lunes, 10 de marzo de 2008

Hong-Kong Travelers (Visiones que nunca vimos)


El tren desde el aeropuerto de Hong-Kong hasta el centro de la ciudad le recordó a los trenes japoneses: moderno, con olor a hospital, de un blanco que parecía dejar ciego a todo el que montaba en él. Akumi llevaba tanto tiempo viajando por Europa que ya casi se había olvidado de los rostros asiáticos. Pero ahora, en Hong-Kong, todo parecía volver a tener sentido: como si la parte de Europa de la que se había empapado en Francia, Alemania y Reino Unido se encontrara ahora con sus raíces asiáticas.

Una vez en Hong-Kong, Akumi se perdió dentro de la enorme estación de metro de Central. Miles de personas subían y bajaban por las escaleras mecánicas, caminaban con paso cansino por los pasillos interminables, corrían a grandes zancadas para coger el próximo metro o se besaban junto a los grandes carteles de publicidad.

Media hora después llegó a Nathan Lu, una calle céntrica donde le habían dicho encontraría los albergues más económicos de la ciudad. No es que un japonés de clase media como él tuviera demasiados problemas de dinero, pero había quedado prendado del ambiente de algunos albergues juveniles en Europa y, desde entonces, su soledad de viajero le llevaba a estos hostales baratos donde encontrar compañías interesantes. En Natham Lu tuvo que hacer todos sus esfuerzos para zafarse de los vendedores que le perseguían con panfletos en la mano.

“Watches, watches… You want a watch?”

Todo parecía al alcance de unos cuantos dólares en medio del delirio de compras. Natham Lu era conocida como la calle de las tiendas, el contrabando, los turistas, la comida rápida, los buscavidas y los prostíbulos.

“Clothes, clothes… The cheapest clothes in Hong-Kong”

Una calle donde los letreros luminosos seguían funcionando durante el día y donde era sencillo comprar una nevera a las cuatro de la mañana. Todo parecía posible en esta calle en la que se mezclaban paquistaníes e indios, turcos y griegos, chinos y japoneses. “Come with me, my friend, I can find a good hotel for you”. Akumi, que debido al ruido de la calle apenas podía escuchar la música de su mp3, intentó buscar una salida a este gallinero.

Por eso, en cuanto descubrió un edificio en la acera derecha repleto de hostales de bajo precio, no dudó en abandonar Natham Lu y penetrar en él. El edificio se llamaba Chungking Mansions, un nombre demasiado pretencioso para un edificio casi decrépito, con azulejos de colores en la fachada y una pantalla gigante en el exterior, pero cuyo interior estaba sucio y desordenado, como la habitación de un adolescente alocado. Las Chungking Mansions eran en realidad un edificio de 16 plantas repleto de hostales baratos, el primer lugar al que llegaban turistas y aventureros, probablemente el lugar más barato donde conseguir una cama en Hong-Kong. A parte de eso, en las Chungking Mansions se desarrollaban otros negocios misteriosos de los que nadie quería hablar. Era un lugar ideal para conseguir visados en algunas horas para China (nadie sabía cómo los conseguían tan rápido), encontrar casa, conseguir trabajo o escapar de Hong-Kong sin pasaporte y sin preguntas. El edificio parecía una región administrativa especial dentro del régimen especial de Hong-Kong en China, como una embajada internacional que se rigiera por leyes propias.

Nada más entrar, a Akumi le llamaron la atención las cuatro casas de cambio de la planta baja. En cada una de ellas había una persona de un color distinto, como si quisieran dar al cliente la oportunidad de cambiar su dinero con la raza de mayor confianza. En la primera había una china, en la segunda un paquistaní, un poco más lejos un hombre blanco y en la de la derecha un africano. Todos rodeados por las mismas cifras de cambio y banderitas de una decena de países.

