A ella le hizo gracia ver el título que corría por su ipod: Pedro Navaja - Rubén Blades, y recordar aquel tocadiscos a pedales en el que sus padres escuchaban esa canción. No pudo contener una sonrisa y mirar a los ojos del que todavía escuchase al bueno de Blades, y sorprenderse de que no fuera tan mayor. Y aún le hizo más gracia ver cómo movía sin ritmo los dedos por fuera del bolsillo del vaquero y seguía la letra con los labios sin que apenas se notase.
Tampoco pudo contener acordarse poco a poco de la letra, y de la imagen de los bailes en las noches de charanga de su país; y llenos de nostalgia, sus pies empezaron a moverse con la timidez de los caribeños al llegar a Europa. Cuando sonó como a tres cuadras de aquella esquina una mujer, quizás por contagio, él liberó su mano del bolsillo y empezó a seguir a los timbales (con retraso) con dos dedos en su cadera, a los que se unió la imitación de la punta del pie del batería. La cercanía -sólo había el brazo de un ejecutivo entre ellos- hizo que fuera imposible que no se dieran cuenta que seguían el mismo ritmo, aunque ella fuera por las manos siempre dentro el gabán cuando él ya escuchaba mientras camina del viejo abrigo saca un revólver.
Ella leyó en sus labios las vocales alargadas de el diente de oro iba alumbrando toa’ la avenida, se sonrieron, y a partir de ahí se movieron al compás. Con más asombro que intención, juntaron las manos en alto sin cruzarse las miradas. (Ella miraba sus pies porque ya no tenía la soltura de antes. Él nunca había hecho nada parecido). En el momento decisivo en que ella le cogió el hombro con la mano libre -no hubo curiosos, no hubo preguntas- él supo responder con otra mano en el centro de la espalda.
Así bailaron los 7 minutos 19 segundos que dura Pedro Navaja. Un par de paradas. Y los últimos refranes a quien a hierro mata a hierro termina / como decía mi abuelita, el que último ríe, se ríe mejor dieron tiempo para darle la vuelta al otro, para que se rozaran las caderas y las manos empezaran a sudar. Con todo el vagón mirándoles de reojo: media sonrisa los que habían visto desde el principio del baile, y la mayoría, carcomidos y envidiosos, haciendo como que no iba con ellos, fingían seguir leyendo sus noveluchas, apuntes de autoescuela y periódicos que no valen nada.
2 comentarios:
Echo de menos el metro y la gente.
Saludos!
Guille.
pues fuí enseguida a coger el i-pod y poner la canción... e imaginarme la escena, el ritmo, las miradas... ¿..y que ocurrió cuando sonó lo de "..como en una novela de Kafka el borracho dobló por el callejón.."..?
tengo que intentar repetirlo en el tranvía, aunque ya escribió aquel poeta que "el amor nunca detiene el tráfico..."
abrazos, ch
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