domingo, 11 de diciembre de 2011

Tenías 1 mes y 5 días

Álex, el 15 de mayo de 2011 tenías 1 mes y 5 días. Yo estaba en Madrid, lejos de ti, del París que te recibía con su primavera abierta. Yo había ido a verte, pero entonces tus párpados apenas se despegaban de tus ojos. Así que es probable que yo todavía fuera para ti una mancha gris que te cogía tembloroso.

Álex, quiero decirte algo. El 15 de mayo de 2011 pensé en ti, mi segundo sobrino (sólo por orden de llegada) de poco más de un mes, y sin mucha convicción salí a la calle. Para ser un poco yo mismo, para ser un poco persona, para sentirme mejor (un ratito ciudadano), y por pensar ¿iluso?, que así, saliendo con otros a la calle, cuando abrieras los ojos al mundo, éste podría tener un mejor aspecto.

Éramos pocos, o muchos, según se mire. Y por una vez, la revolución no empezó en París. Quizás la trajo un viento del sur, que en vez de arena, esta vez nos traía granos de valentía. O surgió de un volcán lúcido de una isla del norte. Aunque seguramente, desde hacía tiempo, ya estaba dentro de nosotros.

Y cuando digo que pensé en ti al salir a la calle el 15 de mayo de 2011, quiero decir que pensé que te merecías respirar un aire más limpio, aprender en una escuela sin dogmas, crecer en una Europa de personas, porque, aunque a veces lo parezca, no somos mercancía en manos de nadie ni de nada.

Álex, la idea era que cuando abrieras los ojos, vieras un mundo con algo de la inocencia con la que te quedas dormido, y de la alegría con la que tu hermano ya camina por la vida. Ya ves, cosas sencillas, pero que en estos tiempos parecen ser revolucionarias, estúpidas, utópicas, de antiloquesea…

Porque nada mejor que esa alegría sin medida. Pero a veces uno tiene que aceptar la rabia (indignados, nos llaman) para sentirse vivo, y digno. Y esa rabia se convirtió en un grito, y las palabras de unos pocos movieron a unos muchos, y los gritos despertaron conciencias, y la conciencia creó una marcha, y de una marcha surgió un movimiento, y el movimiento se atrevió a cruzar una Puerta. Y te prometo que, dos días después, éramos tantos en aquella Puerta, que conseguimos que temblara el suelo por el que, aún hoy, se pasea la injusticia.

Y pronto se unieron otras plazas. Con el mismo grito, con la misma rabia. Infinitas opiniones y una única conciencia, que multiplicaron por todo el planeta ese primer movimiento. Con la misma frente alta -de sentirse vivo, digno- y un mismo POR FIN exclamativo en la mirada.

Lo reconozco Álex, el 15 de mayo de 2011 salí a la calle sin mucha convicción, pero a los pocos días ya pensaba que todo era posible. Posible que cuando por fin abrieras los ojos, este mundo sería un poco más justo. Que cuando caminases, y todos los parques se te quedaran pequeños, hubiéramos dejado de ponerle precio a los árboles. Que cuando fueras al colegio, la guerra sólo fuera para ti un tema -incomprensible- de los libros de historia. Que el día que nos sorprenda tu voz grave y tus ideas propias, te dejen ser un ciudadano europeo, y no un súbdito de los euros.

Es cierto, ya no son tan especiales estos días. Ya no está la magia de lo imprevisible, el milagro espontáneo, el desahogo liberador de todas las primeras veces. Pero al igual que tú, crecemos, aprendimos a hablar con las manos. A veces nos asombramos de lo que somos capaces, a veces todo parece oscuro y nos sobrevuela el miedo, y se apodera de nosotros la desgana. Como tú en medio año, vamos tomando conciencia de lo que somos, de nuestros límites, ajustando la medida de lo que nos gusta y de lo que nos agota, de lo que nos rodea y de lo que nos conviene.

