones que vendía en el mercado de su pueblo. En cuatro calles conviven colecciones insensatas, armaduras medievales (6.000 euros), y un judío barbudo vende estrellas que se transforman en coronas que sirven como pulsera, y que en verdad son pelotas de alambre. Y cintas blancas de un concierto de Los Panchos, y manos en los bolsillos para que las carteras no cambien de dueño.

En el Rastro, de empalmada, una macarra que empezó anoche con kalimocho en Malasaña, se ha convertido en princesa sólo por querer probarse un vestido verde de otra época. Y un grupo de mochileros austriacos, que no entiende nada pero esto les encanta, perderán el avión por tomarse la penúltima. Al lado de Juan, que pide lo de siempre, extrañado porque es la primera vez que va al Rastro sin su hija. Y cómo pasan los domingos, que de pronto son años…

Y poco a poco se apaga el murmullo del comercio, y a media tarde sólo quedan plásticos y cartones solitarios, panfletos anarquistas y dietéticos, y si hace viento forman remolinos con la publicidad del restaurante vegetariano de los hare cristnas. Y a pesar de la brisa, el aire es pesado, tristón; por culpa de los fantasmas de las cosas del Rastro, que se quedan paseando nostálgicos por las calles de Madrid.

lunes, 29 de octubre de 2007

Volver a la guardería

Para despertar en Pekín es necesario hacerlo sin el pijama de toda la vida; porque aquí ya te no queda bien. Hay que olvidarse de tomar un café por la mañana y de escuchar las noticias por la radio. Dejar a un lado las llaves del coche, volver a la guardería y cambiar de nombre. Porque aquí ya no te llamas ni Jorge, ni George, ni Jordi. Aquí eres otra cosa.

En Pekín eres el guiri al que los niños persiguen por la calle y tiran de los pelos de las piernas. Eres el extranjero que no sabe utilizar palillos y no sabe pedir comida en el restaurante. Eres el único que se pierde entre las callejuelas y sus abuelos jugando a las cartas. El único que mira al cielo sorprendido por las luces de neón y la cantidad de karaokes que pueblan cada avenida.

Durante los primeros días en esta ciudad, uno tiene la sensación de que un árbitro te persigue y te señala fuera de juego en cada acción. Pekín es un lugar donde uno tiene dificultades para agarrarse a cualquier cosa conocida; como si alguien te soltara en medio del Océano y a tu alrededor sólo vieras agua, sin encontrar ningún trozo de madera con el que poder mantenerte a flote. Pero también, por eso mismo, es un lugar perfecto para volver a nacer y empezar de cero.


Pero esto es sólo el principio. Cualquiera que lleve algunas semanas en Pekín se da cuenta de que las diferencias son más profundas que usar palillos, tener los ojos rasgados o vestir otras ropas. Si los silbidos son diferentes en Pekín no es porque lo sea la vibración de los labios, sino por el mecanismo mental que los produce, por las razones por las que se silba. La diferencia con todas las ciudades que has visitado antes se encuentra en la manera en que sus ciudadanos se atan los cordones de los zapatos. En el modo en el que se sube al autobús. En los sueños que cada uno tiene por la noche.

Despertar en Madrid-Pekín

Bostezamos. Estiramos los brazos. Un poco sin saber dónde estamos. Aún borrosos, abrimos los ojos para encontrarnos. Lo primero es comprobar que todavía tenemos piernas, y brazos y ombligo, y la curiosidad de saber qué hay detrás de la siguiente esquina. Y ganas de contarlo.

Nos despertamos con París y Florencia aún en la retina. En sus calles nacieron nuestras Visiones, aunque este proyecto no podía quedar recluido a dos lugares. Ni tan siquiera a dos personas. Visiones no es una moda pasajera ni un accidente en la autopista: es una forma de mirar a la carretera. Por eso, el cuerpo, de forma natural e incontrolada, nos sigue pidiendo lo mismo: más lugares, más cafés, más personas y más vidas. Por eso nuestros ojos se siguen abriendo a las ciudades que vivimos, y a nosotros dentro de ellas. Porque, como dijo un poeta, «un hombre es la ciudad/ en la que viven otros hombres».

Este año nuestras miradas se detienen en terreno familiar -Madrid- y sienten el vértigo de adentrarse en lo desconocido. De alguna manera, todos habíamos estado en Florencia y París. Pero ahora nos enfrentamos al reto de descubrir Pekín, esa ciudad casi mitológica que muchos piensan que ni siquiera existe. Donde las letras se convierten en trazos y los tenedores en palillos. Una ciudad donde vivir otras vidas parece una obligación. Un Pekín que está a miles de kilómetros de Madrid pero que cada día parece estar más cerca. En esta página intentaremos que ambas lleguen a confundirse.

Por eso nos convertimos en Daniel Pekín y Alberto Madrid. Castizos y exóticos, cañas y karaoke, bambú con calamares; rascacielos zen y Lavapiés. Para compartir la emoción que nos dejan los escenarios donde se viven nuestras vidas. Las miradas que nos arañan el alma. Aquel instante donde todo se convirtió en otra cosa.

Cada lunes presentaremos una VISIÓN. A ver si somos capaces, por un ratito, de vivir en la ciudad del otro. Con imágenes que recojan el espíritu de los espacios, frases donde se escuche el murmullo de los mercados, y vídeos que muestren un pedazo de vida. ¿Multimedia? Por supuesto. Pero sin renunciar a la palabra como el modo más profundo en que los hombres cuentan sus emociones.

Tomamos aire, y salimos a la calle…
ya estamos en busca de nuevas VISIONES.

Alberto Madrid
Daniel Pekín

viernes, 31 de agosto de 2007

Cegados por vacaciones

Después de estos meses de Visiones, hemos decidido colgar el cartel de "Cegados por vacaciones". Para tomar aire, elegir nuevos escenarios y preparar las púpilas para el próximo otoño, en el que se retomarán estos destellos de vida compartida. Si quieren.


Abrazos visionarios,
Alberto y Dani

lunes, 13 de agosto de 2007

Adios a Paris

Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven,
luego París te acompañará, vayas donde vayas, todo el resto de tu vida,
ya que París es una fiesta que nos sigue.
Ernest Hemingway, en una carta a un amigo (1950).



Cuando Filip, uno de mis mejores amigos en París, salió por la puerta de mi casa aguantando las lágrimas, por primera vez me di cuenta: yo también abandonaría dentro de muy poco la ciudad.

Ese mismo día, sobre las cuatro de la mañana, en una de las múltiples fiestas de despedida, las copas comenzaban a hacer aflorar los sentimientos y la nostalgia anticipada. Bertrand, uno de nuestros amigos franceses al que yo siempre llamaba Bernard (primero por equivocación y luego ya para fastidiar), confesó con su aire mitad hippy y mitad homosexual que nos comprendía: “lo entiendo, tío, lo entiendo. Es el final de una época”.

