lunes, 23 de abril de 2007

El Sacramento de la pizza

Pasquale lanza la masa. La recogen las yemas de los diez dedos. Y con tres retoques certeros ya está lista para que un cucharón deje el tomate en el centro, y extenderlo en una espiral infinita en la que se pierden los ojos hambrientos. Luego vendrá el aceite reluciente, la mozzarela despedazada, el basilico y un polvo -mágico- de parmiggiano lanzado con una cuidada dejadez.

A pesar de su juventud, Pasquale lleva años participando en los premios internacionales de pizza, según él quedando en los primeros puestos. Y sobre todo, lleva años dando pizza napolitana a los florentinos de varios barrios. "Con los viejos sabores, sin añadirle gilipolleces", reza el manifiesto impreso en las cajas para llevar. Sólo 6 tipos de pizzas, sencillas, finas, con 3 ó 4 sabores bien mezclados.

La mitad de la clientela le llama por su nombre. Y Pasquale les saluda sonriente sin dejar de echar un ojo a sus aprendices delante del horno. Viendo la agilidad y el desenfado de Pasquale se diría que su obra es espontánea. En cambio, sigue una tradición precisa como un acuerdo prematrimonial.

Y es que las cocinas italianas están impregnadas de reglas escritas bajo la piel. El orden de los platos, la longitud de los spaghetti, las salsas prefijadas con la pasta, los acompañamientos. Un ordenamiento jurídico. Y al que no lo cumple se le considera un bárbaro.

A fin de cuentas, estas tierras se conocen en el mundo por las normas que han creado. El derecho romano, el Renacimiento, la mafia, el neorrealismo, la pizza napolitana... son, sobre todo, manuales de conducta. Los italianos son capaces de meter la vida en reglas y que parezca divertido. Y nada más intolerante que un italiano explicándole a otro ser humano cómo se deben preparar las cosas que se comen.

Todas esas normas parecen salidas de un código de honor, de un reglamento militar. Pero en la mesa uno se da cuenta de que no son órdenes de sargento, sino mandatos de un delicado Credo. Una religión pagana que adora al Mesías del detalle, de los sabores sutiles, puros... casi vírgenes.

Así, comer bien en Italia es una cuestión moral. Y la eucaristía cotidiana se concentra en el dedo del espresso del mediodía, en il dente obligatorio, en el limoncello de después, en el regusto del mascarpone, en el primer lamido de helado. Es el milagro del aire medido que convierte el café con leche en cappuccino. Y el vuelo de la masa de la pizza napolitana que aterriza fina como un folio.

En esta religión del gusto, el padrenuestro no se reza, se saborea. Por una vez no hay dioses. Pero sí pecados, y algún que otro éxtasis. Las catedrales son las cocinas de los pueblos. Las abuelas, los apóstoles que imparten la buena vieja maniera. La pizza es uno de los sacramentos. Y Pasquale es el sacerdote de mi barrio.

sábado, 14 de abril de 2007

Picnic en París

Con la llegada de la primavera, París ha vuelto a ser la ciudad de las luces. No sólo las flores han vuelto a brillar en los numerosos parques de la ciudad, sino que hasta el casi siempre melancólico Hotel de Ville parece haber redescubierto la sonrisa. La primavera ha hecho que París salga de su cascarón de invierno en busca del sol, y por fin los céspedes de la ciudad han dejado de estar en cuarentena y se han llenado de pies sin calcetines.

La primavera en París, como tantas otras cosas, ha llegado acompañada de botellas de vino y quesos. Antes resguardados en casas y bodegas, los alimentos básicos de un buen parisino han salido ahora a la calle para ocupar bancos, parques y aceras. Desde el Bois de Bologne, en el este de la ciudad, hasta el otro pulmón en los confines del oeste, el Bois de Vincennes, París se ha llenado de manteles por el suelo, olor a queso y sacacorchos. El picnic se ha convertido en una forma de vida.

