lunes, 28 de abril de 2008

Pinceles

Un trazo. Un movimiento rápido sobre el papel. Una pincelada para dibujar un árbol, tres gotas de agua o un esbozo del cuerpo humano. Así es como se forman las palabras en China; juntando dos árboles para decir bosque. Y poniendo un pequeño fuego debajo de ellos para escribir “incendio”.


Dos trazos. En el parque de Ritan, una persona mayor coloca con esmero un pequeño cubo de agua mientras prepara su pincel. A su alrededor la gente realiza ejercicios de Taichi o pasea en la intimidad, y el anciano comienza a dibujar caracteres en el suelo. Lo hace a toda velocidad aunque con la tranquilidad de quien sabe lo que hace, concentrado en cada movimiento, en cada pincelada de agua que deja su marca en el suelo de cemento. Escribe poemas de la dinastía Tang o fragmentos de las grandes novelas chinas. Y los caracteres se quedan en el suelo durante varios segundos, unos instantes en los que la escritura parece tener vida propia, en los que no importa tanto el significado de los caracteres como su elegancia, la forma en la que las palabras son escritas para convertirse en arte. Y dos minutos después los caracteres de agua han desaparecido para que el anciano tenga que seguir escribiendo.


Tres trazos. Los suficientes para expresar el "cielo" y la "tierra". Dos palabras que, como la mayoría de los caracteres chinos, no sólo traen consigo un sonido y un significado, sino también una imagen. Muchos afirman que poder leer poesía china es uno de los mayores placeres literarios universales: porque no sólo se juega con la rima y con el contenido del poema, sino también con esas imágenes (barcos, caballos, insectos, bocas, lunas) que parecen dejar en el poema la marca de la pintura.


Cuatro trazos. La cita es el Instituto Cervantes de Pekín, donde después de una conferencia sobre literatura china y española nos invitan a un cocktail silencioso. Se trata de una actividad experimental para comprobar la fuerza del silencio: mientras las bandejas llenas de canapés y vino se mueven por la sala, el público, durante 30 minutos, no puede pronunciar una palabra. Cocktail. Silencioso.

En medio de este experimento, lo único que escucho son los pasos tímidos de la gente que se mueve en busca de un vaso de vino. El tintín íntimo al chocar las copas. Las miradas que se llenan de significado por la falta de palabras.

Al rato, una chica china se acerca hasta mí con una sonrisa (“¿qué tal”) y un levantar de cejas (“quién eres”). Le respondo tocándome el pelo con las manos (“mierda, no podemos hablar”) y acercándome hasta casi parecer mal educado (“pareces simpática”). En ese momento ella me coge la mano derecha con calma y comienza a dibujar sobre la palma de mi mano caracteres con el dedo índice. Primero dibuja una mano y una lanza (que significa “yo”), después unas gotas de agua, una tapa y un niño (“estudio”) y luego la palabra “español”. Y en esos momentos mi mano ya se ha convertido en una página en blanco y su dedo índice en un pincel. Y ella escribe “lunas”, “corazones”, “hombres”, “manos” y “soles”. Y yo tengo la sensación de que un cocktail silencioso nunca pudo ser tan romántico como en China.

lunes, 14 de abril de 2008

El finde fuera

Pasar el finde fuera. Desde el jueves por la noche, viajar haciendo la maleta, metiendo lo imprescindible: cepillo, calzoncillos, otra camiseta. En la última media hora de oficina ya sólo pensar en el destino, y salir a las 3 como niños del colegio.

Un par de bocadillos. Dejar la ciudad en un desvío, que a eso de las 6 queda infinitamente atrás. Agua y pistachos en la tienda de la gasolinera. La mano haciendo olas de viento en la ventanilla, la meseta que cambia de color.

La llegada eufórica, con la música muy alta y unos estúpidos nervios al abrir la casa. Quizás meter los pies en el mar después de la cena, o dar una vuelta en la plaza, o subir hasta la colina, que no es nada, pero si está al lado… La curiosidad por otra almohada. Y la felicidad que huele a café, a tostadas con tomate y solecito en la terraza.

Y luego hacer algo, cualquier cosa. Cualquier cosa como volver a la cama y que se haga tardísimo. O ir a ese sitio tan especial que siempre dicen y nunca vamos. Pasear por fin, en vez de ir a alguna parte. Y confirmar la alegría de los acentos en los saludos del camarero, porque -ya que estamos- cenamos fuera. Y tomamos eso que sólo lo hacen aquí y está tan bueno.