Para subir al edificio tan sólo había dos ascensores y casi siempre había que hacer cola para cogerlos. Delante de él, una señora negra muy delgada (tanto que casi podría pasar por china) colocaba sus pertenencias en el ascensor. La señora, sin prisas en medio del revuelo de actividad y carreras por los pasillos, colocaba cinco bolsas gigantes en el ascensor. Akumi comenzaba a contemplar otro de los misterios de este edificio. Varias personas al día subían kilos y kilos de pertenencias a distintas horas del día, sobre todo a partir de las doce de la noche. Pero nunca nadie había visto lo que había dentro de esas bolsas de cuadros rojos y azules; y nunca nadie las había visto salir del edificio.

Un policía hongkongnés, que se encargaba de “dirigir” el tráfico de los ascensores, tuvo que empujar a Akumi dentro del ascensor, donde el japonés quedó atrapado entre un paquistaní y un inglés. Akumi no sabía muy bien en qué piso bajarse, así que espero hasta que algunos pasajeros abandonaron el ascensor y se quedó tan sólo en compañía de un hombre alto y blanco, de ojos azules y modales refinados. Bastaba ver la forma en la que tocaba el botón del ascensor para darse cuenta de que a este hombre nunca le faltaría un trapo para limpiarse los zapatos.

Akumi siguió la lógica de algunos de sus amigos europeos y decidió esperar hasta el último piso. Como le habían explicado, cuanto más lejos, más barato. En este caso, y en el piso 16, la regla volvía a aplicarse: cuanto más alto, más barato.

El hombre blanco de modales exquisitos también se bajó en el último piso, y con la educación que le caracterizaba comenzó a hablar con Akumi con su acento británico:

-Are you also coming to the Travellers Hostel?

Akumi, cuyo nivel de inglés no era demasiado bueno, asintió con la cabeza.

-I think we´re at the right place – continuó el hombre blanco-. I´ve heard this is an amazing hostel. Where are you from, by the way?

Akumi entendió la última pregunta:

-I´m from Japan. And you?

-Argelia.

Después de pensar durante un rato, Akumi cayó en la cuenta. Sí, Argelia. Aquel país del que tanta gente hablaba en Francia. Akumi no pudo menos que sorprenderse por este hombre blanco de ojos azules cristalinos, de un acento británico perfecto que tan poco se parecía a la imagen que el tenía de los argelinos.

Al llegar a la recepción, ambos tuvieron la sensación de haber encontrado el hostal más barato de la ciudad. La recepción era en realidad una mesa mal puesta en medio del pasillo, las paredes estaban llenas de grietas y el olor a cerveza ya se había pegado a las ropas de Akumi. En medio de este pasillo y de esta recepción improvisada, cuatro personas se sentaban en sillas de plástico de colores y miraban las noticias de la BBC, donde George W. Bush daba el discurso de fin de año. Los cuatro, en pijama y zapatillas, parecían hipnotizados por las imágenes y tan sólo miraron de reojo a los recién llegados.

En la recepción les atendió en cantonés un chino de Shanghai, y Kim (que así se llamaba el argelino) consiguió comunicarse con él en inglés y solucionar el alojamiento para los dos. El precio era 50 dólares hongkoneses (5 euros) por noche en una habitación de 8 personas. La habitación era vieja y las paredes tenían algunas capas de humedad, pero las sábanas estaban limpias y los baños (a compartir entre 16 personas) funcionaban sin problemas. A Akumi le habían explicado en Europa que esos eran los hostales verdaderos, los de auténticos backpackers: no importaban mucho las instalaciones, pero sí que las sábanas estuvieran limpias y el agua de la ducha caliente.

Una vez en la habitación, ambos saludaron a Eugenio, uno de los inquilinos que todavía se desperezaba en su cama. De pelo rubio alborotado, sus pies sobresalían por uno de los lados de la cama y sus ojos tenían la llama de las personas optimistas por naturaleza. Eugenio saludó a los dos con una sonrisa y comenzó la típica conversación de hostal. El idioma que todos utilizaban, como en casi todos los albergues juveniles del mundo, era el inglés, que en algunos tenía sabor a Asia, en otros a las islas británicas y en otros a sabe Dios qué. Eugenio había dicho que era italiano, pero su acento (con un toque a norte de Europa) y su figura (todavía en la cama, ambos intuían que era muy alto; ojos claros pero con pequeñas manchas rojas, tal vez provocadas por la última fiesta de anoche; pelo rubio y rizado) despistaron a Kim:

-Yes, I´m from the North of Italy, from a region where we speak German. My hometown is Bolzano and my mother tongue is German. That´s why I don´t look very Italian…

- And what are you doing here, man? – le preguntó el argelino Kim – Are you visiting Hong-Kong??

