Para muchos, adentrarse en Queens es un riesgo que no merece la pena. Para mí, Queens es una aventura que tiene un atractivo irrenunciable y que me gusta repetir.

Se deja en casa la brújula neoyorquina, que guía a lugares comunes, y se coge el Metro de la línea 7, dirección a Jamaica. Con ese aire a cuento, el tren elevado atraviesa los barrios de Queens, como a principios del siglo XX hizo su compañero de fatigas de la Tercera Avenida. Desde ese camino de hierro forjado en las alturas, se extiende un manto con prominencias, de tejados y azoteas, y entre sus descosidos se abren calles que dejan ver un hervidero rebozado de un aceite especial. Como en el verdadero viaje a Macondo, que contó García Márquez en la primera parte de sus memorias, el tren se detiene en estaciones sin pueblo, ubicadas a varios metros a ras del suelo. Cuando se llega a Jackson Heights, después de dejar el Woodside irlandés y alejarse de Queens Boulevard, el rechinar toma un auténtico acento suramericano.

Roosevelt Avenue es una Latinoamérica que se estira recta por el cemento, a la sombra del metro en alto, pero con el mismo mapa desdibujado, en ese avispero al que siempre le falta la avispa reina. Es Latinoamérica, que ha dejado las pantuflas por las deportivas blancas y el olor a madreselva por el refrito. Trescientos mil colombianos, casi el mismo número de ecuatorianos y dominicanos, un gran número de argentinos. Por Roosevelt Avenue, las tiendas tienen los letreros en español y sólo en algunas, más preparadas que otras, se pone el cartel de “se habla también inglés”. Por las aceras, las mujeres venden maíz tostado o cuencos de mazamorra (maíz con leche) para llevar.

En el número 81-01, haciendo esquina, se encuentra una pequeña casa colonial de dos plantas llamada Casa Mario, también conocida como el Palacio de los Frisoles. Este restaurante colombiano, abierto las 24 horas, está especializado en pollos a la brasa. Con los marcos rojos de sus puertas y ventanas, sus mesas del mismo color y sus sillas a cuadros, Casa Mario acoge al viajero entre plantas que trepan por las escaleras. Los pollos dan vueltas en el asador mientras se abre apetito con cualquiera de sus sopas por 5 dólares (de mondongo, de tostones o de albóndigas). Medio pollo cuesta 3,5$ pero es insuficiente cuando el cuerpo de los visitantes pide uno entero por 7,50$. Se acompaña con arepa con queso, tostones, yuca frita o chicharrones. Pero mi acompañamiento preferido son los frijoles (3,75$ el plato grande, 2,75$ el pequeño), que junto con un buen trozo de pollo a la brasa y ensalada, me hace sentir que el viaje a Queens no sólo es una alegría para el alma, además es un banquete para el estómago.
1 comentario:
banquete para la vista, también las fotos!
G.
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