miércoles, 21 de abril de 2010

Rutas

[Dentro del proyecto Visiones de todos. Por Lázaro Giménez]

Vivo en Europa, pero a las afueras. Al sur, sí, y casi “al borde” de Europa, en todos los sentidos. Vivo en una ciudad fea como una estación de autobuses a las once de la noche, pero cuyo corazón late como una pequeña terminal de vuelos internacionales. Si se tratara de una gran metrópolis, tal vez no me hiciera tantas preguntas, porque son ese tipo de ciudades las que se convierten en polos imantados para atraer a las personas y las historias que llevan consigo. Pero no es así, es una ciudad fea y gris como una estación de autobuses, y por eso me pregunto qué tipo de conexiones existen en este mundo para que todas esas personas lleguen hasta aquí, un día u otro, de noche, o a punto de romper el alba, cargados con maletas que se amontonan en el andén.



Me pregunto qué rutas les han encaminado hasta esta geografía desconocida y que aparece en los mapas como un simple lugar de paso. Me refiero a gente como Luís o Joanna. ¿Sabía Luís, hace veinte años, trabajando como periodista en los Andes y huyendo de la dictadura en Ecuador, que acabaría buscándose la vida en campos de alcachofas y marchitándose en una residencia de ancianos lejos de su país? ¿Qué pasos trajeron a Joanna, la nieta del republicano español que se salvó como tantos otros en el Winnipeg de Neruda, a esta estación de autobuses? ¿Fue el crecer junto a la estación central de Santiago de Chile? ¿Tenía marcado en el mapa el nombre de esta ciudad Anderson, un militar congoleño que no lo aparenta, al dejar su familia y su país, cuando el asesinato del presidente Kabila le empujó a huir en 2001? ¿Podía imaginarse estas calles cuando cruzaba el desierto o embarcado en una patera? ¿Y qué hay de Anna, la bailarina del Circo de Moscú que encontró aquí el amor y la felicidad? ¿Sabía que el contrato que le ofrecieron para trabajar en España era en una barra americana? ¿Sabía Onelia que llegaría hasta aquí cuando daba clases como profesora en la Cuba de Castro, esta mujer de 70 años, nieta de un barcelonés y una irlandesa? ¿Qué pasa con Coffe, el marinero de Ghana, que llegó hasta Nueva York para buscarse la vida como taxista, incluso como modelo, y que ahora cobra por cargar cajas de lechuga en los camiones que las llevan hasta los supermercados de Alemania? ¿Cuánto tardará en volver a embarcarse en otro barco que se recorra toda la costa de África Occidental?


A veces repaso todas esas historias, y anoto pequeñas frases que sobre cada una de ellas me vienen a la cabeza. Aunque, de todas, hay una cosa que me intriga y que siempre les pregunto: ¿cómo has llegado hasta aquí? Casi como Baudelarie cuando, arrebatado, preguntaba al viajero: “Dites, qu’avez-vous vu?”.


sábado, 3 de abril de 2010

El nostálgico que eligió ser italiano

Dice la canción que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Sin embargo, no pasan más de dos años para que algo en mí se remueva, un desasosiego que no puede calmarse más que volviendo a Italia.

Como el sadomasoquista que no encuentra frontera entre el placer y el dolor, un nostálgico vocacional regresa siempre a los lugares donde sus días fueron especiales, al escenario de sus sentimientos concentrados.

El tren te acerca por las colinas conocidas. Otra vez la emoción de viajar sin biglietto.
Decides, sobre un mapa escondido en la memoria, por qué porta te gustaría volver a poner los pies en Siena. “Siena, la bien amada -que decía Saramago- donde mi corazón se complace de veras”. Pues eso.

Y te sorprendes a ti mismo con una cascada de recuerdos, de aquellos días en que la magia se convirtió en rutina:

Junto a esta fuente tomaba con Fede aquellas pizzas y cervezas mientras me contaba los sueños que ahora ya ha cumplido; en esa casa -donde ahora viven otros- conocí a Sauro, la noche de invierno que tocamos las estrellas desde las aguas ardientes de las termas de Petriolo... Por estas rampas subíamos Andreu y yo en bicicleta, con la mochila repleta de la compra de la semana. Y resoplábamos al llegar a esta Porta, la Romana, orgullosos, sudados y felices.

Y al caer la noche sigues paseando por los alrededores del Duomo, y sientes el imán de la Piazza del Campo. Y aunque sabes que no debes, regresas. Vuelves al ladrillo casi exacto donde estudiaste los primeros verbos italianos. Donde tomabas aquellos helados en las noches de verano. Esa plaza, ese espacio mágico que dio sentido a la palabra encuentro.

Entonces te das cuenta, que tú mismo te has partido, y estás a la vez en tres tiempos: vives el presente que es regresar a Siena, revives los recuerdos que te inyecta estar en esa plaza mágica, y también imaginas otra vida que nunca fue, la que habría sido de quedarte en ese lugar.

Eso debe ser la nostalgia, y duele. Como duele siempre la vida, cuando se toma sin atajos.

Y también Florencia. A mediodía, desde el piazzale Michelangelo, Firenze hace como si nadie la mirase. Es una señora elegante, tan acostumbrada a las miradas indiscretas, que se gusta sabiéndose deseada -a su edad- sin que nada altere su paso.

Te fuiste escribiendo que en cualquier parte del mundo, siempre te faltará la protección de esa cúpula, del cobijo de los triángulos de un puente, del violeta de las colinas antes de la noche. Ahora tienes todo eso delante, y sientes que no te han fallado, como si Firenze no hubiera cambiado para que tú la encontraras igual. A veces las ciudades son más fieles que las personas.

Y eso que tus florentinos -Ludo, Angelo, Mara, Giulia, Virgi y unos largos puntos suspensivos- lo son. Y estar con ellos hace que rebroten las partes de ti que más te gustan. Te recuerdan ese modo italiano que hay en ti, o ése que un día quisiste ser. El impulso vital de preparar con cura (atención) una cena para doce. Celebrar el placer de ser juntos. Brindar por la vida, por sus placeres. Mirar los árboles de otro modo. Soñar con otro mundo, y como buenos artesanos, ponerse manos a la obra para acercar ese horizonte soñado. Desde la alegría.

Así, llega el momento en que uno no vuelve a Italia para verla. Sino para verse en ella…
No se trata ya de visitar tal o cual ciudad, pueblo, museo o paisaje. Sino de regresar a tu destino. Recuperar la profunda calma que provoca hablar, no tu lengua madre, sino tu idioma elegido. Estar junto a los que puedes crear una familia. No echas de menos volver a tu país de origen, sino a tu patria elegida.