lunes, 26 de marzo de 2007

LAS BICIS DE FLORENCIA

Esta semana, bicicletas en Florencia. No es que antes no hubiera, sino que esta semana han florecido al compás de la primavera. Una resplandeciente mañana de domingo concluyó oficialmente este simulacro de invierno. Y al día siguiente, las calles de Florencia parecían estrechas para tanta bici in giro.

Las bicicletas de Florencia reflejan las caras de la ciudad. Antiguas y orgullosas las de los florentinos, que pedalean con una elegancia práctica y ancestral. Falsas y perfectas las de alquiler, nuevas a la maniera de las viejas, como las que compran los miles de norteamericanos que frecuentan los cursillos-excusa para pasar unos meses por aquí. Deshilachadas y habaneras las de los músicos, con sus fundas inconfundibles, y las de los estudiantes sonrientes. Sus ruedas se alinean en los semáforos, y con el verde parecen iniciar una carrera en la que sólo gana la tranquilidad.

Casi ninguno lleva uno de esos terribles candados fijos que se ven en el norte de Europa, sino que van con las cadenas de toda la vida. Tal vez por eso, en Florencia se roban muchas bicicletas. En el patio de la Faccoltà di Lettere suele haber un tipo que las vende por 20 ó 30 euros, según el estado. (Información que domina el estudiante español apenas pisa la ciudad). Los robos, además de disgustos, provocan dos fenómenos. Una cierta igualdad en la flota, ya que pocos se atreven a ir con un modelo que llame la atención de los rompecandados. Y una creatividad obligada para colorear las señas de identidad que dejó el anterior dueño.

Si uno no sale del centro de Florencia, no hay una cuesta digna de ese nombre. Las arterias de la ciudad cuentan con carril bici, y en el asfalto no se tiene la sensación de estar en medio de una jungla metálica. Todo esto democratiza el uso de la bicicleta que se convierte en el transporte cotidiano. Así, hay señoronas pedaleando que van a tomar el aperitivo. Y treintañeros hablando por el móvil, amas de casa que vuelven de la compra, o padres que van a recoger a sus hijos. Hay japoneses con la bici del hotel, y japoneses que venían para una semana y llevan años por aquí. Hay bufandas al viento, y adolescentes que llegan siempre tarde. Y entre tantas bicis que se cruzan, se alcanzan, y surgen de todas las esquinas, los hay que se enamoran en menos de un ceda el paso.

A Florencia no ha llegado la moda de sepultar la ciudad bajo mármoles y paseos recién hechos. Así que todavía hay calles imperfectas que huelen a vida. Sobre todo en los alrededores de las plazas de Santa Croce y Santo Spirito -lugares en que Florencia abandona sus aires solemnes, y se pone humilde, casi pueblerina- por la noche se escucha el tintineo del avanzar de una vieja bicicleta sobre las baldosas carcomidas. Y se diría que esos murmullos van dejando una estela, un hilo que va enredando la ciudad, haciendo nudos en las esquinas, forjando otro renacimiento, primaveral y sostenible.


martes, 20 de marzo de 2007

LA RESISTENCIA

En París también hay antros de mala muerte. En uno de éstos, cerca del centro de París, con las paredes llenas de garabatos y chicles por el suelo, un parisino con bigotes del siglo XVIII nos confesó un secreto: “¿Sabéis qué? Hubo un tiempo en el que París estuvo ocupada por los nazis”.

Antes de susurrar estas palabras nuestro amigo había subido la música. Tal vez tenía miedo de que la propia ciudad pudiera recordar aquellos tiempos en los que la esvástica ondeaba en la Asamblea Nacional Francesa y Hitler se paseaba con su ejército por los Campos Elíseos.

Le dije que no lo entendía. Que no podía ser cierto. Que, a pesar de que lo había estudiado en el colegio y había visto fotos, todavía no podía imaginar un París ocupado por los nazis. Nuestro amigo nos puso otra cerveza y bajó la música: la conversación se había terminado.


Los días siguientes, intrigado por las palabras de nuestro amigo de bigotes del siglo XVIII, estuve investigando algo sobre la ocupación de París. Casi todos los historiadores afirman que la resistencia francesa fue un mito. Que en realidad la mayoría de los franceses aceptaron el régimen nazi, y que los que cogieron las armas para defender la libertad de Francia no llegaron ni al 5%. Según ellos, la resistencia no fue sino un acto de propaganda para levantar la moral de Francia tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero cuesta imaginarse que París no protestara contra esa ocupación. Tal vez los eruditos se centraron en cifras y datos, y olvidaron escuchar las quejas que corrían por las alcantarillas de la ciudad. Seguro que las entrañas de París gritaban de rabia, y en el subsuelo de la capital se gestaba otra revolución. Seguro que los historiadores no escucharon el grito de protesta de Balzac desde su tumba. Ni sintieron la depresión de los lienzos abandonados en Montmartre. Y se olvidaron de las lágrimas de Víctor Hugo en el Panteón.