- Not really. Today I´m going to Macao. I´ve heard there is a Casino called Venezia… And well, I just have to go there!! – respondió apasionado Eugenio. En este momento se levantó de la cama a toda velocidad y comenzó a explicar sus planes muy emocionado, sobre todo porque ya se lo había dicho a tanta gente que las expectativas eran cada vez mayores. Al fin, hoy sería el día en el que podría jugar unos dólares en los Casinos de Macao y, por encima de todo, casi como una obsesión infantil, comprobar la extravagancia de un Casino llamado Venecia, donde había góndolas y señoritas chinas que cantaban canciones a la italiana.

- And what are you doing here? - le preguntó el italiano a Kim una vez hubo terminado su discurso.

Kim asumió una vez más esa postura británica que le caracterizaba, dejó su maleta de ruedas en una esquina y se sentó sobre su litera. Comenzó entonces, muy lentamente, a contar un poco su historia. Llevaba seis años viviendo en China, yendo de aquí para allí, enseñando inglés y tocando la guitarra en algunos garitos de Pekín y Shanghai. Si alguien le preguntaba por qué China, Kim se cruzaba de brazos y seguía fumando un cigarrillo. Había muchas preguntas sobre su vida a las que ni siquiera él mismo podía responder. ¿Por qué China? Kim siempre cambiaba de conversación y seguía hablando de música. Era de origen bereber y tenía 6 hermanos (“all of them live in different countries”), los cuales le inculcaron su pasión por la música, sobre todo el Flamenco. En sus viajes por el mundo, siempre contaba a los aficionados a la música la misma historia, el momento en el que murió Camarón y él y sus hermanos se enteraron por la radio. Uno de sus hermanos entendía español y estuvo traduciendo las noticias. En cuanto se dieron cuenta de su muerte, los seis hermanos cogieron sus guitarras y, en silencio, sin tocar ni una cuerda, se pusieron a llorar.

Kim era muy educado, pero también le gustaba hablar. Nunca hubiera interrumpido a nadie en medio de una conversación, pero su tono lento y a la vez persuasivo también impedía que otra persona cortara su intervención. Por eso, en su condición de “experto” de China después de vivir en este país seis años, siguió explicándole a Eugenio sus impresiones sobre Hong-Kong. “Esta ciudad antes era mucho más limpia y más ordenada. La gente respetaba los semáforos, recogía las cosas cuando acababa de comer, no se veía ni un papel por las aceras. Desde que Hong-Kong volvió a ser parte de China todo esto ha cambiado. Y yo lo siento mucho, la verdad, porque antes daba gusto venir a esta ciudad…”, decía Kim mientras movía la cabeza de izquierda a derecha, lamentándose de esta pérdida de “civilización” por parte de una ciudad, Hong-Kong, en la que él siempre se había sentido como en casa.

Akumi comprendía a medias estas conversaciones y se entretenía en su litera ordenando sus cosas y echando un vistazo a la guía de viajes (la versión japonesa de la Lonely Planet). Una vez más, Europa volvía a planear sobre su cabeza. Pocos japoneses hubieran entendido que Akumi viajara solo por países como Francia o Alemania; y muchos menos que se alojara en hostales tan cutres como en el que se encontraba ahora mismo. Europa le había quitado mucho de asiático y le había aportado algo de europeo. La primera vez que alguien le incitó a viajar por su cuenta fue en Alemania, gracias a un grupo de amigos que hicieron de anfitriones en la ciudad de Colonia. “Si quieres ir a París, vete. –le había dicho uno de ellos mientras le rellenaba su vaso de cerveza-. Tú solo eres una persona entera, más que suficiente. No pierdas oportunidades por esperar a los demás”. A lo largo de su viaje, se encontró con tantas personas que le dijeron lo mismo, que ya nunca más volvió a viajar en grupo. “Viajo sola para no sentir la soledad”, le había dicho su medio novia francesa cuando se despidió con un beso en la estación de trenes de Lyon.