Pero si hay ciudades que te han marcado por las personas con las que la has compartido, París parece querer quitarte este gusto. La ciudad es tan apabullante y tiene tanta personalidad que parece imponerse a las compañías humanas. Cuando estás en París, estás con París. Y aunque un año en esta ciudad ha dejado marcas humanas indelebles, la capital francesa parece no querer perder su protagonismo. Es como si París fuera más fuerte que las personas.

Si tuviera que quedarme con algo de la inmensidad de esta gran ciudad, me quedaría con sus pequeñas callejuelas empedradas, con sus rincones ocultos y solitarios, con ese bar de la esquina que tiene el mismo dueño desde hace décadas. Me olvidaría de los Campos Elíseos, del Arco de Triunfo y del Louvre. Porque la grandeza de París está en sus cosas más pequeñas.

Otra cosa que me perseguirá lejos de esta ciudad es la sensación de que cada barrio, cada calle y cada bar merecen la pena en París. No importa que vivas en un arrondissement (barrio) o en otro. Porque todos ellos tienen esa magia inexplicable que envuelve la ciudad. Todos ellos te sorprenderán cada mañana con sus casas del siglo XIX y sus parques señoriales conquistados por el pueblo. En todos tendrás tu boulangerie (panadería). Y en todos descubrirás decorados donde poder rodar una nueva versión de Amélie.



Adiós a París
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Irse de Florencia

Como cuando te arrancan la manta en una mañana de invierno. Como cuando una mano deja de cogerte la tuya. Como un niño que ve alejarse a su madre en su primer día de colegio. Como despedirse del primer amor de verano. Irse de Florencia se parece a todo eso.

Estar lejos de la cúpula de Florencia es salir desnudo a la calle. Cuando te has acostumbrado a que sus colinas violetas te protejan como los brazos de un padre primerizo, a que el atardecer desde el Piazzale Michelangelo te dé el sentido de los días, a confesar tus sueños en Santa Croce.

Cuando ya te saluda el camarero de la esquina, el basurero de Sant’Ambroglio, el mimo de los Uffizi… Pasquale, Silvia, el del mercado. Cuando sabes el nombre de las calles y en qué puente las aguas del Arno se llevan los problemas. Cuando ya sientes que la ciudad te protege, que sus calles son las ramas de un nido y que su luz es siempre la justa, irse de Florencia es saborear el desamparo.

Porque fue a las orillas de ese río que los hombres dijeron que las cosas no pueden ser de cualquier manera, que los colores importan. Fue aquí donde quisieron meter la armonía del mundo en un trozo de tela, donde la humanidad cabe dentro del mármol, en cuatro tercetos. Es en esta ciudad donde todavía se palpa la decisión de los hombres de vivir junto a otros hombres.

Y por eso hoy, irse de Florencia es sobre todo dejar de estar con personas para quienes Renacimiento no es un periodo artístico, sino una actitud ante los días. Porque Florencia es lo contrario al pasado, es la cabeza de un niño que está siempre naciendo. Y despertarse aquí es abrir los ojos frente a un lago, cada mañana, como por primera vez.

Pero hay que irse, seguir huyendo en busca de la vida desnuda, ya sin el abrigo de Florencia, pero con la certeza íntima de que está, sabiendo que existe, que hay un lugar en el mundo donde la belleza sirve para darte cobijo, para hacerte compañía.

lunes, 30 de julio de 2007

Visiones cruzadas

Hay ciudades hechas para el reencuentro; lugares donde el tiempo y el espacio se difuminan. Plazas en las que parece natural tropezarse con el amigo taiwanés que conociste en Canadá hace tres años. O con la chica que trabajaba de camarera en tu pueblo y a la que llevas sin ver decenas de meses. Ciudades, como París, en las que un soplo universal impregna cada avenida. Donde te puedes encontrar con cualquiera en los pasillos del metro. Y donde cualquiera te puede encontrar a ti.

Por eso, cuando Senante y yo nos descubrimos en Montmartre (¿dónde si no?), me pareció lo más natural del mundo. Un canario que venía de Florencia y un asturiano que llegaba de Avignon, unidos por el magnetismo romántico de París. Casi 24 horas de un encuentro en medio de muchos caminos. Suficiente tiempo para perseguir mujeres en el metro, encontrarse con un viejo poeta en un restaurante español o decir adiós a mi último hogar. La primera vez en la que Senante y yo hablamos cara a cara de estas Visiones.

Como los "camaradas" de Saint-Exupéry en Tierra de Hombres, ambos aspiramos a ser aprendices de pilotos y exploradores de rutas. Lo que implica que casi nunca estamos en el mismo lugar. Y que sólo el azar nos une en una estación de tren o en un aeropuerto. En Gijón o en Santa Cruz de Tenerife. En Florencia o en París. En Estambul o en Pekín. Casi siempre lejos en el espacio pero unidos por un mismo cordón umbilical. A veces silenciosos, pero siempre presentes para el otro. Tal vez con respuestas diferentes, pero casi siempre con las mismas preguntas.

Mi última noche en París, improvisada entre vasos de sangría y SMS a última hora, se convirtió en un humilde homenaje a lo vivido durante todo el año. Sentados en torno a la mesa de mármol de mi cocina, dos amigas Erasmus, el canario recién llegado a la ciudad y yo. Tres nacionalidades entre cuatro paredes. Casi sin espacio para moverse dos centímetros. Con una puerta siempre cerrada, como si tuviéramos miedo de que la intimidad recién creada pudiera evaporarse. Juegos casi infantiles. Complicidad entre las cuatro miradas. El placer de hablar por hablar. Sin tabúes y sin rodeos. Como si aquella última noche, fruto de las mayores casualidades, hubiera estado planificada desde nuestros nacimientos. Como escribía Exupéry, "por fin nos habíamos encontrado. Nos apoyamos el uno en el otro. Y nos engrandecimos al descubrir que pertenecíamos a la misma comunidad".

lunes, 23 de julio de 2007

Visiones cruzadas

París. Línea azul (fuerte). Barbés. Sube. Me la tapa una señorona africana con la mirada perdida y un chaval con el monopatín colgado de la mochila. Stalingrad. Más gente, apenas la veo. Belville. Descubro una flor en su chaqueta fina negra que la convierte en aún más deseable. Sigue sin mirarme. Se quita la chaqueta y aparece un hombro. Menos mal que es alta, aunque todavía no sé donde termina su pelo. En medio, tres parejas de abuelitos japoneses que no dejan de comparar el nombre de las estaciones con dos mapas giratorios. Père Lachaise. Me pilla mirándola y hacemos como si nada. Sale en Avron, con prisa. Mira hacia los dos lados para ver qué salida le conviene. Yo imagino su paso firme por París, y ella escapa del marco de mi ventana. Inevitable.

