Pekín, en la estación de trenes más grande de Asia. Miles de personas cruzan sus caminos y sus deseos, sus lugares de origen con su próximo destino. Un lugar donde asombrarse con la inmensidad de China: pequineses que van a Shanghai, gentes de Xinjiang que vuelven a sus hogares, niños de Guangdong que echan de menos a sus abuelas. En la estación, algunos mayores comen palos de caramelo, cientos de bolsas gigantes de cuadros forman montañas en el suelo, y en las esquinas se juega a las cartas.
Rostros pálidos y casi negros, miradas perdidas y soñadoras, acentos de Henán y de Cantón, perillas con bigote, mayores todavía imberbes. Una estación que respira humanidad en cada uno de sus metros cuadrados, y donde parece posible que, de un momento a otro, en los pasillos, una mujer vaya a dar a luz frente a miles de personas.
Guangzhou, una ciudad de andar por casa. Un lugar donde “La Plaza del Pueblo” no es sólo un nombre propio, sino una realidad llena de sentido. En esta plaza se improvisa todos los días una especie de circo entre vecinos: con clases de baile, un coro, ejercicios con espada, práctica de artes marciales y conciertos de música tradicional. Un lugar donde la frontera entre el hogar y la calle parece haber desparecido. Una ciudad de siete millones de personas donde los vecinos todavía bajan en pijama y zapatillas a la calle.
Shenzhen, un museo de almohadas. La cultura china llegó a ser tan refinada que la decoración de almohadas se convirtió en un arte. De cerámica o de jade, blancas, verdes o amarillas. Algunas adoptaban la forma de un tigre para proteger al que dormía; en otras se escribían poemas para poder leerlos antes de irse a la cama.
Taipei, un apartamento de estudiantes. Conviven en la casa una taiwanesa, un japonés y dos españolas. Al grupo nos unimos otras ocho personas, cada uno de un país distinto, convirtiendo la casa en una mini reunión de Naciones Unidas. Hablamos de un país y de otro, de diferencias y estereotipos. Mientras, fumamos tabaco de Estados Unidos, bebemos cerveza de Japón y comemos jamón serrano de España.
En medio del humo y las cervezas vacías, de pronto se hace el silencio. Suena una canción japonesa en la cadena de música. Nuestro amigo japonés, con los ojos mirando al techo, comienza a cantar con una voz profunda hasta entonces desconocida. El resto, asombrados, escuchamos en silencio. Él no nos explica nada. Tan sólo señala la cadena de música con una mano y se toca el pecho con la otra. Y mientras su voz y la música toman la habitación, tal vez se acuerda de su primer beso, de aquel adiós que no tuvo tiempo a decir, de esa persona a la que todavía ama en secreto. La canción es en japonés y ninguno entiende la letra; pero todos comprendemos algo.
Rostros pálidos y casi negros, miradas perdidas y soñadoras, acentos de Henán y de Cantón, perillas con bigote, mayores todavía imberbes. Una estación que respira humanidad en cada uno de sus metros cuadrados, y donde parece posible que, de un momento a otro, en los pasillos, una mujer vaya a dar a luz frente a miles de personas.
Guangzhou, una ciudad de andar por casa. Un lugar donde “La Plaza del Pueblo” no es sólo un nombre propio, sino una realidad llena de sentido. En esta plaza se improvisa todos los días una especie de circo entre vecinos: con clases de baile, un coro, ejercicios con espada, práctica de artes marciales y conciertos de música tradicional. Un lugar donde la frontera entre el hogar y la calle parece haber desparecido. Una ciudad de siete millones de personas donde los vecinos todavía bajan en pijama y zapatillas a la calle.
Shenzhen, un museo de almohadas. La cultura china llegó a ser tan refinada que la decoración de almohadas se convirtió en un arte. De cerámica o de jade, blancas, verdes o amarillas. Algunas adoptaban la forma de un tigre para proteger al que dormía; en otras se escribían poemas para poder leerlos antes de irse a la cama.
Taipei, un apartamento de estudiantes. Conviven en la casa una taiwanesa, un japonés y dos españolas. Al grupo nos unimos otras ocho personas, cada uno de un país distinto, convirtiendo la casa en una mini reunión de Naciones Unidas. Hablamos de un país y de otro, de diferencias y estereotipos. Mientras, fumamos tabaco de Estados Unidos, bebemos cerveza de Japón y comemos jamón serrano de España.
En medio del humo y las cervezas vacías, de pronto se hace el silencio. Suena una canción japonesa en la cadena de música. Nuestro amigo japonés, con los ojos mirando al techo, comienza a cantar con una voz profunda hasta entonces desconocida. El resto, asombrados, escuchamos en silencio. Él no nos explica nada. Tan sólo señala la cadena de música con una mano y se toca el pecho con la otra. Y mientras su voz y la música toman la habitación, tal vez se acuerda de su primer beso, de aquel adiós que no tuvo tiempo a decir, de esa persona a la que todavía ama en secreto. La canción es en japonés y ninguno entiende la letra; pero todos comprendemos algo.
2 comentarios:
ayer vi en TVE imágenes de ese pais todo nevado... difícil imaginar como se laa arreglan en esas estaciones de miles de trenes, ciudades de millones de personas en las calles en bicicleta, ... en esos pisos de estudiantes alrededor de ua estufa...
cuídate... y sigue contando...
abrazos, ch
cientos de bolsas gigantes de cuadros forman montañas en el suelo
leí en el blog de chinochano sobre estas bolsas, y por lo que contaba deben ser iguales a las de las rutas
oye, qué entrada más fantástica, me ha gustado muchísimo...
un abrazo!!!
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