Unos ronquidos escandalosos cortaron la conversación entre Eugenio y Kim. Provenían de una de las camas de la habitación, donde debajo de la almohada sobresalía una cabeza de rasgos asiáticos que hacía más ruido que una taladradora. Eran las doce de la mañana, pero el pequeño hombre chino (Akumi no tenía ninguna duda de que era chino) parecía encontrarse en medio de uno de sus sueños más profundos.

Al poco rato, Eugenio preparó sus cosas y se despidió de Kim y de Akumi. “Hoy es mi gran día. Me espera el Casino Venezia”, y salió por la puerta pensando en las góndolas y las canciones italianas, la Plaza de San Marcos y las máquinas tragaperras.

Kim invitó a Akumi a comer algo, pero el japonés, que todavía estaba un poco cansado tras las diez horas de vuelo, prefirió quedarse en la habitación. Afuera hacia frío y Akumi escuchaba el sonido del viento por la ventana, así que se reposó con la guía en sus manos sobre la litera, y con los ronquidos de fondo de su compañero de cuarto se quedó dormido.

………………….


Cuando se despertó ya era de noche y el hombre chino que roncaba como una lavadora estropeada se preparaba para salir a la calle. Buscaba entre sus bolsas, amontonadas en uno de los rincones de la cama, unos playeros con los que acompañar sus pantalones de pana azul oscuro y un abrigo verde muy largo, que le llegaba hasta las rodillas. Era una imagen austera y sencilla, nada que ver con las ropas sofisticadas y atractivas que se podían ver en Central o Admirality. Con ese abrigo verde gigante, que Akumi había visto en el interior de China, el hombre parecía mucho más grande de lo que era. ¿Iría a trabajar? El chino no dirigió ni una palabra a Akumi, cuyos pequeños ojos japoneses le contemplaban desde lo alto de su litera. Cuando se puso los playeros deportivos y ordenó las bolsas sobre la cama, el chino cogió su teléfono móvil –al que dormía abrazado-, escupió en la papelera y salió por la puerta.

Akumi decidió salir a comer algo y pasear por Hong-Kong. Sus amigos europeos le habían dicho que las guías de viajes eran imprescindibles para saber lo que se visitaba, pero que depender de ellas era mucho peor que no haberlas leído. Por eso mismo, y en una noche en la que el cuerpo sólo le pedía perderse, dejó la guía sobre su cama y salió del hostal.

En la calle, las personas iban y venían a través de Nathan Lu, en la misma orgía de luces de colores, vendedores ambulantes y puestos de comida callejeros que le había recibido algunas horas antes. Comenzó a caminar en dirección norte, intentando alejarse de los puestos más turísticos. Pero Hong-Kong parecía una trampa para los reacios a las compras: tras un supermercado venía un centro comercial, detrás un mercado callejero de ropa y muebles, y un poco más lejos una plaza con lo último en tecnología.

Akumi cogió una calle estrecha y se metió en un pequeño puesto callejero cantonés. Allí comió uno de los platos típicos que había visto comer a los locales, un plato de arroz y pato que le dejó más bien insatisfecho. Su estómago no estaba para bromas, así que decidió probar una de las tortitas con huevo y verduras que se estaban comiendo sus compañeros de mesa (siempre era más fácil pedir los platos que uno podía ver, porque se señalaban con el dedo y el camarero comprendía al instante lo que uno quería).

Aunque la oferta nocturna de Hong-Kong ofrecía oportunidades para todos los gustos, una fuerza extraña empujaba a Akumi a volver al hostal. De alguna forma, no se sentía cómodo entre tantas tiendas y tanto movimiento, y el Travellers Hostel se había convertido de repente en su hogar provisional.

