lunes, 31 de diciembre de 2007

Un 25 de diciembre con sabor a 4 de febrero

25 de diciembre. Las calles de Pekín se despiertan atascadas con cientos de coches. En la Universidad, los estudiantes se agolpan en la biblioteca para preparar sus exámenes. A la una de la tarde, el telediario vuelve a ser tan aburrido como de costumbre: el presidente de China “inaugura un pantano”, una nueva empresa estadounidense llega a Shanghai, otra autopista que se construye a cientos de kilómetros de la capital.

1 de enero. El tenderete de debajo de mi casa prepara pinchos desde las siete de la mañana. El profesor de expresión escrita llega puntual, a las ocho. Antes de ir a trabajar, las parejas se separan en sus casas con una caricia. Y algunos niños lloran en la guardería cuando sus padres les sueltan de la mano.

Ni anuncios de Navidad, ni cordero, ni lucecitas por la calle. Ni sopa de marisco ni los mazapanes de la abuela. Ni cestas de la compra ni “hay que ver lo caros que están los langostinos este año”. El teléfono no suena más de lo habitual en casa y no se escuchan villancicos en los supermercados. Nadie grita por las calles “Feliz Navidad”; y el viejo Papá Noel, presente en algunas tiendas y con ojos achinados, parece más cansado que de costumbre.

Ni uvas ni campanas. Ni Ramón García en la televisión ni vestirse de gala la noche del 31. No hay fiestas con barra libre ni sonrisas al abrir las botellas de champán. Ni fuegos artificiales ni fotografías. No se escucha el “qué rápido pasa el tiempo”; ni hay momentos para el "a ver si el año que viene dejo de fumar”. No hay resaca monumental, ni películas maratonianas la tarde del 1 de enero.

Y, por encima de todo, naturalidad. Aceptación. Como si, por un año, la Navidad no existiese. Y esto fuera lo más normal del mundo.

lunes, 10 de diciembre de 2007

China en color



lunes, 3 de diciembre de 2007

La ciudad ocupada


La ciudad estaba ocupada. Sitiada por un ejército de instantes que revoloteaban entre las piernas a cada paso. La ciudad entera sumergida; tan empapada de invasión que era imposible salir a la calle sin mojarse.

La ocupación sucedió deprisa, cuestión de semanas. Profunda e inevitable como un cambio de estaciones. Y con más dolor que miedo. Con más miedo que lamento. Indefensa, la ciudad aceptó su propia conquista.

La ciudad fue ocupada desde el primer bostezo hasta el vaivén de los columpios inútiles por la noche. Invadida en sus últimos rincones: la estela de las bicicletas, la corteza de los árboles, el borde de las almohadas. La ocupación se colaba entre las rendijas que dejan abiertas las canciones, los diálogos de las novelas. Se apoderó de la espera en los andenes y el perfume de castañas. Incluso cambió el alma de las calles, como hace la nieve con los parques. Y como pasa siempre cuando nieva, pareció que todo sucedía por primera vez.

El caos tomó la ciudad. La invasión instaló túneles de tiempo como otra red de metro. Las ventanas de las buhardillas reflejaban el futuro. En los restaurantes indios el postre se tomaba en Calcuta. Y en la confusión, podías quedarte encerrado en una caja de galletas, mientras paseabas distraído por el centro.

En las plazas no cabía otro recuerdo. No podías sentarte en ningún banco, ir a ningún teatro, porque estaban repletos de suspiros. El ejército había tomado posiciones en las salidas del metro, en los miradores y los tejados, en cada camino de vuelta a casa; y por la tarde disparaba con el viento, camuflado entre los destellos de las hojas.

Sólo quedaba rendirse sin condiciones. La ciudad estaba ocupada. Toda Madrid asediada por un solo deseo, una sola piel, una sola ausencia.



“tú me recuerdas las cosas, no sé, las ventanas”
Silvio Rodríguez