Es cierto, al igual que tú, a medida que crecemos perdemos la inocencia de los recién nacidos. Cada día usamos palabras más raras, cada día todo más complejo, cada vez todo un poco más confuso. Eso no significa que perdamos fuerza (como dicen los que quieren que eso pase), quiere decir que crecemos. Como tú, a pesar de que hoy todavía rías sin reservas a la vida, tendrás problemas, baches, dudas, días grises... Cometerás errores, serás incomprendido, y te enfadarás contigo mismo por no ser capaz de hacer más cosas, o mejor, o más rápido…

Pero, cuando la vida se nos tuerza, me acordaré de tus primeras risas en París, y algo de esa inocencia estará en nosotros para siempre. Como también quedará el recuerdo de ese Madrid, y de los millones que hemos tomado las plazas del planeta en estos meses, para que todo sea un poco más justo, más sencillo y más tierno, es decir, sólo intentamos que se parezca un poco más al momento en que los niños se quedan dormidos.

Por eso habrá que seguir saliendo a la calle, para que cuando tus ojos tranquilos descubran este mundo, no es que lo hayamos arreglado todo, pero al menos todos los sueños sigan pareciendo posibles, como sentí por primera vez en aquellos días de mayo.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Americana

Por Adrián Martínez, dentro del proyecto Visiones de todos

Desde Maine hasta el sur de California, la primera visión es la de la desolación absoluta en las calles. El tumulto de voces, gritos y pies hace tiempo dejó paso a los motores de los suburbanos. First, Main, Brown, Elm. Los nombres se repiten y también el abandono que resquebraja las aceras mientras las hierbas van ganando terreno a los pasos.


Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando por consenso tácito se decidió que el sueño americano residía en los suburbios. Una casa con porche alejada del centro urbano, al que siempre se podría acceder con el coche recién adquirido. Los años sólo contribuyeron al abandono, que en el mejor de los casos quedó como tal y en el peor se convirtió en una degradación que reflejaba las diferencias económicas (y raciales) cada vez mayores de la sociedad estadounidense. El sueño americano se mudó a las afueras y dejó a los perdedores el espació físico que antes ocupó.

Los griegos construyeron una civilización en torno al ágora. Los norteamericanos lo sustituyeron por el mall, que no sólo resulta mucho más rentable en términos económicos sino que tiene evidentes ventajas ideológicas. Por un lado incentivó el consumo, al contado o, más frecuentemente, a crédito, lo cual sin duda es muy conveniente para mantener a una población trabajando sin hacer demasiadas preguntas. Por otra parte, vaciar calles, plazas y parques evita exponer a honrados ciudadanos a aquello que pudiera mínimamente diferir de su visión del mundo (suponiendo que tuviera una). ¿Qué espacio físico queda pues para la sociedad civil? ¿Dónde reunirse? Ciertamente las opciones no son muchas, pero un paseo cualquier domingo por la mañana puede dar algunas pistas al contrastar el vacío de las calles con el bullicio de las iglesias, lo cual no deja de tener sentido en un país donde hasta los dólares confían en Dios. A todo esto hay que añadir que el capitalismo aplicado a la religión ha permitido no sólo que los templos tengan aire acondicionado y bancos más confortables para aguardar la salvación, sino que hasta los más enrevesados aspectos de la fe se adapten a los gustos de un cliente no acostumbrado a afrontar dilemas morales (ni políticos), puesto que todas las repuestas vienen dadas y las líneas marcadas.


Todo esto no tendría nada de malo si no fuera porque semejante uniformidad ideológica impide que nadie señale al emperador desnudo. Cualquier creencia, por estúpida que sea, encuentra acomodo en un país inventado para garantizar la libertad de religión. Decía Chesterton que lo malo de que los hombres dejaran de creer en Dios no era que no creyeran en nada, sino que estaban dispuestos a creer en cualquier cosa. Podemos añadir que cuando todos los hombres creen en el mismo Dios pueden convencerse de cualquier cosa. Así, no resulta raro encontrarse quien defienda que no fue de burro la quijada con la que Caín mató a Abel, sino que bien pudiera ser de triceratops, pues hombres y dinosaurios coexistieron después de que Dios los creara a ambos hace unos 10.000 años y hasta que el Noé los condenó a una muerte segura cuando abandonó a los reptiles a su suerte ante las primeras gotas. O que Saddam, en alegre compadreo con Osama Bin Laden, escondía armas de destrucción masiva en los desiertos iraquíes que, oh casualidad, sólo albergaban petróleo. O que el país está en manos de un extranjero socialista y musulmán. Permanezcan atentos, las primarias de 2011 depararán sin duda nuevas y asombrosas revelaciones.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El tango que se llevó el río