París. Un viejo con citacrices de la vida en la piel, en la mirada, y un pañuelo de pirata urbano al cuello, uno de esos a los que los cantautores dedican canciones y hacen cambiar de acera a las amas de casa, se toma el mejor vino, un Marqués de nosequé, de un restaurante español en una callejuela del Marias; cuando se acaba el segundo vaso paga y le regalan el tercero, entonces saca un folio y empieza a escribir una nota, que nada más irse los camareros empiezan a pasarse entre el desconcierto y la sonrisa. ¿Quién puede asegurar que ese tercer vaso de Marqués dedondesea no haya evitado un suicidio que ya parecía inevitable?

París. Ella le da el teléfono de su país, y le dice que venga cuando quiera, que en su casa hay sitio de sobra. Él le pone la mano en el hombro, mientras dice ha sido un placer vivir contigo (y le asalta el recuerdo de las caricias somnolientas, de sus salidas de la ducha, de las alegres llegadas anunciadas por silbidos). Ella dice gracias por todo, acordándose de aquel bajón de febrero. Él le dice gracias a ti, queriendo decir te quiero. (Todo esto en el pasillo). Y se abrazan porque ella tiene que levantarse temprano y él todavía tiene que hacer la maleta, y una mejilla toca el final de un labio, y durante un instante todo es posible: no acabar la carrera, quedarse los dos en París, juntos en ese apartamento, buscarse cualquier trabajo, amarse sin medida. Pasan los segundos, y sus cuerpos sólo se separan por la inercia de ser formales. Ella, sin saber por qué, le despide desde su habitación y él ve como se le cierra el amor en las narices, inevitable.

martes, 17 de julio de 2007

Paris la nuit

París no es sólo la ciudad de las luces, sino también la de la sombras. Cuando los cristales de la pirámide del Louvre se iluminan con el incipiente brillo de las farolas, una nueva vida comienza en la capital francesa. Como las personas, París se vuelve más sincera por la noche. Porque es cuando se encienden las velas y la ciudad se vuelve más íntima.

La noche de París necesita de un poco de paciencia. Uno no puede esperar triunfar en la primera cita. Más de uno se habrá visto atrapado por el mal gusto de las discotecas más famosas, en los Campos Elíseos; o por la falta de vida nocturna en algunos barrios. Pero, una vez que la has conocido y te ha conquistado, la ciudad te mostrará su cara más fiestera. Y si, como Frank Sinatra, quieres levantarte “en una ciudad que nunca duerma”, París también es tu lugar.


Porque puede que la fiesta en Montmartre se haya convertido en un mito; pero en un mito viviente. Si los pintores y la absenta se han evaporado de este legendario barrio, su esencia transgresora y artística nunca ha desaparecido. Es cierto que el Moulin Rouge se ha transformado en una inversión turística; pero el Divan du Monde o el Elysee Montmartre han sabido mantener su espíritu. Y en toda la ciudad, durante toda la semana, la oferta nocturna es tan amplia, que uno puede confirmar que “la fiesta” no es un monopolio español. Asomándose a Belleville (Neuf Billards, Java), acercándose a Gambetta (Fleche d´Or) o inspeccionando la Bourse (Tryptique, Truskel, Rex...) uno puede disfrutar de tanta fiesta como pueda aguantar.

¿Dinero? El presupuesto para la mejor noche en París no cuesta más de una botella de vino. La capital francesa cumple por la noche con todas las expectativas que se han ido creando durante el día. Además de una de las ciudades más sabrosas, París también es de las más borrachas. De las que sacan lo mejor de sí mismas durante la noche.


[Foto vía Kasparov]

jueves, 28 de junio de 2007

El misterio de Montmartre



Son las tres de la tarde en lo alto de Montmartre. Un día más, el espectáculo se repite en las inmediaciones de la basílica del Sacre-Coeur: los turistas disparan sus cámaras de fotos mientras los parisinos se relajan en el césped. Pero hoy, en medio de esta escena cotidiana, unas telas misteriosas reposan en el centro del escenario. Varias capas de ropa, de distintos colores y texturas, parecen esconder algo en su interior.

El lugar donde vivieron Picasso, Dalí o Van Gogh insinúa tras estas telas el misterio de uno de los barrios más enigmáticos de la ciudad. Rojas, verdes y azules, todo el mundo espera que de un momento a otro las cortinas se abran. Alguien tiene que estar ahí dentro. Algo tiene que haber detrás de esas telas.

Pero la noche cae sobre Montmartre. Turistas y parisinos descienden las escaleras en dirección a sus casas. Las telas se quedan en el centro del escenario, frente a la basílica del Sacre-Coeur, en lo alto de la colina. Y los bohemios del barrio, una vez más, sonríen al contemplar el misterio de Montmartre.

miércoles, 27 de junio de 2007

La vida en el puente

- Mira esos dos, en la esquina. Ella le está dejando, o se están despidiendo, como para siempre.
- El tío esta despesperado. Hasta suena bonito su acento yanki.
- Se le caen los brazos, y ella se los aguanta. Parece como si fuera a derrumbarse. Hacía tiempo que no veía un hombre derrotado por sus sentimientos.
- Tiene la cara descompuesta. Fíjate qué torpe, cómo intenta darle un último beso, y ella, tan sabia, sabe que eso sólo empeora las cosas.
- Y sin embargo, a veces cede…
- Para mí que se van a acordar de esto toda la vida. Encima han elegido el centro de este puente para sufrir la despedida.
- Pues sí, pasarán los años, se casarán con otros, y siempre verán este lugar en las agencias de viajes, en la publicidad de los perfumes. Preguntándoles en lo más íntimo lo qué podría haber sido…
- La gente pasa como si nada. Y estos dos llorando debajo de los arcos del puente, como en una tragedia. Hasta la luz que a nosotros nos molesta, a ellos les da una sombra muy teatral.
- Esto podría ser una penúltima escena de Hollywood. Sólo que ahora es de verdad y a mí me dan ganas de darles un abrazo a los dos.
- Claro, está el cine de ficción y el documental. Y esto es como teatro, pero en documental.
- Lo que quieres decir que esto es como la vida.

domingo, 17 de junio de 2007

Los libros de Francia


Las curiosas máquinas sobre estas líneas son las neuronas de la Biblioteca Nacional Francesa (BNF), el motor de búsqueda de los más de 15 millones de libros repartidos por todo el edificio. Como si de pequeñas hormiguitas se tratara, estas máquinas recorren a lo largo de 13 kilómetros de raíles las enormes instalaciones de la BNF. En cuanto alguien pide un libro, ellas se ponen en marcha. No importa que el documento demandado se encuentre en el octavo o en el duodécimo piso; ellas ascenderán por el edificio, burlarán los pupitres y recorrerán los pasillos hasta encontrar el preciado tesoro. Para acabar, esta especie de Google del mundo físico posará el ejemplar en tu mesa de trabajo.