Cualquier lugar es apto para enfundarse los tenedores de plástico y comenzar el ritual. Es una de las ventajas de París. Sea en el parquecito frente al Louvre, en la intimidad de la Place de Vosgues (con Víctor Hugo como invitado) o a la orilla del Sena, el decorado de París es sin duda alguna el restaurante más acogedor. Empezando por el jamón o las ensaladas, las baguettes, el queso y el vino son las protagonistas de estos banquetes improvisados.

Sin embargo, en los almuerzos y cenas inolvidables la comida se convierte en un elemento más. Llega un momento en el que ésta desaparece de la mesa, nadie le presta atención, y los comensales se enzarzan en discusiones sin sentido, admiran el palacio que tienen en frente o se relajan buscando nubes con formas humanas. La buena compañía es la mejor garantía de una comida exquisita; y París es sin duda alguna el mejor compañero de mesa.

jueves, 5 de abril de 2007

El despiste de Santa Croce

En mitad de Florencia, Santa Croce. En medio del prodigio del cálculo, una isla de imperfección, pueblerina: una plaza de provincias. Quizás los edificios sí, pero el aria de Santa Croce, en el centro de Florencia, no tiene nada que ver con el Renacimiento. Como si tras haber conseguido la victoria de la norma, Florencia hubiese querido dejar, dejarse a sí misma, una prueba de sus orígenes de campagna. Como esos hombres "hechos a sí mismos", que en vez de su último negocio, siempre cuentan el día que llegaron desvalidos a la capital.

Santa Croce, sin armonía ni juego, mal terminada, simple, improvisada. Con las baldosas siempre medio rotas, cuando deja de llover forman un mosaico de reflejos aún más imperfectos. Destellos que al pasear por encima convierten las ventanas, los tejados, los cielos de Santa Croce en un espejismo cubista. Una explanada, y bancos sin diseño, donde sólo quedan bien abuelos tomando el sol.

Florencia, en el máximo de la soberbia, se ha permitido a sí misma el despiste de Santa Croce. Como si otra prueba más de su victoria, fuera permitir -dentro de sí misma- la existencia de aquello contra lo que luchó: una plaza a las buenas, a ver lo que sale; donde poner el bar de la esquina y la tienda de quinielas. Y ese error voluntario también señala la humanidad de su reglamento.

Aunque claro, luego siempre está la Iglesia. La Iglesia de Santa Croce, la inmaculada, la yerna perfecta, la de impecable belleza. Poniendo las cosas en su sitio, ordenando la plaza y el cielo. Recordándonos que estamos en Florencia.

domingo, 1 de abril de 2007

EL FUTBOLISTA DE LA PIRULETA

A las afueras de París, a unos pocos kilómetros del centro de la capital, un joven juega al fútbol con una piruleta en la boca. No lleva pantalones cortos, ni medias, ni botas de fútbol. Lo que sí lleva es una de esas camisetas “falsas” del Inter del Milán (rayas azules y negras) y un chándal blanco casi fosforito.

Lejos quedan las ropas de marca de los Campos Elíseos, las miradas arrogantes en los cafés de Saint-Germain de Près y las señoronas de Trocadero. Aquí, en la banlieue parisina, hecha famosa al calor de los coches quemados hace un año y medio, no rigen los trucos de bohemio con aire romántico. Lejos del centro, la capital francesa se deja llevar por su corazón universal, casi de andar por casa: hay jóvenes que juegan descalzos al fútbol, otros que bajan en zapatillas.

El francés sigue siendo el idioma más hablado, pero ahora con acento africano, con más fuerza, con menos pedantería. Blancos, negros y amarillos, los mestizos de esta Francia universal se unen en torno a un deshilachado balón de fútbol. El futbolista de la piruleta juega con el balón y con su caramelo, da un pase, se saca la piruleta de la boca, otro pase. A su lado, otro joven escucha música mientras pide el balón. Y el portero, que está despistado discutiendo a voces el último partido entre el Marsella y el Paris Saint-Germain, no puede evitar otro gol.

En estas canchas de fútbol, en las que la figura de Zidane se respira tras cada carrera, se terminan las jerarquías de la elitista París. Con un balón de por medio, sin marcas ni arrogancias, la banlieue se desprende del peso de la ciudad. Y París puede ser Argelia, o Marruecos, o Vietnam o Senegal. O simplemente París.