Al llegar al hostal, Akumi presenció la misma escena que cuando llegó por la mañana: cinco personas, en pijama y zapatillas, miraban la televisión. Una vez más se encontró con el pasillo estrecho, las sillas de plástico de colores y una pizarra donde el chino de Shanghai llevaba la cuenta de la gente que le había pagado. A pesar de la frialdad de las paredes grises y el mobiliario antiguo, Akumi estaba contento de volver “a casa”. Por alguna razón, este pequeño pasillo maloliente le recordaba a las noches pasadas en el salón familiar de Tokyo. No importaban tanto los muebles como el ambiente de estar por casa, la gente que iba y venía en zapatillas, las distintas lenguas que se mezclaban con el humo de tabaco.

Kim, de piernas cruzadas y fumando un cigarrillo, le saludó con discreción y le invitó a sentarse a su lado. Las otras cuatro personas mantenían una discusión acalorada, señalando a la televisión y gesticulando: aunque estaban viendo una película, parecía que los cuatro estaban comentando un partido de fútbol.

“Aquel de pelos largos y cazadora azul es español, al parecer está dando la vuelta al mundo. – le explicó Kim - El que está a su derecha, con la chaqueta marrón de pana, es francés. Creo ha venido a ver a su hermana, que trabaja en Beijing. La que está frente a ellos es portuguesa y, si no he entendido mal, es descendiente de uno de los administradores portugueses de Macao que todavía sigue viviendo allí. El otro, el que menos habla, es italiano”.

-Pues la chica portuguesa parece china – comentó confundido Akumi.

-Sí, creo que su madre era cantonesa.

-¿Y en qué lengua hablan? – le preguntó Akumi muy interesado.

-Cada uno habla en su lengua.

-¿Cómo?

-Sí, el español habla en español. El francés en francés. El portugués en portugués. Y el italiano, cuando habla, lo hace en italiano.

-¿Y se entienden?

-Bueno, como ves están teniendo algunos problemas. Sobre todo con el francés, al que no hay Dios quien le entienda…

Los cuatro seguían enfrascados en una conversación que, desde fuera, parecía apasionante. Movían los brazos de arriba abajo y se señalaban los unos a los otros, como si se fueran dando el turno para hablar. El español y el francés intentaban seducir con sus armas a la portuguesa-china, cuya mezcla de rasgos occidentales y orientales llamaban la atención en un pasillo con tan poca elegancia. Además, hablaba cantonés, portugués e inglés a la perfección, lo que la convertía en la única persona que podía moverse en tres continentes distintos. Cada vez que utilizaba una lengua diferente su rostro y su expresión se transformaban, como si dentro de ella hubiera al menos tres personas distintas. El español había encontrado en ella un misterio fascinante, un puzle de culturas que le hubiera encantado saborear; como una casa llena de habitaciones, cada una de ellas con una persona distinta a la que descubrir.

Al poco rato, el italiano Eugenio hizo acto de presencia, atravesó el pasillo y se acercó a Kim y a Akumi. Por la gracia con la que desplegó otra de las sillas de plástico y se sentó junto a ellos, Kim comenzó a sospechar que Eugenio habría ganado unos miles de dólares en el casino. Se quedó en silencio durante algunos segundos, sonriendo y con la mirada perdida en la televisión, hasta que Kim le sugirió (“please, man”) que les contara su experiencia en Macao.

- Ah, si… ¿El Casino Venezia? Pues es un buen sitio –dijo mientras cruzaba una pierna sobre la otra y se hacia el interesante. Su pelo rubio rizado seguía tan alborotado como por la mañana, lo que hizo pensar a Kim que no había sido un accidente mañanero, sino un look intencionado-. La verdad es que es lo único que vi de Macao. En cuanto llegué al Puerto cogí un taxi y me fui hasta allí. Bueno, estos de Macao están como cabras. Al parecer los que están detrás de este negocio son propietarios de uno los casinos más grandes de Las Vegas –Eugenio levantó entonces la mirada y captó la atención del “grupo latino”, que al escuchar “Las Vegas” giró la cabeza como una sola persona. Eugenio estaba encantado de tener más público para su historia-.

- ¿Las Vegas? – se sorprendió Akumi.

-Sí, sí, Las Vegas. Bueno, el sitio es una locura. Cuando llegas allí, en el interior del Casino, tienen unas cuantas góndolas que recorren algunos canales que han creado artificialmente. Si te juegas unos dólares en el Casino luego te llevan gratis en Góndola.