Si nos cruzamos por la calle y me dices que vas a París, y tienes prisa, sólo te diré una frase: vete, un sábado por la mañana, al mercado de Barbès. Seguramente no me harás caso (con la cantidad de cosas que hay que ver en París), pero eso es porque nunca has estado en Barbes un sábado por la mañana. Debajo de las vías del metro, porque en París el metro sí que vuela, surge un mercado que está en París, pero es tambien Tánger, Sevilla, Dakar, Lagos, El Rastro; y también París.

Yala, yala, te grita a los ojos un viejo, mientras con el cuchillo te ofrece (gratis) un trozo de melón goteante. A un euro, a un euro a un euro, recita sin descanso una mujer africana, mientras sonríe removiendo cestas de melocotones, y su vestido compite en colores con las frutas que vende. Calzoncillos, enchufes, yogures, pan árabe recien tostado, mantequilla normanda, melones, hierbabuena, aceitunas. Si lo encuentras más barato es que ya no estás en París.

Porque París es también sus rutinas, incluso su aburrimiento. El gesto de rumiar la punta de la baguette camino a casa, aunque sea bajo el paraguas, con todo el cansacio de la ciudad en los hombros. O la noche fría que te sorprende leyendo en la lavandería, (¿hay algún lugar en el mundo más triste que una lavadería, una noche de noviembre en París?), donde todo el mundo parece un asesino en serie, o un depresivo para siempre.

Pero antes, en verano, hubo un tiempo en que París también era Cortázar, y su Rayuela, y nosotros jugando a saltar entre sus capítulos, andando con los zapatos endiabladamente empapados, preguntándonos si encontraríamos a una (otra) Maga antes de que acabase el puente de madera; o después, a punto de matarnos porque una buhardilla del Marais reflejaba un sol de oro, y nuestras bicicletas casi se chocan cuando los dos la señalamos con la barbilla.


En esos días, París era un tango que se llevaba el río, borrando todas las penas del mundo, dejando sólo la vida, cuando se nos muestra pura, sin adornos ni corazas. Fue una tarde. El verde Sena era manso pero obstinado, de hermoso casi dolía, y no aceptaba viejas nostalgias porteñas, se las llevaba todas consigo; pero si dejaba la calma, o mejor dicho el ritmo, el ritmo pausado entre tango y tango para que una mirada pudiera ser contestada, o evitada, y un hombre (seguro que argentino), de 55 ó 60, qué más da, coge aire cuando el acordeón del radiocasete anuncia un final, y se dirige a una joven rusa de ¿25, 30?, qué importa, sentada en ese pequeño anfiteatro a orillas del Sena, que espera, sin mostrar que espera, a que pase justo lo que acaba de pasar.

Y ella en verdad la está pasando fenómeno, y detrás de sus rasgos fríos, afilados y bellos (¿de verdad será rusa?, ya qué más da) aparece una pasión medida, un fuego escondido entre las normas del viejo tango, y sonríe a medias cuando la pierna se gusta y hace un quiebro, como cuando Charlot cerraba las puertas...

Y él también se gusta, quizá sea el único momento de la semana en que se gusta, y lleva a la rusita con respeto pero cerquita, con la mano que le ocupa media espalda (ha decidido que es rusa, más por lo pelirrojo que por su acento, puesto que sólo se hablan con los pies y la mirada). Y ella se deja llevar, agradeciendo un compañero que de verdad sepa hacerlo (llevarla así). Así apuran dos tanguitos (más sería sospechoso) bailando clásico, sin alardes, contenidos; pero eso sí, dejando una estela de emoción como unos puntos suspensivos, que el resto de bailarines percibe cuando la cruzan. Así, tal cual le gustaba hacer a él hace mil años, en el reservado de aquel boliche donde enamoró a su ex mujer, pero eso ya es otra historia que ni diez Senas podrían borrarle de los ojos.