Estas neuronas son tan sólo un detalle de las gigantescas instalaciones de la Biblioteca Nacional Francesa, que ocupa cuatro “rascacielos” de 22 pisos cada uno y ocho hectáreas de superficie. Si los estadounidenses tienen los centros comerciales más grandes y el Vaticano la iglesia más importante, Francia reivindica su pasado y su presente a través de una biblioteca. La BNF es el mejor ejemplo del “made in France” (gigantesca, orgullosa de su pasado, artística, contradictoria).


Dentro de todo este complejo de pasillos, estanterías y escaleras mecánicas, se esconden algunos de los secretos mejor guardados de la historia de Francia. Entre ellos, tal vez el que seduzca más a la imaginación sea El Infierno. Dentro de una pieza especial, suspendida en el aire como si fuera una nevera, en El Infierno se esconden las publicaciones censuradas a lo largo de la historia francesa, ya sea por pornográficas, desagradables o cuestiones políticas. Siguiendo la famosa frase de Mark Twain (“prefiero el cielo por el clima, el infierno por la compañía”), cualquiera soñaría con encerrarse en este habitáculo misterioso para hacer amigos.

Pero la Biblioteca Nacional Francesa es sobre todo el lugar donde reposa la memoria histórica de Francia. En un país donde el pasado y la cultura son referencia obligatoria, la BNF es uno de los nuevos símbolos de vieja "grandeur de la France”. Es aquí donde se esconden todas las obras de Balzac, Voltaire, Victor Hugo o Camus. Donde descansa la memoria colectiva del pueblo francés. Donde se puede encontrar la primera Declaración de los Derechos Humanos. Donde, en cierto sentido, descansa algo de todos nosotros.


La Biblioteca más grande... en Vídeo:

lunes, 11 de junio de 2007

Solo Silvia

Come mai io rido sempre? (¿Por qué yo río siempre?). Con esta frase Silvia saluda a los estudiantes de Psicología apenas atraviesan la puerta de su Facultad. Y tras un breve diálogo más o menos surrealista, donde surgen las preguntas más insospechadas, les despide con un buona giornata... (que tengas un buen día).

Silvia dice que no le gustan los militares, porque le tocan los pechos sin su permiso. Y asegura que se enamora todos los días, "también de las mujeres"; que le hacen daño los pies y que ningún médico quiere verla. Silvia explica su vida cuando le llaman al móvil -inesperado-, asegurando que "el centro está imposible", y que a ver si al menos hoy prepara una cena "buena de verdad".

Algunos estudiantes huyen ante el desconcierto de una mirada tan limpia, tan añil. Otros le responden de forma automática. Unos pocos disfrutan de unos minutos de conversación sincera. Al final, con Silvia sólo hablamos si no tenemos prisa, si nos pilla bien esa mañana. Un poco por curiosidad. Un poco por sentirnos mejor persona.

Pero si Silvia fuese ‘normal’ podríamos decir que es simpática.
Si no fuera tan rara, sería extrovertida.
Si no estuviera gorda, nos sonrojarían sus piropos.
Si no la llámasemos loca, veríamos que es espontánea, ocurrente.
Si viéramos más allá del fantasma de su enfermedad, nos daríamos cuenta de que es la más sincera.
Si no quisiéramos ayudarla, quizás disfrutaríamos de su compañía, y esa sería la mejor ayuda.
Si no la pusiéramos detrás de una etiqueta, comprobaríamos su generosidad.
Si no usáramos todos esos diagnósticos, categorías, siglas, eufemismos, a Silvia sólo la podríamos llamar por su nombre.
Si no metiéramos la vida en casillas, podríamos sentir que Silvia es lo más verdad que te puede pasar en Florencia. Y los días que no viene a la facultad empezaríamos a echarla de menos.

lunes, 4 de junio de 2007

Un mercado de ladrones y artistas


Cerca de la última estación de metro al norte de París, en la Porte de Clignancourt, ladrones y artistas han encontrado una guarida de fin de semana: el mercado de Saint Ouen. Durante varios siglos la capital francesa perdió en este lugar su nombre, con una de las murallas que marcaba la entrada y la salida del gran París y cientos de comerciantes que aprovechaban este tráfico para enriquecerse. Una vez más, la frontera se convertía en fuente de comercio e intercambio. Hoy, Saint Ouen todavía guarda algo de aquel espíritu fronterizo de compras y ventas aceleradas, regateos y encuentros ocasionales.

El primer contacto con el mercado es la típica sucesión de tiendas de pulseras, camisetas y relojes. Un poco más lejos, los puestos se vuelven más informales y los objetos se colocan desordenadamente por el suelo. Camiones enteros llegan, sueltan la mercancía y se van. No hay preguntas. No hay respuestas. El mercado de Saint Ouen es sin duda el mejor lugar para comprar lo que te han robado.

Pero este inmenso mercado de Saint Ouen, con distintas ramas y secciones, avenidas y calles microscópicas, esconde también uno de los lugares más preciados para buscadores de arte. Entre el mercado de Dauphine y el de antigüedades, los románticos y los artistas bucean entre las montañas de objetos inclasificables en su búsqueda de cuadros valiosos pero sin firma, publicaciones olvidadas y cámaras de fotos a las que hay que darles cuerda. Todos sueñan con encontrar un Picasso en la tienda de la esquina.


Al entrar al mercado de Dauphine, uno tiene la sensación de haber atravesado el umbral de uno de esos áticos desordenados por la inspiración. Los compradores se pasean aquí con aire interesante, algunos con gafas y gabardina, otros con un pincel en la mano. Nadie encontrará un mp3 ni una conexión a Internet; pero sí un vendedor tecleando en su máquina de escribir, antiguos anuncios de Renault y muebles sacados de un decorado del siglo XIX. El mercado de Saint Ouen es uno de los pocos lugares donde todavía se pueden ver boinas en París.

lunes, 28 de mayo de 2007

El palpito de Sant’Ambrogio


En el centro de Florencia, el mercado de Sant’Ambrogio. Por las mañanas. De lunes a sábado. En Sant’Ambrogio no hay más fruta que la de estación. Los tomates saben a tomate. Las verduras huelen a verdad. Y eso es una noticia en medio de una ciudad acusada de escenario calculado.