- Sí, algo había oído – confirmó Kim.

- Bueno, yo monté en una de estas góndolas, y lo primero que hice fue decirle a la señorita que la dirigía que Venecia no era así. Que la imitación era un poco mala – aquí Eugenio sacó su orgullo patrio -. La chica se quedó muy sorprendida y me preguntó de dónde era. Y, claro, cuando le respondí que era italiano, la pobre me miró con una carita…

El otro italiano, hasta entonces casi mudo, soltó una carcajada que se escuchó 16 pisos más abajo, en Nathan Lu.

-¿Y tú has estado en Venecia? –no puedo evitar preguntar el español.

-La verdad es que no – respondió Eugenio avergonzado, mientras todos se echaban a reír y se olvidaban de la televisión por un momento.

En medio de este ambiente festivo, un nuevo invitado se sumó a este salón improvisado en el piso 16 de las Chungking Mansions de HongKong. En cuanto entró por el pasillo, el olor a alcohol (aquello no podía ser sólo cerveza) hizo que todo el grupo se fijara en él. Cogió otra de las sillas de plástico que se amontonaban en una de las paredes y se colocó cerca del español de pelo largo y cazadora azul, Enrique, que ahora intentaba reiniciar la conversación con la portuguesa-china. El recién llegado, que era estadounidense y se llamaba Jon, bebía cerveza Tsingdao y fumaba cigarrillos Zhongnanhai como si le fuera la vida en ello. No pudo estarse callado durante mucho tiempo:

-¿Where are you from, man? ¿Spain? –le preguntó a Enrique.

-Yes.

-Fuck you, man. Your Spanish sucks… -decía el estadounidense, que a duras penas podia mantener el equilibro sobre la silla- The real Spanish, you know, is the one spoken in Texas… That´s good Spanish, man –dijo mientras le daba un ligero puñetazo en el hombro.

-Yes, sure. I guess so – dijo con ironía Enrique–. Your Spanish must be very good, then…

-Excelent!! Mio español es muy bueno. Tuyo es español es muy muy malo. Creo que tener tu venir a Texas… – no era sólo que la gramática y los tiempos verbales estuvieran equivocados, sino también que tenía un acento tan fuerte que Enrique a duras penas podía comprenderle. Decidió seguir en inglés – Yes, your Spanish sucks. You sound like a queer. You must come to Texas – el texano introdujo entonces una sonrisa y miró al resto del grupo buscando su complicidad, aunque todos miraron para otra parte.

El español decidió no entrar al trapo y seguir hablando con la portuguesa-china, que le parecía mucho más interesante. Enrique no conseguía concentrarse y contarle los proyectos que tenía para los próximos meses (entre ellos pasar tres meses en Vietnam, Camboya, Laos y Tailandia sacando fotos para luego editar un libro en España) porque su mirada se perdía adivinando formas debajo de la blusa y los vaqueros gastados de la portuguesa-china. ¿Cómo sería ese cuerpo asiático-europeo desnudo? ¿Cómo sería perderse con ella entre las sábanas durante una noche?

Había comenzado hacía dos meses esa vuelta al mundo que muchos consideraban una locura. Ni siquiera él sabía muy bien cómo había comenzado todo. ¿Fue en un anuncio en una agencia de viajes? Lo cierto es que su objetivo había sido visitar Asia para sacar fotos, pero una vez que comenzó a comprar billetes de avión y a hacer planes todo se salió de madre: Australia, Nueva Zelanda, Argentina, México… hasta diseñar una vuelta al mundo que todavía no sabía si completaría del todo en un año o se prolongaría algunos más (hasta que le dudara el dinero ahorrado).

Mientras tanto, el francés le intentaba sacar algunas palabras al italiano, y Kim y Akumi hablaban ahora del compañero de habitación chino.

-¿Has visto como ronca? Por Dios, nunca antes había visto nada igual. En Argel yo dormía con mis 6 hermanos en una habitación y siempre había alguno que roncaba, pero nada parecido a lo de este hombre. Y lo peor de todo es que no para ni un segundo. En cuanto cierra los ojos se pone a roncar.

