lunes, 23 de febrero de 2009

II Cumpleaños: Batido de Visiones



En lugar de comer en su casa, los dos ancianos sacan su mantel de cuadros rojos y blancos, su botella de vino tinto y sus quesos. Así, en este primer día de nieve, el que no juega o al menos cierra los ojos y respira hondo, es que es un desalmado. Los dos se quedan dormidos sobre un hombro, una mano en la barriga hace de manta, y es cuando se encienden las velas y la ciudad se vuelve más íntima. Lo juro, desde ese patio se tocan las estrellas.

Se van mezclando los sueños que entran cada vez que alguien mira por la ventana. 

Humildes, como si lanzaran al aire una paloma a cada rato. 

En las terrazas, por fin, un no-hacer-nada que da sentido a todo. 

No podían sentarse en ningún banco, ir a ningún teatro, porque estaban repletos de suspiros. 

Busca desesperadamente un encuentro casual en el Rastro. No hay nada que hacer, sólo seguir caminando como si nada hubiera pasado. La ciudad estaba ocupada. Sitiada por un ejército de instantes que revoloteaban entre las piernas a cada paso. Era tan feliz que el paso del tiempo le parecía una condena. Por una vez el frío parecía una caricia.

Pasquale lanza la masa. 

Porque la merienda parece mejorar al hombre, devolviéndole un tiempo donde están prohibidos los relojes. 

Ni tendrás mayor orgullo que cuando las camareras recuerden tu nombre. 

Pues sí, pasarán los años, se casarán con otros, y siempre verán este lugar en las agencias de viajes, en la publicidad de los perfumes. Preguntándoles en lo más íntimo lo qué podría haber sido…

Bostezamos. Estiramos los brazos.  Algunos tocan la guitarra para calentar sus dedos. Y aún le hizo más gracia ver cómo movía sin ritmo los dedos por fuera del bolsillo del vaquero. Le gustaba contemplar a las parejas que iban juntas en la misma bicicleta. A su edad, que no le dejan ni enamorarse en el metro, como ha hecho toda su vida. Como si, por un año, la Navidad no existiese. Cuando se sentía sola, una guitarra acústica venía a hacerle compañía. La nostalgia tenía forma de acordeón. 

Pero en medio de esos bostezos pragmáticos, surge el empeño por seguir siendo humanos.

Hay espejos encantados, elefantes de porcelana, postales del Papa fumando un porro, alfombras místicas. 

Y donde cualquiera te puede encontrar a ti.

Viajar todo lo que nos dejan. Viajar, y que no importe dónde. Viajar, y que lo bueno sea hacerlo, y lo mejor con quien. En medio de besos de despedida y reencuentros, del bullicio de una ciudad obligada a no parar nunca. Los tomates saben a tomate. Las verduras huelen a verdad. Y eso es una noticia en medio de una ciudad acusada de escenario calculado. Al fin y al cabo, se ha salvado: tiene la música.

Las cabezas asienten vencidas por el mínimo traqueteo, pensando en el mismo sofá, en la bienvenida universal al llegar a casa, en el descalzarse, idéntico en todos los idiomas. 

Al abrir la puerta de casa para bajar a la calle, se encontró con el pasillo mal iluminado y bicicletas por todos lados. Es en esta ciudad donde todavía se palpa la decisión de los hombres de vivir junto a otros hombres. Una macarra que empezó anoche con kalimocho en Malasaña, se ha convertido en princesa sólo por querer probarse un vestido verde de otra época. Y despertarse aquí es abrir los ojos frente a un lago, cada mañana, como por primera vez. 

Y como pasa siempre cuando nieva, pareció que todo sucedía por primera vez.

Nadie puede ser malo con el bigote lleno de espuma de café.

Me pilla mirándola y hacemos como si nada.

Y entre tantas bicis que se cruzan, se alcanzan, y surgen de todas las esquinas, los hay que se enamoran en menos de un ceda el paso.

Entra en el teatro tan emocionado que tropieza un par de veces antes de llegar. Y es ahí cuando suceden los milagros, los abrazos infinitos, el amor en los portales. Pero hoy, en medio de esta escena cotidiana, unas telas misteriosas reposan en el centro del escenario. Y ganas de contarlo. 

lunes, 16 de febrero de 2009

Yunnan, bajo las nubes

Los que dicen que en China no hay más que edificios altos y ciudades grises deberían darse un paseo por Yunnan. En esta provincia al sur del país, frontera con Vietnam, Laos y Birmania, China encuentra un paraíso lleno de naranjas, amarillos y violetas. Las distintas étnias que componen su población todavía llevan sus tradicionales trajes de colores, nunca hace demasiado frío ni demasiado calor, y el paisaje casi desértico del norte del país da lugar a montañas de más de 5.000 metros y ríos de aguas cristalinas.

El triángulo formado por Dali, Lijiang (con la Garganta del Salto del Tigre al lado) y el lago Lugu es uno de esos lugares donde uno nunca pasa demasiado tiempo. En Dali, basta con coger una bicicleta y olvidarse de citas a las no sé qué en punto. En dos ruedas se puede visitar el pequeño pueblecito (esta vez sí, un casco antiguo, algo poco habitual en China) y escaparse al lago cercano para pedalear a escasos metros de sus aguas y descubrir pueblos con aires primitivos. Primitivos no en el sentido de rústicos ni sucios, sino en el de relaciones auténticas y miradas claras.

En Lijiang, uno encuentra pinceladas de la antigua China, la más diversa. Por sus calles se puede percibir esa China multiétnica, desde los Naxi hasta los tibetanos, pasando por los Bai o los Yi. Todos ellos con sus propias lenguas y sus costumbres, compartiendo esta ciudad de ritmo pausado, aire medieval y verbo tranquilo. Desde la Montaña Nevada del Dragón de Jade se organiza un sistema de pequeños riachuelos que atraviesan la ciudad y donde las gentes limpian sus ropas y los niños protagonizan batallas de agua. Parece un pueblo hecho de agua, con decenas de torrentes circulando por toda la ciudad. En Lijiang, basta agacharse para poder lavarse las manos.

Lijiang está pensado como un pueblo familiar, por lo que no es difícil hasta encontrar una nueva madre. El hostal se llamaba Mama Naxi, y después de algunas semanas viajando uno agradece volver a un hogar. Mama Naxi no pide pasaporte, depósito por la llave de la habitación ni dinero por adelantado. Ella se encarga de alimentarte por la noches (“come más, que no has comido nada”, te dice mientras te llena el cuenco de arroz a pesar de tus protestas) y de lavarte la ropa cuando lo necesitas (“te la tiendo aquí, que se seca antes”). Lijiang desborda tanto calor humano que uno se imagina muy rápido abandonando Pekín e instalándose en este pueblo entre montañas.

Yunnan significa al sur de las nubes, aunque las etiquetas para expresar tanta belleza se hayan multiplicado (“Reino de las Plantas”, “Cuna del Perfume”...). Lo cierto es que en este pequeño rincón de China parece primavera siempre, y que volver al tosco Pekín después de tanta sutileza es como encontrar una rata paseando por tu casa. Cuando escribí a un amigo contándole todo esto, él también había visitado Yunnan: “Pues estoy de acuerdo, Yunnan es un paraíso”.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Visiones de uno


uno es uno

   
lo que hace 


y lo que deja de hacer


como se ve a sí mismo


y lo que le gustaría ser (lo que lleva dentro)


uno es uno, su hogar, su compañía


y sus circunstancias