Dicen que en una esquina de Sant’Ambrogio, se come el mejor lampredotto de la Toscana. Y otros adentros de las vacas de los alrededores. En este mercado la gente se llama por su nombre; si compras unas cuantas cosas, te regalan la lechuga. Y eso es una novedad en este lado del planeta hecho de códigos y barras.

Aquí se exagera la "h" aspirada de los toscanos. Y el mayor repertorio es el de blasfemias. Se escucha un Dio Boia (Dios matarife), o un Madonna maiala (Virgen cerda) sin provocar asombro en la parroquia. Es cierto que uno puede encontrar el escepticismo distante de los campesinos. Pero se diría que estas personas no conocen la maldad.

Como Angelo. Con una hoja de romero en el bolsillo de la camisa del uniforme, separa la basura hasta lo imposible. Angelo sonríe haciendo sonreír a los puestos que ultiman la mercancía. A lo largo del día, pocos se quedarán sin su saludo. Viéndolo, se tiene la satisfacción que siempre provoca quien hace bien su trabajo, y la alegría de encontrar a un hombre cuya presencia mejora el mundo.



Y como Sant’Ambrogio, hay decenas de mercados. Al final de las avenidas. En las esquinas de las plazas. Como islas de realidad en un mar de postales. Se diría que las gentes vienen a estos lugares desde hace siglos. Porque -aunque parezca mentira- también el prodigio tiene su rutina. Y habrá que tomarle el pulso entre estos puestos de frutas, verduras, bragas y enchufes. De lunes a sábado. Por la mañana. Porque es ahí donde se refugia el latido de Florencia, su pálpito cotidiano.




domingo, 20 de mayo de 2007

LA PLACE DE VOSGES

- ¿Y si tuvieras que quedarte con un lugar de París? Con uno sólo...

- Me quedaría con la Place de Vosges. Sin duda alguna.

- ¿La Plaza de qué? ¿De todos los monumentos de París te quedas con esa plaza?

- Oye, un poco de respeto... que estás hablando de mi rincón favorito en París.

- Vale, vale.

- Para empezar, es el lugar donde me he echado las mejores siestas de París.

- .....

- A mí me parece un argumento de peso...

- ....

- Además, hay una pareja de abuelos súper entrañables. No importa qué día, ni a qué hora, siempre les verás allí, en la esquina que da a la calle Francs-Bourgeois. Creo que viven en uno de los edificios de los alrededores. En lugar de comer en su casa, los dos ancianos sacan su mantel de cuadros rojos y blancos, su botella de vino tinto y sus quesos y se instalan en la plaza, como si de un camping se tratara. En cierto sentido, creo ya forman parte del decorado de la Place de Vosges.

- .....

- No está nada mal tener unos abuelos adoptivos en París.

- Me parece a mí que tú lo que necesitas es una familia entera.

- Hombre, tratándose de familia (no sé muy bien a lo que te refieres), tal vez lo mejor de todo es pasarse por la casa que Víctor Hugo dejó en esta plaza. En una de las esquinas, casi como escondido de la avalancha de turistas, Víctor Hugo me espera siempre para invitarme a un café. Y, que quieres que te diga, si Víctor Hugo me paga un café...

martes, 8 de mayo de 2007

desde el triángulo


El atardecer desde el triángulo. El Arno, a su paso por Florencia, no pasa, no corre en ningún sentido. Sino que permanece, como si quisiera participar de ese espectáculo que es Florencia atardeciendo. Como si estuviera ahí quieto, haciéndose el remolón, para subrayar la permanencia del tiempo suspendida en el aire. Ese tiempo del bostezo del hombre que se renueva cada día a las orillas de este río, impregnando las esquinas de ese despertar.

Sin embargo, la tierra se mueve para todos -como ya se dijo por estas tierras- y atardece en Florencia. Por una vez, la inmesidad presenta un orden. El infinito es casi civil, los caprichos de la luz parecen seguir ciertas reglas, y hasta las nubes se ponen en fila para conseguir la perspectiva.

Ante este atardecer que se diría planeado, uno debe preguntarse cosas serias. Como si es posible una espiritualidad laica... si para alcanzar la belleza hay que cumplir ciertas normas... o si los sentimientos también poseen su gramática.

En cambio, a mí me dio por pensar que lo sublime no podía estar en los horizontes ni en las cordilleras ni en los atardeceres, como enseñan los manuales de la emoción. Sino que debe de ser algo íntimo, como las caricias de los pies o el olor del café al despertar.

lunes, 23 de abril de 2007

El Sacramento de la pizza

Pasquale lanza la masa. La recogen las yemas de los diez dedos. Y con tres retoques certeros ya está lista para que un cucharón deje el tomate en el centro, y extenderlo en una espiral infinita en la que se pierden los ojos hambrientos. Luego vendrá el aceite reluciente, la mozzarela despedazada, el basilico y un polvo -mágico- de parmiggiano lanzado con una cuidada dejadez.

A pesar de su juventud, Pasquale lleva años participando en los premios internacionales de pizza, según él quedando en los primeros puestos. Y sobre todo, lleva años dando pizza napolitana a los florentinos de varios barrios. "Con los viejos sabores, sin añadirle gilipolleces", reza el manifiesto impreso en las cajas para llevar. Sólo 6 tipos de pizzas, sencillas, finas, con 3 ó 4 sabores bien mezclados.

La mitad de la clientela le llama por su nombre. Y Pasquale les saluda sonriente sin dejar de echar un ojo a sus aprendices delante del horno. Viendo la agilidad y el desenfado de Pasquale se diría que su obra es espontánea. En cambio, sigue una tradición precisa como un acuerdo prematrimonial.

Y es que las cocinas italianas están impregnadas de reglas escritas bajo la piel. El orden de los platos, la longitud de los spaghetti, las salsas prefijadas con la pasta, los acompañamientos. Un ordenamiento jurídico. Y al que no lo cumple se le considera un bárbaro.

A fin de cuentas, estas tierras se conocen en el mundo por las normas que han creado. El derecho romano, el Renacimiento, la mafia, el neorrealismo, la pizza napolitana... son, sobre todo, manuales de conducta. Los italianos son capaces de meter la vida en reglas y que parezca divertido. Y nada más intolerante que un italiano explicándole a otro ser humano cómo se deben preparar las cosas que se comen.

Todas esas normas parecen salidas de un código de honor, de un reglamento militar. Pero en la mesa uno se da cuenta de que no son órdenes de sargento, sino mandatos de un delicado Credo. Una religión pagana que adora al Mesías del detalle, de los sabores sutiles, puros... casi vírgenes.