Levantarse por segunda vez, como de siempre. Apurar la mañana. Hablar con los del pueblo, informarse concienzudamente sobre las antropológicas problemáticas locales. Y calcular la despedida. Con la tristeza de quitar la luz, el gas, cerrar las persianas de fuera, darle doble vuelta a las llaves. Ritualizar la salida. Contar los kilómetros que quedan. Las medias horas, si no hay atascos. Hablar del futuro. Cuando ya aparecen, por última vez en la semana, las estrellas encima del horizonte en movimiento.

Quedarse dormido sobre un hombro, una mano en la barriga hace de manta. Y despertarse con las primeras luces de las fábricas de la periferia. Bostezar llegando a un Madrid inmóvil, tan de domingo que intuye el lunes. Estirar las piernas, sorprenderse de estar en casa.

Pasar el finde fuera. Moverse, viajar. Viajar todo lo que nos dejan. Viajar, y que no importe dónde. Viajar, y que lo bueno sea hacerlo, y lo mejor con quien.

lunes, 7 de abril de 2008

La calle sin nombre

Justo debajo de mi casa hay una calle sin nombre. Al principio pensé que, aunque no hubiera placa al entrar, este callejón debía poseer como mínimo un par de caracteres chinos. Pero nadie parece tener respuesta a esta pregunta. Y, aunque muchos trabajan y viven en este pequeño callejón desde hace años, a nadie le ha parecido tan importante como para ponerle nombre.

La calle es estrecha, de unos cuatro metros de ancho, lo suficientemente grande como para que pasen tres bicicletas y dos viandantes al mismo tiempo. No necesita más. A su alrededor hay obras por todos lados, rascacielos que albergan oficinas de multinacionales y centros comerciales. Pero esta calle se mantiene alejada de las pretensiones de la nueva China, sin marcas de ropa, perfumes femeninos ni televisiones de plasma.

Aquí todas las niñas se recogen el pelo en dos coletas y visten de rosa, y los jóvenes se mueven en bicicleta por ella como si estuvieran en su pueblo. Por la noche los ancianos se juntan para jugar a las cartas o al ajedrez en cualquiera de sus esquinas, y un sofá abandonado hace de bar alternativo para los más rebeldes. La calle tiene tres billares al aire libre con bombillas improvisadas para jugar hasta las dos de la mañana; y durante el día las madres lavan la ropa mientras cotillean con la vecina las novedades del barrio. Al fondo del todo, con una luz violeta en espiral que no deja de girar, hay una peluquería, aunque algunos dicen que a determinadas horas de la noche se convierte en prostíbulo.

De buscarle un nombre a esta calle, debería estar relacionado con la gran variedad de comida que uno puede degustar a lo largo de sus escasos 100 metros. Justo a la entrada siempre está Xin Qiming, que con su gorro blanco y playeros de deporte cocina pinchos de carne en una especie de barbacoa. Un poco más allá una joven (aquí todo el mundo la llama xiaojie) sirve por tres yuanes platos de pasta con verduras y carnes, y una especie de tortita llena de especias picantes. En frente, la gente se sienta en sillas de plástico para comer pinchos hervidos; y a la derecha los niños hacen cola (sin mucho orden) frente a una panadería llena de dulces. En uno de estos restaurantes, con una cocina de dos metros cuadrados y sólo un cocinero, uno puede degustar más de doscientos platos. Una oferta de alta calidad y bajo precio que se repite en cada uno de los rincones ocultos de esta calle, y que de estar en los Campos Elíseos sería considerada como ejemplo de haute cuisine.

A pesar de ser una de las calles más chinas de Pekín, uno respira el aire internacional que le confiere un país tan grande como este. A lo largo de sus restaurantes y puestos de bebidas, uno se encuentra con acentos de Shanxi, Hubei, Sichuan o Hebei, y cada una de estas personas parece venir de un planeta distinto, de unas provincias alejadas cientos o miles de kilómetros de la capital. Y todos ellos, misteriosamente, han venido a parar a esta calle sin nombre.

De todas las personas que viven en este callejón, Wang Deshu se ha convertido en mi anfitrión. Su restaurante tiene el techo lleno de pósters comunistas de hace 40 años y junto a él casi siempre está su hija, que tiene dos años y todavía no va al colegio. Wang me ha pedido que, a partir de ahora, le llame Maestro Wang (Wang laoshi), porque entre comida y comida hace como que me enseña chino. Y, cuando le pregunto por el nombre de esta calle, Wang se encoge de hombros y esboza una sonrisa: “¿Qué te parece la calle del Maestro Wang?”.