Esta vez lo consiguió, impresionó a Matilde, con quien no bailaba -con los pies- pero con la que interambió miradas como sólo se mira cuando se baila tango. ¿Viste que lindo baile, Matilde? Matilde también Argentina, aunque ya muy afrancesada (después de 34 años, hay que ver cómo pasó el tiempo), también ronda los 60, también se muere de tristeza toda la semana en París, menos los domingos de verano, por la tarde, a orillas del Sena, ahí sólo queda herida, de tango y de nostalgia.

Y sí, Matilde lo vio, mientras bailaba con un inexperto francés de ojos asiáticos (ahora hay franceses en todos los formatos). El poco rato que no tuvo los ojos cerrados -con una pareja así, mejor concentrarse en la música- vio como Martín, el bueno de Martín, el pelotudo de Martín, se las ingeniaba bárbaro con esa muñequita rusa que, por otra parte, podría ser su hija.

Así, esa tarde supimos que París éramos también nosotros, y nuestros paseos infinitos por el Sena. Era el final del verano, pero el viento parisino-nocturno en nosotros sostenido era ya un ultimatum del otoño, y con el otoño (ya sin largos paseos por el río) llegaría la nostalgia, la nostalgia de un Buenos Aires, donde nunca habíamos ido.

martes, 31 de agosto de 2010

Visiones de viaje (al sur de Portugal)


Las maletas al maletero. La mochila y el agua en los asientos de atrás. Llevamos móvil, cartera, el mapa y la Lonely. El bote a mano para pagar la gasolina, los peajes y lo que venga. M30, M40, el desvío justo -que no se nos pase- y todo recto. Entrar en Lisboa es como encontrar un tesoro. El vértigo al cruzar el puente, buscar Avenida Liberdade (empiezan las metáforas), una callejuela empinada, ahí es. Una pensión cutre, una pista: un bacalao a orillas de Alfama recompensa 7 horas de autopista.











El Alfama lisboeta, la Habana Vieja, Arsenale en Venecia, el Raval de Barcelona. Barrios “únicos”, “imprenscindibles”, “verdaderos”, según todas las guías. Todos mágicos, en efecto. ¿Por qué? Una pista: los vecinos se saludan y no hacen caso a la norma quita-alma de las ciudades: prohibir las sábanas en las ventanas.

¿El fado nació en Alfama? ¿O es Alfama la que ha crecido acunada en el fado?

El portugués te acaricia la boca con una alegría tranquila, Rua do Sol. Te saben a sal los nombres de los pueblos Caparica, Zambujeira do Mar, Portimao. Te refresca la boca sedienta Vila Nova de Mil Fontes. Está ahí, tan cerquita que no le haces caso, como a esa chica tímida en la verbena, esperando que la saques a bailar. Nunca sabremos lo que nos perdimos.

Aldeia do Meco, (o Corva, el pueblo que no existe). Preguntando al camarero del camping durante el desayuno. Idioma: portuñol: Nos han dicho que en Corva hay una playa donde hay barro. ¿Barro es arsilha? Si eso arcilla… Si aquí (Aldeia do Meco) tenemos praia con arsilha, pero Corva non esiste. Pero si el mapa dice que está muy cerca. Sí, mucha gente con ese mapa quiere ir a Corva, tendría que estar aquí según ese mapa, pero no existe… Muito obrigado. Vosotros sois bienvenidos.

Seguimos las indicaciones. La playa y el barro sí existen. Corva no. Borges haría algo maravilloso con todo esto.

Cabo San Vicente. El mundo parece terminarse en ese horizonte. Esta barbilla de tierra era la última costa conocida que veían los marineros portugueses que cruzaron mil océanos. Desde ahí, parece lógico que detrás de esa línea, donde se confunden el cielo y el mar, haya monstruos infernales y se pliegue la Tierra hasta dar con el Infierno.









Pero donde unos creían que acababa el mundo, para otros simplemente comenzaba a ensancharse la vida.