Así, comer bien en Italia es una cuestión moral. Y la eucaristía cotidiana se concentra en el dedo del espresso del mediodía, en il dente obligatorio, en el limoncello de después, en el regusto del mascarpone, en el primer lamido de helado. Es el milagro del aire medido que convierte el café con leche en cappuccino. Y el vuelo de la masa de la pizza napolitana que aterriza fina como un folio.

En esta religión del gusto, el padrenuestro no se reza, se saborea. Por una vez no hay dioses. Pero sí pecados, y algún que otro éxtasis. Las catedrales son las cocinas de los pueblos. Las abuelas, los apóstoles que imparten la buena vieja maniera. La pizza es uno de los sacramentos. Y Pasquale es el sacerdote de mi barrio.

sábado, 14 de abril de 2007

Picnic en París

Con la llegada de la primavera, París ha vuelto a ser la ciudad de las luces. No sólo las flores han vuelto a brillar en los numerosos parques de la ciudad, sino que hasta el casi siempre melancólico Hotel de Ville parece haber redescubierto la sonrisa. La primavera ha hecho que París salga de su cascarón de invierno en busca del sol, y por fin los céspedes de la ciudad han dejado de estar en cuarentena y se han llenado de pies sin calcetines.

La primavera en París, como tantas otras cosas, ha llegado acompañada de botellas de vino y quesos. Antes resguardados en casas y bodegas, los alimentos básicos de un buen parisino han salido ahora a la calle para ocupar bancos, parques y aceras. Desde el Bois de Bologne, en el este de la ciudad, hasta el otro pulmón en los confines del oeste, el Bois de Vincennes, París se ha llenado de manteles por el suelo, olor a queso y sacacorchos. El picnic se ha convertido en una forma de vida.

Cualquier lugar es apto para enfundarse los tenedores de plástico y comenzar el ritual. Es una de las ventajas de París. Sea en el parquecito frente al Louvre, en la intimidad de la Place de Vosgues (con Víctor Hugo como invitado) o a la orilla del Sena, el decorado de París es sin duda alguna el restaurante más acogedor. Empezando por el jamón o las ensaladas, las baguettes, el queso y el vino son las protagonistas de estos banquetes improvisados.

Sin embargo, en los almuerzos y cenas inolvidables la comida se convierte en un elemento más. Llega un momento en el que ésta desaparece de la mesa, nadie le presta atención, y los comensales se enzarzan en discusiones sin sentido, admiran el palacio que tienen en frente o se relajan buscando nubes con formas humanas. La buena compañía es la mejor garantía de una comida exquisita; y París es sin duda alguna el mejor compañero de mesa.

jueves, 5 de abril de 2007

El despiste de Santa Croce

En mitad de Florencia, Santa Croce. En medio del prodigio del cálculo, una isla de imperfección, pueblerina: una plaza de provincias. Quizás los edificios sí, pero el aria de Santa Croce, en el centro de Florencia, no tiene nada que ver con el Renacimiento. Como si tras haber conseguido la victoria de la norma, Florencia hubiese querido dejar, dejarse a sí misma, una prueba de sus orígenes de campagna. Como esos hombres "hechos a sí mismos", que en vez de su último negocio, siempre cuentan el día que llegaron desvalidos a la capital.

Santa Croce, sin armonía ni juego, mal terminada, simple, improvisada. Con las baldosas siempre medio rotas, cuando deja de llover forman un mosaico de reflejos aún más imperfectos. Destellos que al pasear por encima convierten las ventanas, los tejados, los cielos de Santa Croce en un espejismo cubista. Una explanada, y bancos sin diseño, donde sólo quedan bien abuelos tomando el sol.

Florencia, en el máximo de la soberbia, se ha permitido a sí misma el despiste de Santa Croce. Como si otra prueba más de su victoria, fuera permitir -dentro de sí misma- la existencia de aquello contra lo que luchó: una plaza a las buenas, a ver lo que sale; donde poner el bar de la esquina y la tienda de quinielas. Y ese error voluntario también señala la humanidad de su reglamento.

Aunque claro, luego siempre está la Iglesia. La Iglesia de Santa Croce, la inmaculada, la yerna perfecta, la de impecable belleza. Poniendo las cosas en su sitio, ordenando la plaza y el cielo. Recordándonos que estamos en Florencia.

domingo, 1 de abril de 2007

EL FUTBOLISTA DE LA PIRULETA

A las afueras de París, a unos pocos kilómetros del centro de la capital, un joven juega al fútbol con una piruleta en la boca. No lleva pantalones cortos, ni medias, ni botas de fútbol. Lo que sí lleva es una de esas camisetas “falsas” del Inter del Milán (rayas azules y negras) y un chándal blanco casi fosforito.

Lejos quedan las ropas de marca de los Campos Elíseos, las miradas arrogantes en los cafés de Saint-Germain de Près y las señoronas de Trocadero. Aquí, en la banlieue parisina, hecha famosa al calor de los coches quemados hace un año y medio, no rigen los trucos de bohemio con aire romántico. Lejos del centro, la capital francesa se deja llevar por su corazón universal, casi de andar por casa: hay jóvenes que juegan descalzos al fútbol, otros que bajan en zapatillas.

El francés sigue siendo el idioma más hablado, pero ahora con acento africano, con más fuerza, con menos pedantería. Blancos, negros y amarillos, los mestizos de esta Francia universal se unen en torno a un deshilachado balón de fútbol. El futbolista de la piruleta juega con el balón y con su caramelo, da un pase, se saca la piruleta de la boca, otro pase. A su lado, otro joven escucha música mientras pide el balón. Y el portero, que está despistado discutiendo a voces el último partido entre el Marsella y el Paris Saint-Germain, no puede evitar otro gol.

En estas canchas de fútbol, en las que la figura de Zidane se respira tras cada carrera, se terminan las jerarquías de la elitista París. Con un balón de por medio, sin marcas ni arrogancias, la banlieue se desprende del peso de la ciudad. Y París puede ser Argelia, o Marruecos, o Vietnam o Senegal. O simplemente París.

lunes, 26 de marzo de 2007

LAS BICIS DE FLORENCIA

Esta semana, bicicletas en Florencia. No es que antes no hubiera, sino que esta semana han florecido al compás de la primavera. Una resplandeciente mañana de domingo concluyó oficialmente este simulacro de invierno. Y al día siguiente, las calles de Florencia parecían estrechas para tanta bici in giro.

