domingo, 1 de abril de 2007

EL FUTBOLISTA DE LA PIRULETA

A las afueras de París, a unos pocos kilómetros del centro de la capital, un joven juega al fútbol con una piruleta en la boca. No lleva pantalones cortos, ni medias, ni botas de fútbol. Lo que sí lleva es una de esas camisetas “falsas” del Inter del Milán (rayas azules y negras) y un chándal blanco casi fosforito.

Lejos quedan las ropas de marca de los Campos Elíseos, las miradas arrogantes en los cafés de Saint-Germain de Près y las señoronas de Trocadero. Aquí, en la banlieue parisina, hecha famosa al calor de los coches quemados hace un año y medio, no rigen los trucos de bohemio con aire romántico. Lejos del centro, la capital francesa se deja llevar por su corazón universal, casi de andar por casa: hay jóvenes que juegan descalzos al fútbol, otros que bajan en zapatillas.

El francés sigue siendo el idioma más hablado, pero ahora con acento africano, con más fuerza, con menos pedantería. Blancos, negros y amarillos, los mestizos de esta Francia universal se unen en torno a un deshilachado balón de fútbol. El futbolista de la piruleta juega con el balón y con su caramelo, da un pase, se saca la piruleta de la boca, otro pase. A su lado, otro joven escucha música mientras pide el balón. Y el portero, que está despistado discutiendo a voces el último partido entre el Marsella y el Paris Saint-Germain, no puede evitar otro gol.

En estas canchas de fútbol, en las que la figura de Zidane se respira tras cada carrera, se terminan las jerarquías de la elitista París. Con un balón de por medio, sin marcas ni arrogancias, la banlieue se desprende del peso de la ciudad. Y París puede ser Argelia, o Marruecos, o Vietnam o Senegal. O simplemente París.