lunes, 8 de junio de 2009

El ruso que quería ser chino

Era alto y delgado, tan blanco como los perros de Siberia, y cuando entraba en clase el aula se llenaba de silencio. La única que parecía tenerle cierto aprecio era la profesora, que admiraba la disciplina y dedicación de su único estudiante ruso, un hombre que presumía de saberse de memoria las 50 primeras páginas del diccinario chino publicado por la editorial Xinhua.

Un vistazo a sus libros era suficiente para comprender su método de aprendizaje: el vocabulario a estudiar lo tenía subrayado en fosforito amarilllo, la gramática en azul y las estructuras fijas en verde. Todo este arco iris de estudio le servía para reconocer cada carácter, cada uno de los trazos, y para mostrarse casi imbatible ante cualquier pregunta de la profesora. Pero si sus compañeros de clase le odiaban no era sólo por su enfermiza obsesión con el chino: en un ambiente internacional en el que casi todos utilizaban el inglés en los descansos y después de clase, el ruso se mantenía siempre en las fronteras del mandarín. Algunos comentaban que esta actitud era herencia de la Guerra Fría y el enfrentamiento con el mundo anglosajón, y a juzgar por sus enfados cada vez que algún chino le intentaba hablar en inglés, era evidente que no era precisamente un fan de la CNN.

De hecho, su interés por el chino comenzó gracias al ejército del Partido Comunista, en la época en la que éste todavía no había llegado al poder y se encontraba en las montañas de la provincia de Shaanxi. Los comunistas habían inventado un juego que a él le llegó muchas décadas después a través de su versión en inglés (imagínate su cabreo) bajo el título de “Know the characters”, y que tenía como objetivo alfabetizar a los soldados comunistas. Eran un total de 600 tarjetas donde los estudiantes debían adivinar y reproducir el caracter chino insinuado. Él se tomó el juego con tanto interés que las primeras expresiones que aprendió en chino fueron “abajo con los japoneses”, “muerte al Kuomindang” o “viva la revolución proletaria”. A sus 23 años, decidió abandonar su carrera de ajedrecista profesional en Moscú para estudiar chino en Pekín.

Los pocos españoles que le conocían le llamaban “el ruso loco”, y por todos era sabido que era tan tacaño con el dinero como generoso en sus horas de estudio. De todos los edificios de la Universidad, vivía en el más cutre (aunque nadie conocía a sus compañeros de cuarto, lo cual alimentaba todo tipo de leyendas entre los estudiantes) y a la hora de comer siempre escogía la opción más económica. No era sólo una forma de ahorrar dinero, sino también de sentirse más chino. Porque ésta era en realidad su misión en Pekín.

Después de cuatro meses en China, comenzó a tener la sensación, las pocas veces que se miraba en el espejo, de que sus rasgos rusos se iban difuminando en un rostro oriental. Llevaba más de 120 días concentrado en el estudio del chino, no había pronunciado una sola palabra en ninguna otra lengua (ni siquiera llamaba a sus padres por teléfono) y sus contactos con otros extranjeros se reducían a la obligatoriedad de las clases. Por eso, comenzó a sentir como su pelo se volvía negro y lacio, sus ojos se oscurecían y su nariz se metía hacía dentro. Incluso tenía la sensación de haber encogido unos centímetros. Ahora, cada vez que pensaba en el ser humano en general, siempre le veía con rasgos orientales. Cuando recordaba las calles de Moscú las encontraba llenas de chinos que a paso acelerado salían del metro o entraban a trabajar. Su ex-novia rusa, que había sido modelo para una famosa marca de cosméticos, se había vuelto mucho más delgada y sus pechos reducidos a la mitad. Incluso sus padres, en el recuerdo, se habían convertido en padres chinos.

Al día siguiente, su nueva vida de chino le esperaba.

1 comentario:

Guille dijo...

Precioso cuento (con algo de realidad, espero?).
Saludos a proyectovisiones desde el lago Michigan!
G.