lunes, 28 de enero de 2008

De viaje: Pekín, Guangzhou, Shenzhen, Taipei

Pekín, en la estación de trenes más grande de Asia. Miles de personas cruzan sus caminos y sus deseos, sus lugares de origen con su próximo destino. Un lugar donde asombrarse con la inmensidad de China: pequineses que van a Shanghai, gentes de Xinjiang que vuelven a sus hogares, niños de Guangdong que echan de menos a sus abuelas. En la estación, algunos mayores comen palos de caramelo, cientos de bolsas gigantes de cuadros forman montañas en el suelo, y en las esquinas se juega a las cartas.

Rostros pálidos y casi negros, miradas perdidas y soñadoras, acentos de Henán y de Cantón, perillas con bigote, mayores todavía imberbes. Una estación que respira humanidad en cada uno de sus metros cuadrados, y donde parece posible que, de un momento a otro, en los pasillos, una mujer vaya a dar a luz frente a miles de personas.


Guangzhou, una ciudad de andar por casa. Un lugar donde “La Plaza del Pueblo” no es sólo un nombre propio, sino una realidad llena de sentido. En esta plaza se improvisa todos los días una especie de circo entre vecinos: con clases de baile, un coro, ejercicios con espada, práctica de artes marciales y conciertos de música tradicional. Un lugar donde la frontera entre el hogar y la calle parece haber desparecido. Una ciudad de siete millones de personas donde los vecinos todavía bajan en pijama y zapatillas a la calle.


Shenzhen, un museo de almohadas. La cultura china llegó a ser tan refinada que la decoración de almohadas se convirtió en un arte. De cerámica o de jade, blancas, verdes o amarillas. Algunas adoptaban la forma de un tigre para proteger al que dormía; en otras se escribían poemas para poder leerlos antes de irse a la cama.


Taipei, un apartamento de estudiantes. Conviven en la casa una taiwanesa, un japonés y dos españolas. Al grupo nos unimos otras ocho personas, cada uno de un país distinto, convirtiendo la casa en una mini reunión de Naciones Unidas. Hablamos de un país y de otro, de diferencias y estereotipos. Mientras, fumamos tabaco de Estados Unidos, bebemos cerveza de Japón y comemos jamón serrano de España.

En medio del humo y las cervezas vacías, de pronto se hace el silencio. Suena una canción japonesa en la cadena de música. Nuestro amigo japonés, con los ojos mirando al techo, comienza a cantar con una voz profunda hasta entonces desconocida. El resto, asombrados, escuchamos en silencio. Él no nos explica nada. Tan sólo señala la cadena de música con una mano y se toca el pecho con la otra. Y mientras su voz y la música toman la habitación, tal vez se acuerda de su primer beso, de aquel adiós que no tuvo tiempo a decir, de esa persona a la que todavía ama en secreto. La canción es en japonés y ninguno entiende la letra; pero todos comprendemos algo.

lunes, 21 de enero de 2008

Bostezos de Madrid

No está mal madrugar en Madrid, uno se siente acompañado. De lunes a viernes, hay un tiempo en el que la ciudad se despereza, estira los brazos. Sale de los portales, apura el café, ojea el periódico, se quita las legañas. Las luces son débiles, y Madrid marcha resignada a la obligación, deambulando encogida a ritmo de bostezo.

Los niños de todas las pieles revolotean a las puertas de los colegios, tras despedirse de sus padres en doble fila. En el metro, hay quien improvisa una almohada colgando el brazo de la barra. Otros leen medios capítulos de novelas y reglamentos. Junto a estudiantes que repasan las características del arte visigodo mientras escuchan sus ipods. Los tornos se presentan como los brazos ejecutores del pensamiento único -por donde todos pasamos-, y uno acaba sintiéndose en un hormiguero sin salida.

Pero en medio de esos bostezos pragmáticos, surge el empeño por seguir siendo humanos. Muchos aguantan las pesadas puertas del metro hasta que llega el siguiente. Un camarero, convertido en héroe, devuelve el cambio con un “que pases un buen día”, aliviando la barbarie que supone desayunar en un transbordo. Y desde las ventanas del Cercanías miramos las luces que se apagan, nostálgicos de nadie sabe cuándo.

Algunos madrileños, nietos de campesinos, todavía creen escuchar el sonido del gallo al despertar. Los funcionarios se aferran a las sábanas como en su primer día de colegio. Al abrir los ojos, cada uno piensa en su idioma, y se da cuenta que soñó con las expresiones de su barrio. En los bares Antonio lo de siempre, y el kioskero resume la actualidad con refranes centenarios. Enfrente, un desconocido se despereza, y al cruzarse las miradas somnolientas dan ganas de saludarse.

La capital bosteza, y en ese gesto enseña los pueblos que lleva dentro.


En cambio, en la mañana del domingo la vida es siempre tan reciente, tan croissant, tan a rayas. Con esa luz de seda a punto de romperse. Y es ahí cuando suceden los milagros, los abrazos infinitos, el amor en los portales; y al final del Paseo, un primer beso envuelto en bicicletas, como dos submarinistas en medio de un banco de peces plateados.

miércoles, 9 de enero de 2008

lunes, 7 de enero de 2008

Encuentro en el camino