lunes, 26 de noviembre de 2007

La mujer de seda

A lo largo de sus seis plantas, el mercado de la seda de Pekín es una réplica en miniatura de la fábrica del mundo, el ejemplo más claro del famoso made in China. Es el lugar donde acudir para volver a casa con las maletas llenas de regalos: desde cámaras de fotos hasta calzoncillos de emperador, pasando por cinturones de cuero y perlas con las que deslumbrar a tu pareja.

En uno de los rincones de este mercado de la seda, unos zapatos tropiezan en mi camino. Cuando me quiero dar cuenta estoy sentado en la tienda y hablando con su dependiente, una mujer que parece haber nacido para sonreír.

Mientras me muestra todos los zapatos que se amontonan en su tienda (deportivos, de traje, serios, desenfadados, marrones, negros) mi mirada se concentra en su silueta (esbelta, casi como un rascacielos convertido en persona). Lleva el maquillaje justo y necesario; sin la exageración de algunas chinas que intentan pasar por modernas, sin el infantilismo de las caras vírgenes. Miro a mí alrededor y me doy cuenta de que casi todo el mundo viste ropas grises; sólo ella parece hacerlo de azul.

Hablamos y hablamos. Regateando a medias, como si el precio de los zapatos en realidad no fuera importante. De repente, sin avisar, me pregunta si tengo novia, y en este momento todo parece posible (llevármela de esa tienda de zapatos, atravesar China, enseñarle español). Le contesto que estoy soltero, a lo cual añado una confesión: “¿sabes? me gustan más las chicas chinas que las españolas”. Ella me responde con una sonrisa que podría sustituir todas las luces de París:

- Pero las chicas españolas y las chinas somos muy diferentes. Las españolas tienen muchos novios. Aquí en China, sólo uno. Desde el principio y hasta el final.
- ¿Y tú ya tienes novio? – le pregunto como quien intenta abrir un tesoro recién encontrado.
- Sí . Ya lo he encontrado. Y sólo uno. Desde el principio y hasta el final.

En 5 minutos, nuestra relación fue tan intensa que me parecieron años. Tuvimos nuestra primera cita en una tienda de zapatos; un regateo que fue nuestra primera discusión; y me pareció que nos acostamos juntos cuando una tira de su sujetador rojo se deslizó por su hombro, y después su codo rozo el mío. Al rato nos reconciliamos con los 200 yuanes del precio final, y en ese momento creí que estaba firmando la escritura de nuestro matrimonio.


Pero ahora ya tengo los zapatos en la mano (en la suya están los 200 yuanes) y me dirijo al metro con la sensación de una derrota. Atravieso el resto de tiendas sin escuchar los gritos de sus vendedoras. No hay nada que hacer, sólo seguir caminando como si nada hubiera pasado. “Sólo uno”, me repito. “Sólo uno. Desde el principio y hasta el final”.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Tiempo de merienda


“Para leche cuatro, dos crema y un gordo” = Cuatro cafés con leche, dos napolitanas de crema (buque insignia del local) y un auténtico rascacielos en materia de bizcochos. Es el código La Mallorquina, recitado entre el tintineo incesante de platos y cubiertos. En una esquina de la Puerta del Sol, Madrid se ha detenido durante más de un siglo para el desayuno llegando tarde, el café de media mañana, la merienda interminable y llevar unos dulces a la cena de esta noche.

En La Mallorquina media docena de camareros, con su desdén medido, su sobriedad castellana. Con la pajarita torcida y el blanco de la chaqueta rígida que envejece al ritmo de sus dueños. “Para llevar en la otra barra”, donde los pasos de anudar las bandejas respetan una tradición pragmática e inviolable, aunque ahora la ejecuten chicas que nacieron en Varsovia o al otro lado del Atlántico. Y todo tiene una elegancia castiza, casi cutre, de tía-abuela recibiendo visita...

SALA OCUPADA, advierte el cartel colgado en la barandilla de la escalera. Arriba los camareros sortean las mesas, resignados y orgullosos. Y tras la cristalera, la ciudad está tan lejos. Por una vez Madrid anda despacio, y la tarde dura un cotilleo, y qué bien que nos vimos, esto hay que hacerlo más a menudo, y cómo se pasó de rápido (al ver que se encendieron las farolas), pues anda que no hablamos… Y se habla hasta que los problemas se desmigajan como el hojaldre, y la vida reposa como las cucharas en los platos.