Las bicicletas de Florencia reflejan las caras de la ciudad. Antiguas y orgullosas las de los florentinos, que pedalean con una elegancia práctica y ancestral. Falsas y perfectas las de alquiler, nuevas a la maniera de las viejas, como las que compran los miles de norteamericanos que frecuentan los cursillos-excusa para pasar unos meses por aquí. Deshilachadas y habaneras las de los músicos, con sus fundas inconfundibles, y las de los estudiantes sonrientes. Sus ruedas se alinean en los semáforos, y con el verde parecen iniciar una carrera en la que sólo gana la tranquilidad.

Casi ninguno lleva uno de esos terribles candados fijos que se ven en el norte de Europa, sino que van con las cadenas de toda la vida. Tal vez por eso, en Florencia se roban muchas bicicletas. En el patio de la Faccoltà di Lettere suele haber un tipo que las vende por 20 ó 30 euros, según el estado. (Información que domina el estudiante español apenas pisa la ciudad). Los robos, además de disgustos, provocan dos fenómenos. Una cierta igualdad en la flota, ya que pocos se atreven a ir con un modelo que llame la atención de los rompecandados. Y una creatividad obligada para colorear las señas de identidad que dejó el anterior dueño.

Si uno no sale del centro de Florencia, no hay una cuesta digna de ese nombre. Las arterias de la ciudad cuentan con carril bici, y en el asfalto no se tiene la sensación de estar en medio de una jungla metálica. Todo esto democratiza el uso de la bicicleta que se convierte en el transporte cotidiano. Así, hay señoronas pedaleando que van a tomar el aperitivo. Y treintañeros hablando por el móvil, amas de casa que vuelven de la compra, o padres que van a recoger a sus hijos. Hay japoneses con la bici del hotel, y japoneses que venían para una semana y llevan años por aquí. Hay bufandas al viento, y adolescentes que llegan siempre tarde. Y entre tantas bicis que se cruzan, se alcanzan, y surgen de todas las esquinas, los hay que se enamoran en menos de un ceda el paso.

A Florencia no ha llegado la moda de sepultar la ciudad bajo mármoles y paseos recién hechos. Así que todavía hay calles imperfectas que huelen a vida. Sobre todo en los alrededores de las plazas de Santa Croce y Santo Spirito -lugares en que Florencia abandona sus aires solemnes, y se pone humilde, casi pueblerina- por la noche se escucha el tintineo del avanzar de una vieja bicicleta sobre las baldosas carcomidas. Y se diría que esos murmullos van dejando una estela, un hilo que va enredando la ciudad, haciendo nudos en las esquinas, forjando otro renacimiento, primaveral y sostenible.


martes, 20 de marzo de 2007

LA RESISTENCIA

En París también hay antros de mala muerte. En uno de éstos, cerca del centro de París, con las paredes llenas de garabatos y chicles por el suelo, un parisino con bigotes del siglo XVIII nos confesó un secreto: “¿Sabéis qué? Hubo un tiempo en el que París estuvo ocupada por los nazis”.

Antes de susurrar estas palabras nuestro amigo había subido la música. Tal vez tenía miedo de que la propia ciudad pudiera recordar aquellos tiempos en los que la esvástica ondeaba en la Asamblea Nacional Francesa y Hitler se paseaba con su ejército por los Campos Elíseos.

Le dije que no lo entendía. Que no podía ser cierto. Que, a pesar de que lo había estudiado en el colegio y había visto fotos, todavía no podía imaginar un París ocupado por los nazis. Nuestro amigo nos puso otra cerveza y bajó la música: la conversación se había terminado.


Los días siguientes, intrigado por las palabras de nuestro amigo de bigotes del siglo XVIII, estuve investigando algo sobre la ocupación de París. Casi todos los historiadores afirman que la resistencia francesa fue un mito. Que en realidad la mayoría de los franceses aceptaron el régimen nazi, y que los que cogieron las armas para defender la libertad de Francia no llegaron ni al 5%. Según ellos, la resistencia no fue sino un acto de propaganda para levantar la moral de Francia tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero cuesta imaginarse que París no protestara contra esa ocupación. Tal vez los eruditos se centraron en cifras y datos, y olvidaron escuchar las quejas que corrían por las alcantarillas de la ciudad. Seguro que las entrañas de París gritaban de rabia, y en el subsuelo de la capital se gestaba otra revolución. Seguro que los historiadores no escucharon el grito de protesta de Balzac desde su tumba. Ni sintieron la depresión de los lienzos abandonados en Montmartre. Y se olvidaron de las lágrimas de Víctor Hugo en el Panteón.

El portero de mi edificio, un viejo portugués que llegó a París en los años 30, me confesó que París era una revolución constante: las aceras se levantaban para impedir el paso de los tanques, la Torre Eiffel se escondía para no servir de punto de orientación a los despistados nazis, y las farolas se encendía y apagaban para confundir a los ocupantes.

lunes, 12 de marzo de 2007

EL ESTIRON


Hace muchos años, a unos pocos kilómetros de Florencia, en una colina de diseño, hubo un tronco que no se conformó con ser como los demás, dio un estirón, y contempló el horizonte.

domingo, 4 de marzo de 2007

LA BATALLA DE LOS TUBOS CONTRA LOS BALCONES


Desde hace 30 años, en el centro de París, muy cerca de los clásicos Notre-Damme, Hotel de Ville o Louvre, un grupo de tubos de colores, cilindros y vidrios vive al calor de los crêpes y la música callejera. Más conocido como Centro Georges Pompidou (o Beaubourg), en las últimas tres décadas el museo ha librado una batalla silenciosa (y no tanto) contra las vecinas casas burguesas que lo rodean y que se oponían a su llegada al barrio. A día de hoy, nadie duda de que las tuberías le han ganado la partida a las pequeñas casas parisinas.

El centro Georges Pompidou es un amasijo de tubos y cilindros, algunos blancos, otros rojos, también azules. Sus piezas sobresalen aquí y allá, despuntan por un lado y se esconden por otro, en una figura irregular pero uniforme. El dominio del edificio no se reduce sólo a sus metros cuadrados de superficie: los tubos se han ido expandiendo alrededor de él como pequeñas y silenciosas serpientes, creciendo en la plaza de enfrente, desafiando a la Iglesia Saint-Merri.

Sus vecinas, esas casas burguesas con aire de superioridad, le miraron en un primer momento con recelo. Ellas eran las señoras del barrio. Se llevaban muy bien con los grandes burgueses de París: la catedral de Notre-Damme, el Hotel de Ville y el Museo de Louvre. Todos estaban de acuerdo en que introducir un monstruo como ese (un espantapájaros de colores, decían) no haría sino afear la belleza de esas señoras burguesas, con sus balcones del XIX y su color gris París.