Olhao. Una Arquitectura del Mar. Tiene el blanco de la espuma, y todos los tonos de azules. Con las ventanas amplias como la palabra océano, los balcones abiertos a la brisa, las azoteas para reparar redes y limpiar lo que el mar nos cede cada día. Una arquitectura que zarpa desde los patios sevillanos, desde los azulejos lisboetas, navegando con un recuerdo de acequia mora. Se despide de Europa en Olhao, Faro, Cádiz y Huelva. Hace escala en las islas del Atlántico, y reposa en el Caribe, quizás mostrando su mejor perfil en La Habana y Cartagena. Después seguirá navegando, porque al ser del mar también es marinera, hasta el Valparaíso chileno. Para luego darse media vuelta, y acabar su viaje (con los ahorros de una vida) envejecida, y cada día más melancólica, en algún monte de Galicia, o surrealista en un barranco de La Gomera.

Ilha de Armona. Hace tiempo, las gentes de Olhao no se conformaron con ser pescadores de costa, y quisieron vivir aún más cerca del mar. Decidieron ser isleños. Por eso, cada vez que podían, se iban a las alargadas islas cercanas, entre ellas Armona, para saberse rodeados de azul. Poco a poco, las lonas para taparse del sol se convirtieron en tiendas, las tiendas en chabolas, y las chabolas en casas… Y así fueron construyendo los únicos chalets humildes que se conocen, chalets de pescadores. Y ahora, cuando el sol se pone detrás del continente y se van los turistas en el último ferry, el olor a sardinhas a la brasa invade la isla, sólo se escuchan conversaciones entre familias y vecinos, y alguna noche una guitarra portuguesa, animada de amarguinha. Y de fondo, sólo el mar.

Es entonces cuando las gentes de Olhao son felices con la elección de sus abuelos, que habiendo nacido en tierra firme, de tanto amar el mar, decidieron ser isleños.

miércoles, 7 de julio de 2010

Visiones de viaje

Pedaleando por el mundo, uno se da cuenta que algunos se empeñan en poner la vida, las ciudades, entre barrotes


Los hay que son capaces de ponerle cadenas a los columpios












Se ve que unos confían en el orden











y otros en el destello de color que surge en el medio del caos.
















A veces la vida nos pone obstáculos absurdos en el camino






pero, gracias a eso, vemos lo que somos capaces de saltar...
Y también, de vez en cuando, la vida nos ofrece un fuego, un refugio, una cabaña







y un horizonte










nos envía una señal


incluso nos regala una compañía, una compañera






y abre todas las ventanas


Así uno comprende, que a veces unos pocos tienen que dar las primeras pedaladas, decidirse a cruzar juntos el puente













para que otros puedan unirse en el camino



















En los viajes, la vida se concentra. Uno parece estar iluminado… Y llega a entender que la felicidad se había escondido en un puñado de cerezas.

sábado, 1 de mayo de 2010

Nacido el 1 de Mayo (hace un año)


"Tu risa me hace libre / me pone alas".
Miguel Hernández

Naciste en París hace un año, y la ciudad no se detuvo. Como no se ha detenido la Tierra que pisas, girando 365 veces sobre sí misma. Has visto llegar y marcharse a las 4 estaciones, y ya te habrás asombrado unas cuantas veces con esa pelota de luz que de vez en cuando queda suspendida en el cielo.














No, a pesar de tu llegada, y de cientos de miles como tú, el mundo sigue igual de estúpido, igual de egoísta, de hipócrita y de suicida. A pesar de tu risa en la bañera, de tus manos que quieren atrapar las nubes… no tan lejos sigue habiendo hambre y guerras, destrucción y miseria. (Te escribo todo esto porque sé que no sabes leer. Ni falta que te hace).

Y sin embargo, tú mejoras el mundo cada día. Nos vuelves dulces con tu dulzura, somos inocentes en tu inocencia, y libres junto a tu alegría. Te sale un diente y es una fiesta. Te pones enfermo, y nos ponemos tiernos. Nos quitas la prisa, la bronca, los dilemas. Las pequeñas derrotas, los porcentajes, las miserias propias y la desvergüenza ajena.