-Sí, siempre es así en estos hostales – le respondió Akumi rescatando algunas de las frases de sus amigos alemanes-. Si duermes en una habitación con 6 personas, puedes estar seguro de que al menos uno de ellos va a roncar.

-Me acuerdo ahora de una historia que me contaron cuando estaba en el ejército –comentó Kim mientras miraba al techo.

-¿Tú estuviste en el ejército? –le preguntó el español, que no se podía imaginar que este argelino de ojos azules y acento británico hubiera formado parte del ejercito de Argelia.

-Sí, tres años –todos los presentes, menos el texano, produjeron algún sonido de sorpresa-. Allí me contaron la forma de matar a un hombre mientras ronca.

-Ma come?? - clamó el italiano, que sólo hablaba a través de exclamaciones cortas.

-Es muy fácil. Mientras está roncando, lo único que tienes que hacer es soplarle al oído –y Kim se puso a representar esta escena en medio del pasillo, soplando muy despacito en la oreja imaginaria de un durmiente cualquiera- De esta forma, el que está durmiendo piensa que está expulsando aire, y de forma automática deja de echar aire por la boca y tan sólo respira hacia adentro. Yo nunca lo he probado, pero mis generales decían que funcionaba.

Todos se quedaron asombrados por la lección magistral de Kim, que en cuanto acabó encendió uno de sus cigarrillos alargados de menta. Nunca los había fumado en Argelia o en otros países, pero en China estaban de moda y además le parecía que le daban mucho estilo. “A las mujeres chinas les gusta ver a un hombre que sabe lo que fuma”, dijo entre risas.

Mientras el estadounidense se levantaba para comprar otra cerveza en el café de Internet que había en el pasillo, una chica de Hong-Kong se unió a la reunión nocturna. Llegó desde las habitaciones, oliendo a perfume, con tacones altos y vestida de negro. Su imagen, sacada de una película de blanco y negro, contrastaba con los pelos largos del español, el olor a cerveza y el gris del pasillo.

Kim le ofreció uno de sus cigarrillos, pero ella lo rechazó con un movimiento de mano y prefirió coger uno de su propia pitillera. La primera conversación parecía tan estipulada en este albergue, que a Kim, tan educado de costumbre, le salió ahora su aire práctico: “Name? Country? Why?”.

La chica, en principio ofendida por las formas, enseguida se tranquiló al mirar a los ojos a Kim.

-Elisabeth. Hong-Kong. This place is cheap.

A todos les sorprendió encontrarse con una chica de Hong-Kong en un albergue como este, así que Elisabeth (no quiso dar su nombre cantonés porque decía que los extranjeros no podrían recordarlo) tuvo que explicarse un poco más: “Me estoy mudando de casa, a un lugar en la Isla de Hong-Kong –y cuando dijo este nombre le dio una calada a su cigarrillo, para reafirmar la importancia del lugar más caro de Hong-Kong -. Pero todavía tengo que esperar algunos días”.
Kim aprovechó una vez más para explicar su teoría sobre Hong-Kong y China, una teoría que contaba a cada extranjero como si fuera la piedra filosofal… Hong-Kong había cambiado mucho desde que había pasado a formar parte de China, decía Kim con aires de experto, y la ciudad se había vuelto menos civilizada y más sucia.

-Sí, yo también estoy un poco harta de los chinos – dijo Elisabeth con aire despectivo.

- ¿Pero tú no eres china también? – le preguntó Enrique, que le gustaba “picar” al personal.

- Sí y no. Claro que soy china, pero también hongkongnesa – Elisabeth dudó un poco sobre cómo explicarse, hizo una pausa y luego continuó -. Nosotros no somos igual que el resto de China. Desde la unificación, Hong-Kong cada vez va peor. Yo no tengo nada en contra de la gente que viene aquí a trabajar, pero lo que hay que hacer es controlar un poco más la gente que entra en Hong-Kong…

- Pensé que para los chinos era muy muy difícil entrar en Hong-Kong, incluso de vacaciones – siguió Enrique.

