lunes, 4 de mayo de 2009

El buscador de tesoros

Recorría las callejuelas de Pekín en busca de olores antiguos, del tacto de madera carcomida, de los gusanos cuyas familias llevaran más tiempo vagando (como él) por el subsuelo de la ciudad. Pateaba Pekín en un meticuloso plan que acotaba las zonas en manzanas e incluía un recorrido de norte a sur y de este a oeste, una forma de rastrear la ciudad barrio a barrio, calle a calle, esquina a esquina. El problema era que su nariz era su brújula, y que los planes que había trazado el día anterior con tanto esmero se truncaban cuando descubría un plato milenario cocinado frente a un antiguo templo budista; un perro sucio a las afueras de la ciudad que olía tan mal como lo había hecho Pekín hacía 200 años; el olor a quemado de unos mapas centenarios que se habían consumido para siempre en el frío invierno de la capital.

De todos los lugares de Pekín, donde empleaba más tiempo era en torno al lago Houhai. Había descubierto este barrio al seguir el rastro de un abuelo que paseaba con el pecho descubierto y bañador ajustado en una de las calles adyacentes. Aunque muchas de las casas de la zona habían sido reconstruidas y los fines de semana este lago se llenaba de extranjeros que apuraban sus cervezas bajo letreros luminosos, el agua tibia, oscura y maloliente de antaño era todavía perceptible para una nariz afilada como la suya. Probablemente el agua no era centenaria, pero de sus profundidades, del poso del lago, él sentía el tufo originario de la ciudad. Para él, todos los olores provenían de aquí.

En su búsqueda de este Pekín antiguo, se cansó pronto de los museos (en realidad nunca le interesaron, olían demasiado a museo) y se lanzó con entusiasmo a husmear en el interior de las casas pequinesas. Siempre había sentido una limitación en sus caminatas: podía pasear por toda la ciudad, meterse en restaurantes y recoger tierra entre las grúas que construían las nuevas estaciones de metro, pero las viviendas seguían restringidas. No era fácil (incluso para un hombre tan tenaz como él) entrar en los hogares. Y, sin embargo, sentía que ahí podía estar el misterio del antiguo Pekín. Bajo las cuatro paredes de las casas pequinesas estaba seguro de poder encontrar más olores, más sensaciones, probablemente las más auténticas de la capital.

Por eso, después de recuperar viejos amigos con miles de excusas y la única intención de visitar sus casas, decidió que la mejor forma era buscar piso: así consiguió entrar en numerosos hogares, siempre con el ¿cuánto por un mes? fingido de quien busca una habitación de alquiler. En un día podía llegar a visitar hasta 15 casas distintas. Aunque muchas de ellas eran decepcionantes por su olor a sofá recién comprado y productos de limpieza, de vez en cuando encontraba auténticas perlas, casas casi derruidas, con goteras, insectos, el tradicional patio interior pequinés y ladrillos desnudos donde rascar sus uñas. Era entonces cuando le mostraba mayor interés al casero, se perdía en las tuberías malolientes del baño, se regocijaba con el carbón de las calderas y frotaba su cara disimuladamente en las puertas de madera llenas de manchas de pintura y astillas.

Otra de las ventajas de Pekín era que a la gente no le extrañaba comer gusanos: él recogía los que tenían cara de viejos, aquellos que había encontrado en casas abandonadas en el centro de la capital, los que olían a la habitación de su bisabuelo. Después se los llevaba a uno de los ancianos que cocinaba en la calle, justo en la esquina de su casa, y le pedía que se los friera sin ningún tipo de condimento. Cuando comía esos gusanos sentía un recital de sabores y olores atravesando su cuerpo, una especie de vuelta al pasado de Pekín, lleno de alucinaciones de calles reconstruidas, personajes sacados del pasado y olores asquerosos de otro tiempo.

Y cuando alguien le preguntaba porque hacía todo esto, porque su vida se había convertido en una búsqueda de casas abandonadas, almuerzos a base de gusanos con cara de tercera edad y obsesivas búsquedas en Internet sobre la casa más antigua de la ciudad, él siempre respondía lo mismo: “Me encanta cuando las cosas huelen a viejo”

1 comentario:

Anónimo dijo...

incluso la pantalla del ordenador emite esos olores de las tuberias y los gusanos...
¡...que duro nos resulta desde aquí el trabajo del investigador pequinés...!!

abrazos, ch.