domingo, 4 de marzo de 2007

LA BATALLA DE LOS TUBOS CONTRA LOS BALCONES


Desde hace 30 años, en el centro de París, muy cerca de los clásicos Notre-Damme, Hotel de Ville o Louvre, un grupo de tubos de colores, cilindros y vidrios vive al calor de los crêpes y la música callejera. Más conocido como Centro Georges Pompidou (o Beaubourg), en las últimas tres décadas el museo ha librado una batalla silenciosa (y no tanto) contra las vecinas casas burguesas que lo rodean y que se oponían a su llegada al barrio. A día de hoy, nadie duda de que las tuberías le han ganado la partida a las pequeñas casas parisinas.

El centro Georges Pompidou es un amasijo de tubos y cilindros, algunos blancos, otros rojos, también azules. Sus piezas sobresalen aquí y allá, despuntan por un lado y se esconden por otro, en una figura irregular pero uniforme. El dominio del edificio no se reduce sólo a sus metros cuadrados de superficie: los tubos se han ido expandiendo alrededor de él como pequeñas y silenciosas serpientes, creciendo en la plaza de enfrente, desafiando a la Iglesia Saint-Merri.

Sus vecinas, esas casas burguesas con aire de superioridad, le miraron en un primer momento con recelo. Ellas eran las señoras del barrio. Se llevaban muy bien con los grandes burgueses de París: la catedral de Notre-Damme, el Hotel de Ville y el Museo de Louvre. Todos estaban de acuerdo en que introducir un monstruo como ese (un espantapájaros de colores, decían) no haría sino afear la belleza de esas señoras burguesas, con sus balcones del XIX y su color gris París.

Pero, mientras las señoras tendían la ropa en sus ventanas y sus maridos fumaban puros en el bar de abajo, el centro de París se llenó de hierros y colores. Un día eran azules, otro blancos. El pequeño monstruo, el nuevo Frankestein (gritaban las vecinas burguesas), iba naciendo frente a sus balcones. Era primavera, y los tubos crecían por todas partes y se expandían lentamente por el centro de París, casi como si de una conspiración silenciosa se tratara.

En realidad, tal vez no haya sido una victoria de los tubos frente a los balcones, sino un acercamiento constante; una negociación continuada que al final ha llegado a buen puerto. Igual que cuando los jugadores de fútbol forman una barrera y se acercan tímidamente al balón sin que el árbitro se dé cuenta. O como ese primer beso que caricia tras caricia no puede sino acabar en la cama. De la misma forma, los edificios cerca del Pompidou parecen haberse tornado azules y rojos; y el propio museo haber tomado algo del aire gris y burgués de sus vecinas.

Todavía hoy, los turistas despistados se frotan los ojos frente al Beaubourg. Después de corretear por las estrechas calles adyacentes, de embelesarse con la torre Eiffel o de tomar un vino en un buen restaurante parisino, el edificio de los tubos provoca el delirio. Dicen que, frente a la plaza, una ambulancia está siempre disponible para atender los posibles desmayos de los turistas.

Mientras estos turistas (adultos e insensibles) sufren cortocircuitos cerebrales, los hijos deciden soltarse de sus manos para disfrutar del espectáculo. Beaubourg se ha convertido en un lugar para niños y soñadores, para jugadores de fútbol en miniatura, para paseos a ninguna parte. Dicen que por las noches, una vez que las vecinas burguesas se han metido en la cama, el museo se llena de piratas que llegan desde el Sena.

Los niños, acostumbrados a las monótonas calles parisinas, al llegar a Beaubourg descubren al mismo tiempo la plaza y los tubos, los colores y los cilindros, los cristales y las palomas, los malabaristas con sus caras pintadas de azul. Y un impulso les lleva hacia esa gran masa de hierro, como si la corriente de un tsunami les arrastrara. Tal vez el arte siempre debería pasar por el filtro de los niños.

Treinta años más tarde, sigue pareciendo un milagro que este Beaubourg pudiera haber sido construido. Frente a todas esas pequeñas casas, casi de miniatura, con sus formas redondas y amables y su aire de abuelas presuntuosas, el monstruo se eleva omnipotente, con la luz de sus cristales y el color de sus tubos. Frente al París del siglo XIX y la melancolía de los parisinos por el pasado, el Beaubourg es el mejor ejemplo de que el siglo XXI también será el siglo de París.


La batalla de los tubos contra los balcones, en Fotos

1 comentario:

piradaperdida dijo...

psss... pues a mí el Pompidou no me gusta, será que tengo algo de señora del XIX

sin embargo, la plaza Igor-Stravinsky sí me gusta... no sé, a lo mejor porque parece salida de Yellow Submarine ;)