Guangzhou: me alojo en casa de Bangbang, una artista china que parece española: se echa todos los días a las dos de la mañana, se levanta a las doce (“si es que me apetece”) y come a las tres de la tarde. Enseguida me doy cuenta de que lo de artista para ella no es una profesión, sino una forma de vida: hasta verla fumar un cigarrillo se convierte en una representación de teatro. Su cara, llena de pequeñas heridas y cicatrices, le dan un toque de artista caótica, oscura, parecida a las pinturas negras de Goya. De golpe, me dice sin rubor que en ocasiones tiene que ejercer de prostituta para poder pagar la casa. Y entonces me doy cuenta de que estoy visitando el Guangzhou oscuro.
Shenzhen: me encuentro con una chica colombiana (Diana) que trabaja para una empresa estadounidense de ordenadores. Me recibe en esta ciudad apabullante, con sólo 30 años de vida, casi virgen, y que sin embargo parece ya haber envejecido a base de rascacielos y dinero. Diana, de cara tan sonriente y brillante que parece uno de esos soles dibujados por los niños, me enseña que se puede vivir rodeado de hipocresía y dinero y aún así ver la vida como una comedia. “¿Cómo lo haces?”, le pregunto. “¿Cómo consigues seguir bailando con esta música de fondo?”. Y Diana me regala otra sonrisa como respuesta.
Tainan (sur de Taiwan): Kevin, estadounidense y soñador, me viene a buscar en scooter a la estación de trenes. Su vida, complicada como pocas, parece sencilla cuando se contempla con sus lentes: todo parece fácil cuando Kevin está a tu lado. Al llegar a su casa me doy cuenta de que no ha cerrado la puerta con llave, y de que deja fuera su moto, sin candado y con las llaves puestas. “¿Quién sería el cabrón que inventó las llaves?”, me dice en su perfecto español.
Taipei: Chia-Chun estudió ingeniería técnica, y es una de las pocas personas que me ha enseñado que los números pueden hacer mejor a las personas; y que las matemáticas no están reñidas con el arte. De pequeña (seguro que tenía la misma cara redonda y sonrojada que tiene ahora) hacía ejercicios de Tai-chi en el patio de su casa, y ahora es voluntaria (¡“tengo mucho tiempo libre”!) en la biblioteca de su pueblo. Con 30 años, todavía está encantanda de vivir con su familia (los abuelos en el primer piso, ella en el segundo, los tíos en el tercero y sus padres en el cuarto). Pero lo que más le gusta (y me lo confiesa muy seria, como si fuera una ministro) es su trabajo: “Enseño a los niños a utilizar los LEGO”. Y es feliz porque sabe que tiene el mejor trabajo del mundo.
jueves, 7 de febrero de 2008
Personas en el camino
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1 comentario:
Jo, te envidio muchísimo con estos pedazo de viajes que te pegas!
Un abrazo
Locodelpelorojo
http://miguelangelmedina.wordpress.com/
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