No está mal madrugar en Madrid, uno se siente acompañado. De lunes a viernes, hay un tiempo en el que la ciudad se despereza, estira los brazos. Sale de los portales, apura el café, ojea el periódico, se quita las legañas. Las luces son débiles, y Madrid marcha resignada a la obligación, deambulando encogida a ritmo de bostezo.
Los niños de todas las pieles revolotean a las puertas de los colegios, tras despedirse de sus padres en doble fila. En el metro, hay quien improvisa una almohada colgando el brazo de la barra. Otros leen medios capítulos de novelas y reglamentos. Junto a estudiantes que repasan las características del arte visigodo mientras escuchan sus ipods. Los tornos se presentan como los brazos ejecutores del pensamiento único -por donde todos pasamos-, y uno acaba sintiéndose en un hormiguero sin salida.
Pero en medio de esos bostezos pragmáticos, surge el empeño por seguir siendo humanos. Muchos aguantan las pesadas puertas del metro hasta que llega el siguiente. Un camarero, convertido en héroe, devuelve el cambio con un “que pases un buen día”, aliviando la barbarie que supone desayunar en un transbordo. Y desde las ventanas del Cercanías miramos las luces que se apagan, nostálgicos de nadie sabe cuándo.
Algunos madrileños, nietos de campesinos, todavía creen escuchar el sonido del gallo al despertar. Los funcionarios se aferran a las sábanas como en su primer día de colegio. Al abrir los ojos, cada uno piensa en su idioma, y se da cuenta que soñó con las expresiones de su barrio. En los bares Antonio lo de siempre, y el kioskero resume la actualidad con refranes centenarios. Enfrente, un desconocido se despereza, y al cruzarse las miradas somnolientas dan ganas de saludarse.
La capital bosteza, y en ese gesto enseña los pueblos que lleva dentro.
En cambio, en la mañana del domingo la vida es siempre tan reciente, tan croissant, tan a rayas. Con esa luz de seda a punto de romperse. Y es ahí cuando suceden los milagros, los abrazos infinitos, el amor en los portales; y al final del Paseo, un primer beso envuelto en bicicletas, como dos submarinistas en medio de un banco de peces plateados.
6 comentarios:
... pues se echan de menos esos madrugones recompensados por desayunos compartidos y - los días festivos - los paseos posteriores buscando una galería de arte o algo especial en las calles del Rastro...
abrazos, ch
Precioso, jarbert.
Suki
¿Pero cómo haces para dibujar las palabras con tanta dulzura y precisión? ¿Para meterte en el macuto a quien lee, o hacerle sentir como un loro anclado a un pirata?
Y por fin la ciudad ya no está sitiada, el croissant ha retomado su olor y Madrid bosteza e incluso suspira... aprovecha…
más abrazos
Tl5
alegría por los halagos, pero no se pretendía hacer a nadie sentirse un loro anclado a nadie...
sino más bien, dar un paseo juntos por la ciudad (esta vez de buena mañana)
abrazos visionarios,
al
¿Qué hay de malo en ser de colores, canturrear todo el día, y echar el ancla donde uno decide para empaparse del lugar y retomar el camino?
Esa era mi imagen del loro anclado al pirata… precisamente la de acompañar un rato en el camino a un aventurero - de la cotidianidad, en este caso - y compartir campo de visión, sonidos, olores, sensaciones, desde muy cerquita.
Tal vez la imagen es un poco extraña pero así fluyeron las palabras...
Y ¿qué sería de los puertos sin las anclas?
abrazos
ah bueno, si es así se vale...y se entiende más...
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