Porque la merienda parece mejorar al hombre, devolviéndole un tiempo donde están prohibidos los relojes. En La Mallorquina las señoronas con abrigo de visón -de todo a cien- se vuelven tiernas mojando el bizcocho en chocolate. Nadie puede ser malo con el bigote lleno de espuma de café. El olor de la última bandeja de croissants aplasta la artificialidad de los perfumes, hace olvidar las hipotecas. Y los ejecutivos dejan atrás la prisa saboreando tartas rellenas del recuerdo de sus abuelas. Es la hora de la merienda. Nunca la burguesía fue tan entrañable.


lunes, 12 de noviembre de 2007

Abuelos, bicicletas, pinchos

De Pekín, me gusta ver a los abuelos (de ochenta años) saltando a la comba. Rodeados de rascacielos o en diminutos callejones. Como si acabaran de salir de clase y tan sólo tuvieran unos minutos para disfrutar del recreo. Compiten con sus nietos en ver quién da más saltos y, cuando los niños miran hacia otro lado, aprovechan para hacer trampas. Sus caras cuentan tantas arrugas como años y sus manos parecen salir de una ducha demasiado larga; pero saltan con la agilidad de los jóvenes que lo darían todo por hacer realidad sus sueños. Al fondo veo a otro anciano con una comba en la mano; parece que ahora van a saltar por parejas.

De Pekín, me gusta contemplar a las parejas que van juntas en la misma bicicleta. Normalmente es el hombre el que da pedales y la mujer la que le susurra algunas palabras al oído. Los dos se mueven entre la multitud (siempre es así en Pekín) como si estuvieran volando en dirección contraria al resto del mundo. A veces, ella se agarra a su cintura como si fuera la última cosa que quisiera perder en su vida. Otras, apoya su cabeza sobre su espalda y aprovecha para dormir un rato. Si ve que él se despista, se encuentra con sus manos en el volante, y una caricia basta para indicarle que se ha equivocado de dirección. A veces les persigo hasta que mis piernas no pueden más, lamentándome de que nuestro individualismo europeo nos haya arrebatado placeres tan sencillos como éste.

De Pekín, me gusta tomar pinchos en los puestos de la calle. Mezclarme con la gente y el humo, intentar oler a comida. Preguntarles si hoy se han vendido más pinchos de pollo o de ternera, y contestar con orgullo que yo también puedo comer picante. Comer tres o cuatro en el mismo sitio, sin moverme, aconsejando a los nuevos que llegan que tomen las bolas de pescado en vez de los hígados de ternera. Decir que vivo en Pekín –como si hiciera falta que yo también me lo creyera- y responder con una sonrisa amable “sí, estudio chino en la Universidad”. Ahora hace calor y huele bien. Como si, desde España, mi hogar se hubiera trasladado a los dos metros cuadrados que ocupa el chiringuito.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Las cosas del Rastro

En el Rastro hay un manco que toca la guitarra con un garfio. Y una banda de kurdos obliga a bailar al que se acerca. Hay espejos encantados, elefantes de porcelana, postales del Papa fumando un porro, alfombras místicas. También hay teléfonos de ruedita, clavos centenarios y los costureros que heredaron todas nuestras abuelas. Y alrededor de cada objeto, la estela de las manos de sus primeros dueños.

A las 7 hay una gitana que se enfada con los palos de metal de su chiringuito. Hay un hombre que ha esperado toda la semana para encontrar un último sello, aunque luego se ponga a ojear portadas amarillentas del Interviú (hay que ver qué buena estaba la Carmen Sevilla). Al lado de mujeres que gritan bragas a dos euros, que escandalizan a escritores disfrazados de escritores buscando las primeras ediciones de sus libros.

El Rastro está a la última: hay cartuchos de tinta pirata, y un boliviano recién llegado llora cuando tropieza con los pantalones que vendía en el mercado de su pueblo. En cuatro calles conviven colecciones insensatas, armaduras medievales (6.000 euros), y un judío barbudo vende estrellas que se transforman en coronas que sirven como pulsera, y que en verdad son pelotas de alambre. Y cintas blancas de un concierto de Los Panchos, y manos en los bolsillos para que las carteras no cambien de dueño.

En el Rastro, de empalmada, una macarra que empezó anoche con kalimocho en Malasaña, se ha convertido en princesa sólo por querer probarse un vestido verde de otra época. Y un grupo de mochileros austriacos, que no entiende nada pero esto les encanta, perderán el avión por tomarse la penúltima. Al lado de Juan, que pide lo de siempre, extrañado porque es la primera vez que va al Rastro sin su hija. Y cómo pasan los domingos, que de pronto son años…

Y poco a poco se apaga el murmullo del comercio, y a media tarde sólo quedan plásticos y cartones solitarios, panfletos anarquistas y dietéticos, y si hace viento forman remolinos con la publicidad del restaurante vegetariano de los hare cristnas. Y a pesar de la brisa, el aire es pesado, tristón; por culpa de los fantasmas de las cosas del Rastro, que se quedan paseando nostálgicos por las calles de Madrid.