Nos olvidamos del rencor, dejamos de lado al egoísmo. Volvemos a sentir la maravilla. Con tus primeros balbuceos, devuelves el sentido a las palabras. Cuando echas a andar -para llegar al balón, para cruzar una puerta- damos valor a cada paso. Y verte crecer es recuperar el sentido del tiempo.

Pero sobre todo haces que miremos al niño escondido que siempre somos, y nunca más seremos. Porque eres generoso, y te quieres parecer a todos nosotros. Y unas veces sonríes con la mirada de tu madre, y te vas quedando dormido, y cierras los ojos con la tranquilidad de tu padre. Y dejas que te crezcan las orejas puntiagudas como a tus abuelos, y en esa foto tienes un aire a tu abuela, y en este vídeo recuerdas en algo a la otra, y te relames como tu bisabuelo... O pedaleas en el aire, porque sabes que así emocionas a tus tíos.




Y ya te lo dije hace un año: tú, y los miles como tú, deberían detener por un segundo las ciudades, interrumpir las reuniones, parar las clases, las obras, las imprentas, todos los discursos.

Si tan sólo un segundo os mirásemos de frente, a los ojos, a la vida que hay en vuestros ojos… Si el mundo se enterara de que Paul existe. Si se tomara un instante para fijarse en ti, y en los miles como tú; el mundo cambiaría, como tú nos cambias a nosotros.




A Paul, feliz cumpleaños,
feliz todos los días.

miércoles, 21 de abril de 2010

Rutas

[Dentro del proyecto Visiones de todos. Por Lázaro Giménez]

Vivo en Europa, pero a las afueras. Al sur, sí, y casi “al borde” de Europa, en todos los sentidos. Vivo en una ciudad fea como una estación de autobuses a las once de la noche, pero cuyo corazón late como una pequeña terminal de vuelos internacionales. Si se tratara de una gran metrópolis, tal vez no me hiciera tantas preguntas, porque son ese tipo de ciudades las que se convierten en polos imantados para atraer a las personas y las historias que llevan consigo. Pero no es así, es una ciudad fea y gris como una estación de autobuses, y por eso me pregunto qué tipo de conexiones existen en este mundo para que todas esas personas lleguen hasta aquí, un día u otro, de noche, o a punto de romper el alba, cargados con maletas que se amontonan en el andén.



Me pregunto qué rutas les han encaminado hasta esta geografía desconocida y que aparece en los mapas como un simple lugar de paso. Me refiero a gente como Luís o Joanna. ¿Sabía Luís, hace veinte años, trabajando como periodista en los Andes y huyendo de la dictadura en Ecuador, que acabaría buscándose la vida en campos de alcachofas y marchitándose en una residencia de ancianos lejos de su país? ¿Qué pasos trajeron a Joanna, la nieta del republicano español que se salvó como tantos otros en el Winnipeg de Neruda, a esta estación de autobuses? ¿Fue el crecer junto a la estación central de Santiago de Chile? ¿Tenía marcado en el mapa el nombre de esta ciudad Anderson, un militar congoleño que no lo aparenta, al dejar su familia y su país, cuando el asesinato del presidente Kabila le empujó a huir en 2001? ¿Podía imaginarse estas calles cuando cruzaba el desierto o embarcado en una patera? ¿Y qué hay de Anna, la bailarina del Circo de Moscú que encontró aquí el amor y la felicidad? ¿Sabía que el contrato que le ofrecieron para trabajar en España era en una barra americana? ¿Sabía Onelia que llegaría hasta aquí cuando daba clases como profesora en la Cuba de Castro, esta mujer de 70 años, nieta de un barcelonés y una irlandesa? ¿Qué pasa con Coffe, el marinero de Ghana, que llegó hasta Nueva York para buscarse la vida como taxista, incluso como modelo, y que ahora cobra por cargar cajas de lechuga en los camiones que las llevan hasta los supermercados de Alemania? ¿Cuánto tardará en volver a embarcarse en otro barco que se recorra toda la costa de África Occidental?