Pero, mientras las señoras tendían la ropa en sus ventanas y sus maridos fumaban puros en el bar de abajo, el centro de París se llenó de hierros y colores. Un día eran azules, otro blancos. El pequeño monstruo, el nuevo Frankestein (gritaban las vecinas burguesas), iba naciendo frente a sus balcones. Era primavera, y los tubos crecían por todas partes y se expandían lentamente por el centro de París, casi como si de una conspiración silenciosa se tratara.

En realidad, tal vez no haya sido una victoria de los tubos frente a los balcones, sino un acercamiento constante; una negociación continuada que al final ha llegado a buen puerto. Igual que cuando los jugadores de fútbol forman una barrera y se acercan tímidamente al balón sin que el árbitro se dé cuenta. O como ese primer beso que caricia tras caricia no puede sino acabar en la cama. De la misma forma, los edificios cerca del Pompidou parecen haberse tornado azules y rojos; y el propio museo haber tomado algo del aire gris y burgués de sus vecinas.

Todavía hoy, los turistas despistados se frotan los ojos frente al Beaubourg. Después de corretear por las estrechas calles adyacentes, de embelesarse con la torre Eiffel o de tomar un vino en un buen restaurante parisino, el edificio de los tubos provoca el delirio. Dicen que, frente a la plaza, una ambulancia está siempre disponible para atender los posibles desmayos de los turistas.

Mientras estos turistas (adultos e insensibles) sufren cortocircuitos cerebrales, los hijos deciden soltarse de sus manos para disfrutar del espectáculo. Beaubourg se ha convertido en un lugar para niños y soñadores, para jugadores de fútbol en miniatura, para paseos a ninguna parte. Dicen que por las noches, una vez que las vecinas burguesas se han metido en la cama, el museo se llena de piratas que llegan desde el Sena.

Los niños, acostumbrados a las monótonas calles parisinas, al llegar a Beaubourg descubren al mismo tiempo la plaza y los tubos, los colores y los cilindros, los cristales y las palomas, los malabaristas con sus caras pintadas de azul. Y un impulso les lleva hacia esa gran masa de hierro, como si la corriente de un tsunami les arrastrara. Tal vez el arte siempre debería pasar por el filtro de los niños.

Treinta años más tarde, sigue pareciendo un milagro que este Beaubourg pudiera haber sido construido. Frente a todas esas pequeñas casas, casi de miniatura, con sus formas redondas y amables y su aire de abuelas presuntuosas, el monstruo se eleva omnipotente, con la luz de sus cristales y el color de sus tubos. Frente al París del siglo XIX y la melancolía de los parisinos por el pasado, el Beaubourg es el mejor ejemplo de que el siglo XXI también será el siglo de París.


La batalla de los tubos contra los balcones, en Fotos

domingo, 25 de febrero de 2007

DE FAROL

A última hora de la tarde, Florencia tenía la iluminación de un viejo teatro. Aunque tal vez sólo sea porque los teatros de medio mundo han querido parecerse a Florencia. Lo único seguro es que a última hora de la tarde, Florencia era un escenario. Todo con una intención, pensado para un público.

En las calles de Florencia, pasean durante el día los restos de una victoria. Una victoria ganada a pulso, en cada palmo de mármol, cornisa tras cornisa. Hasta levantar un muro. Un muro que separa el espacio del hombre del resto del Universo.

Sin embargo, antes de que se pueda decir que es de noche, Florencia parece retirarse de sí misma. Y ya sin focos, se vuelve humilde, pueblerina. Se quita su manto de orgullo, tan reconfortante, y vuelve a casa satisfecha. Como regresa un artesano de provincias después de una jornada de mercado.

Con las primeras luces sobre la cúpula, Florencia renueva su victoria. Con esa media sonrisa que tienen los viejos jugadores de cartas después de llevarse una mano. Nadie discute su victoria. Aunque queda saber si todo ese Renacimiento, esa proeza que dura hasta hoy... se ganó de farol. Un farol bien actuado, con grandes actores recitando, aunque ninguno se creyera su papel. (Ninguno creyera que el hombre estaba solo y la belleza cabía en un triángulo).

Al menos eso explicaría por qué hoy, a última hora de la tarde, Florencia tenía luz de teatro. Y me diera por comprobar en cada esquina si ese muro no fuese en realidad un decorado, y estuviera hecho de cartón piedra.

martes, 20 de febrero de 2007

PRESENTACION

“Visiones” es la creación de dos personas, vinculadas a las ciudades donde viven. Para hacer realidad dos mundos, construidos con ladrillos de curiosidad y ansias de emoción. Un intento por burlar mapas, saltar colinas, cruzar ríos y encontrar a alguien al otro lado de la pantalla. Textos, imágenes, dibujos o vídeos, todos ellos salidos de un mundo que intenta encontrar la respuesta en los otros.

“Visiones” es un diálogo entre dos miradas inquietas. Una conversación entre lo que uno ve y lo que el otro sueña. Entre la vecina de uno y el panadero del otro. Entre el olor que sube por una escalera y los callejones de esos barrios por los que estaríamos dispuestos a pasear durante media vida.

El proyecto nace de la frustración por no poder ser más cosas, y de las ansias de disfrutar varias esquinas a la vez. Porque necesitamos ser el malabarista frente a Notre-Dame; o el camarero de la Galería Uffizi. Porque no nos conformamos con sentir una ciudad, ni con vivir una sola vida. Así, con nuestras visiones pretendemos participar de todo aquello que nos emociona. Dondequiera que se encuentre una mirada afín. ¿Por qué disfrutar de un solo atardecer al día?

“Visiones” habla de las sugerencias de la percepción, en un intento por recuperar y mezclar todos los sentidos. Queremos oler y tocar, convertir los colores en notas musicales y clasificar las imágenes en dulces o saladas. Sin despreciar las imágenes que nos susurra esa voz llamada subconsciente. Porque sabemos que los sueños pueden ser más certeros que “la realidad”, y las alucinaciones en el desierto más reveladoras que cien tratados de sociología.

Este proyecto intenta olvidar fronteras para fijarse en aquello que nos une. Detrás de cada persona hay algo especial y único; pero también una esencia que todos compartimos. Intentaremos acariciar esto último. Porque el descubrimiento del otro es, en realidad, el descubrimiento de nosotros mismos. Un intento que bien podría resumirse en las palabras de Walt Whitman: “Esto no es un libro. Quien lo toca está tocando a un hombre".

En resumen, en vez de lamentarnos de la frialdad de la red, pretendemos dejar que el sol entre por las ventanas y convertir esta página en un café multimedia. Donde las pestañas del navegador se conviertan en barras de bar, y cada clic sea como pedir otra cerveza… Un lugar donde dos amigos puedan sentarse, como siempre; y a través de un diálogo compartir sus miedos, sus anhelos, sus visiones...