lunes, 28 de mayo de 2007

El palpito de Sant’Ambrogio


En el centro de Florencia, el mercado de Sant’Ambrogio. Por las mañanas. De lunes a sábado. En Sant’Ambrogio no hay más fruta que la de estación. Los tomates saben a tomate. Las verduras huelen a verdad. Y eso es una noticia en medio de una ciudad acusada de escenario calculado.

Dicen que en una esquina de Sant’Ambrogio, se come el mejor lampredotto de la Toscana. Y otros adentros de las vacas de los alrededores. En este mercado la gente se llama por su nombre; si compras unas cuantas cosas, te regalan la lechuga. Y eso es una novedad en este lado del planeta hecho de códigos y barras.

Aquí se exagera la "h" aspirada de los toscanos. Y el mayor repertorio es el de blasfemias. Se escucha un Dio Boia (Dios matarife), o un Madonna maiala (Virgen cerda) sin provocar asombro en la parroquia. Es cierto que uno puede encontrar el escepticismo distante de los campesinos. Pero se diría que estas personas no conocen la maldad.

Como Angelo. Con una hoja de romero en el bolsillo de la camisa del uniforme, separa la basura hasta lo imposible. Angelo sonríe haciendo sonreír a los puestos que ultiman la mercancía. A lo largo del día, pocos se quedarán sin su saludo. Viéndolo, se tiene la satisfacción que siempre provoca quien hace bien su trabajo, y la alegría de encontrar a un hombre cuya presencia mejora el mundo.



Y como Sant’Ambrogio, hay decenas de mercados. Al final de las avenidas. En las esquinas de las plazas. Como islas de realidad en un mar de postales. Se diría que las gentes vienen a estos lugares desde hace siglos. Porque -aunque parezca mentira- también el prodigio tiene su rutina. Y habrá que tomarle el pulso entre estos puestos de frutas, verduras, bragas y enchufes. De lunes a sábado. Por la mañana. Porque es ahí donde se refugia el latido de Florencia, su pálpito cotidiano.




domingo, 20 de mayo de 2007

LA PLACE DE VOSGES

- ¿Y si tuvieras que quedarte con un lugar de París? Con uno sólo...

- Me quedaría con la Place de Vosges. Sin duda alguna.

- ¿La Plaza de qué? ¿De todos los monumentos de París te quedas con esa plaza?

- Oye, un poco de respeto... que estás hablando de mi rincón favorito en París.

- Vale, vale.

- Para empezar, es el lugar donde me he echado las mejores siestas de París.

- .....

- A mí me parece un argumento de peso...

- ....

- Además, hay una pareja de abuelos súper entrañables. No importa qué día, ni a qué hora, siempre les verás allí, en la esquina que da a la calle Francs-Bourgeois. Creo que viven en uno de los edificios de los alrededores. En lugar de comer en su casa, los dos ancianos sacan su mantel de cuadros rojos y blancos, su botella de vino tinto y sus quesos y se instalan en la plaza, como si de un camping se tratara. En cierto sentido, creo ya forman parte del decorado de la Place de Vosges.

- .....

- No está nada mal tener unos abuelos adoptivos en París.

- Me parece a mí que tú lo que necesitas es una familia entera.

- Hombre, tratándose de familia (no sé muy bien a lo que te refieres), tal vez lo mejor de todo es pasarse por la casa que Víctor Hugo dejó en esta plaza. En una de las esquinas, casi como escondido de la avalancha de turistas, Víctor Hugo me espera siempre para invitarme a un café. Y, que quieres que te diga, si Víctor Hugo me paga un café...

martes, 8 de mayo de 2007

desde el triángulo


El atardecer desde el triángulo. El Arno, a su paso por Florencia, no pasa, no corre en ningún sentido. Sino que permanece, como si quisiera participar de ese espectáculo que es Florencia atardeciendo. Como si estuviera ahí quieto, haciéndose el remolón, para subrayar la permanencia del tiempo suspendida en el aire. Ese tiempo del bostezo del hombre que se renueva cada día a las orillas de este río, impregnando las esquinas de ese despertar.

Sin embargo, la tierra se mueve para todos -como ya se dijo por estas tierras- y atardece en Florencia. Por una vez, la inmesidad presenta un orden. El infinito es casi civil, los caprichos de la luz parecen seguir ciertas reglas, y hasta las nubes se ponen en fila para conseguir la perspectiva.

Ante este atardecer que se diría planeado, uno debe preguntarse cosas serias. Como si es posible una espiritualidad laica... si para alcanzar la belleza hay que cumplir ciertas normas... o si los sentimientos también poseen su gramática.

En cambio, a mí me dio por pensar que lo sublime no podía estar en los horizontes ni en las cordilleras ni en los atardeceres, como enseñan los manuales de la emoción. Sino que debe de ser algo íntimo, como las caricias de los pies o el olor del café al despertar.