A veces repaso todas esas historias, y anoto pequeñas frases que sobre cada una de ellas me vienen a la cabeza. Aunque, de todas, hay una cosa que me intriga y que siempre les pregunto: ¿cómo has llegado hasta aquí? Casi como Baudelarie cuando, arrebatado, preguntaba al viajero: “Dites, qu’avez-vous vu?”.


sábado, 3 de abril de 2010

El nostálgico que eligió ser italiano

Dice la canción que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Sin embargo, no pasan más de dos años para que algo en mí se remueva, un desasosiego que no puede calmarse más que volviendo a Italia.

Como el sadomasoquista que no encuentra frontera entre el placer y el dolor, un nostálgico vocacional regresa siempre a los lugares donde sus días fueron especiales, al escenario de sus sentimientos concentrados.

El tren te acerca por las colinas conocidas. Otra vez la emoción de viajar sin biglietto.
Decides, sobre un mapa escondido en la memoria, por qué porta te gustaría volver a poner los pies en Siena. “Siena, la bien amada -que decía Saramago- donde mi corazón se complace de veras”. Pues eso.

Y te sorprendes a ti mismo con una cascada de recuerdos, de aquellos días en que la magia se convirtió en rutina:

Junto a esta fuente tomaba con Fede aquellas pizzas y cervezas mientras me contaba los sueños que ahora ya ha cumplido; en esa casa -donde ahora viven otros- conocí a Sauro, la noche de invierno que tocamos las estrellas desde las aguas ardientes de las termas de Petriolo... Por estas rampas subíamos Andreu y yo en bicicleta, con la mochila repleta de la compra de la semana. Y resoplábamos al llegar a esta Porta, la Romana, orgullosos, sudados y felices.

Y al caer la noche sigues paseando por los alrededores del Duomo, y sientes el imán de la Piazza del Campo. Y aunque sabes que no debes, regresas. Vuelves al ladrillo casi exacto donde estudiaste los primeros verbos italianos. Donde tomabas aquellos helados en las noches de verano. Esa plaza, ese espacio mágico que dio sentido a la palabra encuentro.

Entonces te das cuenta, que tú mismo te has partido, y estás a la vez en tres tiempos: vives el presente que es regresar a Siena, revives los recuerdos que te inyecta estar en esa plaza mágica, y también imaginas otra vida que nunca fue, la que habría sido de quedarte en ese lugar.

Eso debe ser la nostalgia, y duele. Como duele siempre la vida, cuando se toma sin atajos.

Y también Florencia. A mediodía, desde el piazzale Michelangelo, Firenze hace como si nadie la mirase. Es una señora elegante, tan acostumbrada a las miradas indiscretas, que se gusta sabiéndose deseada -a su edad- sin que nada altere su paso.

Te fuiste escribiendo que en cualquier parte del mundo, siempre te faltará la protección de esa cúpula, del cobijo de los triángulos de un puente, del violeta de las colinas antes de la noche. Ahora tienes todo eso delante, y sientes que no te han fallado, como si Firenze no hubiera cambiado para que tú la encontraras igual. A veces las ciudades son más fieles que las personas.

Y eso que tus florentinos -Ludo, Angelo, Mara, Giulia, Virgi y unos largos puntos suspensivos- lo son. Y estar con ellos hace que rebroten las partes de ti que más te gustan. Te recuerdan ese modo italiano que hay en ti, o ése que un día quisiste ser. El impulso vital de preparar con cura (atención) una cena para doce. Celebrar el placer de ser juntos. Brindar por la vida, por sus placeres. Mirar los árboles de otro modo. Soñar con otro mundo, y como buenos artesanos, ponerse manos a la obra para acercar ese horizonte soñado. Desde la alegría.

Así, llega el momento en que uno no vuelve a Italia para verla. Sino para verse en ella…
No se trata ya de visitar tal o cual ciudad, pueblo, museo o paisaje. Sino de regresar a tu destino. Recuperar la profunda calma que provoca hablar, no tu lengua madre, sino tu idioma elegido. Estar junto a los que puedes crear una familia. No echas de menos volver a tu país de origen, sino a tu patria elegida.