- No sé lo fácil o difícil que es, lo que está claro es que desde la unificación cada vez hay más inseguridad en las calles. Mira, el otro día, en el periódico, salía una noticia de la cantidad de gente de Hongkong que había sido atracada en Shenzhen. ¡Es increíble! – Elisabeh abrió sus ojos rasgados y su boca al mismo tiempo, como si estuviera en plena campaña política y tuviera que convencer a los presentes de que lo que decía era cierto- Los chinos nos ven como dólares andantes. Y, además, no les importa nada apuñalarte, robarte o pegarte una paliza. Para ellos la vida de una persona no vale nada.

El español pensó en intervenir de nuevo, pero al fin y al cabo la que estaba hablando tenía el respeto de ser la única en toda la sala de Hong-Kong. Aunque sus ropas pretenciosas y su forma de fumar no le gustaban, lo cierto es que ella era la única que llevaba en Hong-Kong más de tres noches.

-De hecho, últimamente se está poniendo de moda una nueva forma de robar teléfonos móviles – en estos momentos Elisabeth adoptó un tono tan dramático que todo el público, menos el estadounidense, que ya había vuelto a ocupar su silla, la escuchaba con devoción religiosa-. Lo hacen los chinos y se trata, simplemente, de que te cortan la mano mientras estás hablando por teléfono. ¡Te cortan la mano para robarte el teléfono móvil!

Un silencio sepulcral y un aire de escepticismo invadieron el pequeño pasillo que hacía de salón en el Travallers Hostel. El español estuvo a punto de soltar una carcajada. Kim la miraba con expectación y mucho respeto, contento de que su teoría sobre la llegada de los chinos a Hong-Kong fuera apoyada con tanto entusiasmo por una nativa. Akimo, cuya imagen de los chinos siempre había sido mucho más agradable que la presentada por Elisabeth, miró al suelo y se preguntó si tal vez no habría entendido muy bien la afirmación de la hongkongnesa.

Después de unos segundos de silencio incómodo, Enrique intentó desviar la atención de los presentes cambiando el canal de televisión. Su táctica funcionó al instante, sobre todo cuando, después de pasar por películas, noticias y series, llegó a un canal en el que sólo se veían osos panda en la pequeña pantalla. “Podría ser el famoso zoo de Chengdu”, comentó Elisabeth. La música recordaba a esas canciones para niños pasadas de moda, tal vez la banda sonora de un programa infantil o de dibujos animados. Todos quedaron atontados durante varios minutos viento a los pandas, que lo único que hacían era comer y dormir.

-Yo también quiero ser un panda – bromeó el español.

-¿Un panda? Vaya gilipollez – soltó el texano.

-Parece una vida un poco aburrida… - respondió Eugenio.

-No es que tengan la vida más divertida del mundo, pero nadie puede decir que vivan mal –comentó Kim.

-Yo los veo muy felices – dijo Elisabeth. – Este canal es muy bueno. Yo todos los días lo veo 5 o 10 minutos para relajarme.

-Bello – comentó el italiano.

Al poco rato, el salón improvisado del Travellers Hostel se quedó casi vacío. La primera en abandonar su asiento fue la portuguesa-china, a la que siguieron el español Enrique y su cámara de fotos (de la que nunca se separaba). El italiano que hablaba a través de interjecciones y Eugenio (todavía pensando en los casinos) desaparecieron por otro de los pasillos hablando italiano. Kim se disculpó con una sonrisa y se fue para la cama, mientras Elisabeth, que respondía a una llamada de teléfono, se fue hablando por el móvil hacia la calle. El francés se quedó más solo que la una y no tuvo más remedio que saludar a Akimo con la cabeza e irse a la habitación, mientras el estadounidense Jon ya se había quedado dormido sobre la silla de plástico con una cerveza en la mano.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

aunque con mucho retraso - y después de su relectura - quería agradecerte el esfuerzo por "resumir" las andanzas de Akumi por Hong- Kong...
ya imagino que este relato es una breve síntesis de sus "visiones" por esos barrios, tan diferentes de las habituales por aquí...

espero sigas en contacto con alguno de esos personajes...

abrazos, ch

Dani dijo...

Gracias, Ch, por haber llegado al final de las andanzas de Akumi.

Sus ánimos semanales nos ayudan a continuar.