El portero de mi edificio, un viejo portugués que llegó a París en los años 30, me confesó que París era una revolución constante: las aceras se levantaban para impedir el paso de los tanques, la Torre Eiffel se escondía para no servir de punto de orientación a los despistados nazis, y las farolas se encendía y apagaban para confundir a los ocupantes.

lunes, 12 de marzo de 2007

EL ESTIRON


Hace muchos años, a unos pocos kilómetros de Florencia, en una colina de diseño, hubo un tronco que no se conformó con ser como los demás, dio un estirón, y contempló el horizonte.

domingo, 4 de marzo de 2007

LA BATALLA DE LOS TUBOS CONTRA LOS BALCONES


Desde hace 30 años, en el centro de París, muy cerca de los clásicos Notre-Damme, Hotel de Ville o Louvre, un grupo de tubos de colores, cilindros y vidrios vive al calor de los crêpes y la música callejera. Más conocido como Centro Georges Pompidou (o Beaubourg), en las últimas tres décadas el museo ha librado una batalla silenciosa (y no tanto) contra las vecinas casas burguesas que lo rodean y que se oponían a su llegada al barrio. A día de hoy, nadie duda de que las tuberías le han ganado la partida a las pequeñas casas parisinas.

El centro Georges Pompidou es un amasijo de tubos y cilindros, algunos blancos, otros rojos, también azules. Sus piezas sobresalen aquí y allá, despuntan por un lado y se esconden por otro, en una figura irregular pero uniforme. El dominio del edificio no se reduce sólo a sus metros cuadrados de superficie: los tubos se han ido expandiendo alrededor de él como pequeñas y silenciosas serpientes, creciendo en la plaza de enfrente, desafiando a la Iglesia Saint-Merri.

Sus vecinas, esas casas burguesas con aire de superioridad, le miraron en un primer momento con recelo. Ellas eran las señoras del barrio. Se llevaban muy bien con los grandes burgueses de París: la catedral de Notre-Damme, el Hotel de Ville y el Museo de Louvre. Todos estaban de acuerdo en que introducir un monstruo como ese (un espantapájaros de colores, decían) no haría sino afear la belleza de esas señoras burguesas, con sus balcones del XIX y su color gris París.

Pero, mientras las señoras tendían la ropa en sus ventanas y sus maridos fumaban puros en el bar de abajo, el centro de París se llenó de hierros y colores. Un día eran azules, otro blancos. El pequeño monstruo, el nuevo Frankestein (gritaban las vecinas burguesas), iba naciendo frente a sus balcones. Era primavera, y los tubos crecían por todas partes y se expandían lentamente por el centro de París, casi como si de una conspiración silenciosa se tratara.

En realidad, tal vez no haya sido una victoria de los tubos frente a los balcones, sino un acercamiento constante; una negociación continuada que al final ha llegado a buen puerto. Igual que cuando los jugadores de fútbol forman una barrera y se acercan tímidamente al balón sin que el árbitro se dé cuenta. O como ese primer beso que caricia tras caricia no puede sino acabar en la cama. De la misma forma, los edificios cerca del Pompidou parecen haberse tornado azules y rojos; y el propio museo haber tomado algo del aire gris y burgués de sus vecinas.

Todavía hoy, los turistas despistados se frotan los ojos frente al Beaubourg. Después de corretear por las estrechas calles adyacentes, de embelesarse con la torre Eiffel o de tomar un vino en un buen restaurante parisino, el edificio de los tubos provoca el delirio. Dicen que, frente a la plaza, una ambulancia está siempre disponible para atender los posibles desmayos de los turistas.

Mientras estos turistas (adultos e insensibles) sufren cortocircuitos cerebrales, los hijos deciden soltarse de sus manos para disfrutar del espectáculo. Beaubourg se ha convertido en un lugar para niños y soñadores, para jugadores de fútbol en miniatura, para paseos a ninguna parte. Dicen que por las noches, una vez que las vecinas burguesas se han metido en la cama, el museo se llena de piratas que llegan desde el Sena.

Los niños, acostumbrados a las monótonas calles parisinas, al llegar a Beaubourg descubren al mismo tiempo la plaza y los tubos, los colores y los cilindros, los cristales y las palomas, los malabaristas con sus caras pintadas de azul. Y un impulso les lleva hacia esa gran masa de hierro, como si la corriente de un tsunami les arrastrara. Tal vez el arte siempre debería pasar por el filtro de los niños.

Treinta años más tarde, sigue pareciendo un milagro que este Beaubourg pudiera haber sido construido. Frente a todas esas pequeñas casas, casi de miniatura, con sus formas redondas y amables y su aire de abuelas presuntuosas, el monstruo se eleva omnipotente, con la luz de sus cristales y el color de sus tubos. Frente al París del siglo XIX y la melancolía de los parisinos por el pasado, el Beaubourg es el mejor ejemplo de que el siglo XXI también será el siglo de París.


La batalla de los tubos contra los balcones, en Fotos