lunes, 23 de julio de 2007

Visiones cruzadas

París. Línea azul (fuerte). Barbés. Sube. Me la tapa una señorona africana con la mirada perdida y un chaval con el monopatín colgado de la mochila. Stalingrad. Más gente, apenas la veo. Belville. Descubro una flor en su chaqueta fina negra que la convierte en aún más deseable. Sigue sin mirarme. Se quita la chaqueta y aparece un hombro. Menos mal que es alta, aunque todavía no sé donde termina su pelo. En medio, tres parejas de abuelitos japoneses que no dejan de comparar el nombre de las estaciones con dos mapas giratorios. Père Lachaise. Me pilla mirándola y hacemos como si nada. Sale en Avron, con prisa. Mira hacia los dos lados para ver qué salida le conviene. Yo imagino su paso firme por París, y ella escapa del marco de mi ventana. Inevitable.

París. Un viejo con citacrices de la vida en la piel, en la mirada, y un pañuelo de pirata urbano al cuello, uno de esos a los que los cantautores dedican canciones y hacen cambiar de acera a las amas de casa, se toma el mejor vino, un Marqués de nosequé, de un restaurante español en una callejuela del Marias; cuando se acaba el segundo vaso paga y le regalan el tercero, entonces saca un folio y empieza a escribir una nota, que nada más irse los camareros empiezan a pasarse entre el desconcierto y la sonrisa. ¿Quién puede asegurar que ese tercer vaso de Marqués dedondesea no haya evitado un suicidio que ya parecía inevitable?

París. Ella le da el teléfono de su país, y le dice que venga cuando quiera, que en su casa hay sitio de sobra. Él le pone la mano en el hombro, mientras dice ha sido un placer vivir contigo (y le asalta el recuerdo de las caricias somnolientas, de sus salidas de la ducha, de las alegres llegadas anunciadas por silbidos). Ella dice gracias por todo, acordándose de aquel bajón de febrero. Él le dice gracias a ti, queriendo decir te quiero. (Todo esto en el pasillo). Y se abrazan porque ella tiene que levantarse temprano y él todavía tiene que hacer la maleta, y una mejilla toca el final de un labio, y durante un instante todo es posible: no acabar la carrera, quedarse los dos en París, juntos en ese apartamento, buscarse cualquier trabajo, amarse sin medida. Pasan los segundos, y sus cuerpos sólo se separan por la inercia de ser formales. Ella, sin saber por qué, le despide desde su habitación y él ve como se le cierra el amor en las narices, inevitable.

1 comentario:

Anónimo dijo...

... ya estaba esperando algo desde París... y estas nuevas visiones siguen transportando a uno...(antes al borde del Arno... ahora al del Sena..)...y permite seguir soñando y jugando con esos personajes con nombre (Pasquale, Silvia,..) o anónimos...

sigue disfrutando con ellos...

ch.