Por Adrián Martínez, dentro del proyecto Visiones de todos
Desde Maine hasta el sur de California, la primera visión es la de la desolación absoluta en las calles. El tumulto de voces, gritos y pies hace tiempo dejó paso a los motores de los suburbanos. First, Main, Brown, Elm. Los nombres se repiten y también el abandono que resquebraja las aceras mientras las hierbas van ganando terreno a los pasos.
Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando por consenso tácito se decidió que el sueño americano residía en los suburbios. Una casa con porche alejada del centro urbano, al que siempre se podría acceder con el coche recién adquirido. Los años sólo contribuyeron al abandono, que en el mejor de los casos quedó como tal y en el peor se convirtió en una degradación que reflejaba las diferencias económicas (y raciales) cada vez mayores de la sociedad estadounidense. El sueño americano se mudó a las afueras y dejó a los perdedores el espació físico que antes ocupó.
Los griegos construyeron una civilización en torno al ágora. Los norteamericanos lo sustituyeron por el mall, que no sólo resulta mucho más rentable en términos económicos sino que tiene evidentes ventajas ideológicas. Por un lado incentivó el consumo, al contado o, más frecuentemente, a crédito, lo cual sin duda es muy conveniente para mantener a una población trabajando sin hacer demasiadas preguntas. Por otra parte, vaciar calles, plazas y parques evita exponer a honrados ciudadanos a aquello que pudiera mínimamente diferir de su visión del mundo (suponiendo que tuviera una). ¿Qué espacio físico queda pues para la sociedad civil? ¿Dónde reunirse? Ciertamente las opciones no son muchas, pero un paseo cualquier domingo por la mañana puede dar algunas pistas al contrastar el vacío de las calles con el bullicio de las iglesias, lo cual no deja de tener sentido en un país donde hasta los dólares confían en Dios. A todo esto hay que añadir que el capitalismo aplicado a la religión ha permitido no sólo que los templos tengan aire acondicionado y bancos más confortables para aguardar la salvación, sino que hasta los más enrevesados aspectos de la fe se adapten a los gustos de un cliente no acostumbrado a afrontar dilemas morales (ni políticos), puesto que todas las repuestas vienen dadas y las líneas marcadas.
Todo esto no tendría nada de malo si no fuera porque semejante uniformidad ideológica impide que nadie señale al emperador desnudo. Cualquier creencia, por estúpida que sea, encuentra acomodo en un país inventado para garantizar la libertad de religión. Decía Chesterton que lo malo de que los hombres dejaran de creer en Dios no era que no creyeran en nada, sino que estaban dispuestos a creer en cualquier cosa. Podemos añadir que cuando todos los hombres creen en el mismo Dios pueden convencerse de cualquier cosa. Así, no resulta raro encontrarse quien defienda que no fue de burro la quijada con la que Caín mató a Abel, sino que bien pudiera ser de triceratops, pues hombres y dinosaurios coexistieron después de que Dios los creara a ambos hace unos 10.000 años y hasta que el Noé los condenó a una muerte segura cuando abandonó a los reptiles a su suerte ante las primeras gotas. O que Saddam, en alegre compadreo con Osama Bin Laden, escondía armas de destrucción masiva en los desiertos iraquíes que, oh casualidad, sólo albergaban petróleo. O que el país está en manos de un extranjero socialista y musulmán. Permanezcan atentos, las primarias de 2011 depararán sin duda nuevas y asombrosas revelaciones.
lunes, 29 de noviembre de 2010
Americana
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Dani
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lunes, 27 de septiembre de 2010
El tango que se llevó el río

Pero antes, en verano, hubo un tiempo en que París también era Cortázar, y su Rayuela, y nosotros jugando a saltar entre sus capítulos, andando con los zapatos endiabladamente empapados, preguntándonos si encontraríamos a una (otra) Maga antes de que acabase el puente de madera; o después, a punto de matarnos porque una buhardilla del Marais reflejaba un sol de oro, y nuestras bicicletas casi se chocan cuando los dos la señalamos con la barbilla.
Y sí, Matilde lo vio, mientras bailaba con un inexperto francés de ojos asiáticos (ahora hay franceses en todos los formatos). El poco rato que no tuvo los ojos cerrados -con una pareja así, mejor concentrarse en la música- vio como Martín, el bueno de Martín, el pelotudo de Martín, se las ingeniaba bárbaro con esa muñequita rusa que, por otra parte, podría ser su hija.
Así, esa tarde supimos que París éramos también nosotros, y nuestros paseos infinitos por el Sena. Era el final del verano, pero el viento parisino-nocturno en nosotros sostenido era ya un ultimatum del otoño, y con el otoño (ya sin largos paseos por el río) llegaría la nostalgia, la nostalgia de un Buenos Aires, donde nunca habíamos ido.
martes, 31 de agosto de 2010
Visiones de viaje (al sur de Portugal)
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alberto senante
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miércoles, 7 de julio de 2010
Visiones de viaje
Pedaleando por el mundo, uno se da cuenta que algunos se empeñan en poner la vida, las ciudades, entre barrotes
Los hay que son capaces de ponerle cadenas a los columpios
Se ve que unos confían en el orden
A veces la vida nos pone obstáculos absurdos en el camino
incluso nos regala una compañía, una compañera
y abre todas las ventanas
Así uno comprende, que a veces unos pocos tienen que dar las primeras pedaladas, decidirse a cruzar juntos el puente
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alberto senante
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sábado, 1 de mayo de 2010
Nacido el 1 de Mayo (hace un año)
miércoles, 21 de abril de 2010
Rutas
[Dentro del proyecto Visiones de todos. Por Lázaro Giménez]
Vivo en Europa, pero a las afueras. Al sur, sí, y casi “al borde” de Europa, en todos los sentidos. Vivo en una ciudad fea como una estación de autobuses a las once de la noche, pero cuyo corazón late como una pequeña terminal de vuelos internacionales. Si se tratara de una gran metrópolis, tal vez no me hiciera tantas preguntas, porque son ese tipo de ciudades las que se convierten en polos imantados para atraer a las personas y las historias que llevan consigo. Pero no es así, es una ciudad fea y gris como una estación de autobuses, y por eso me pregunto qué tipo de conexiones existen en este mundo para que todas esas personas lleguen hasta aquí, un día u otro, de noche, o a punto de romper el alba, cargados con maletas que se amontonan en el andén.
Me pregunto qué rutas les han encaminado hasta esta geografía desconocida y que aparece en los mapas como un simple lugar de paso. Me refiero a gente como Luís o Joanna. ¿Sabía Luís, hace veinte años, trabajando como periodista en los Andes y huyendo de la dictadura en Ecuador, que acabaría buscándose la vida en campos de alcachofas y marchitándose en una residencia de ancianos lejos de su país? ¿Qué pasos trajeron a Joanna, la nieta del republicano español que se salvó como tantos otros en el Winnipeg de Neruda, a esta estación de autobuses? ¿Fue el crecer junto a la estación central de Santiago de Chile? ¿Tenía marcado en el mapa el nombre de esta ciudad Anderson, un militar congoleño que no lo aparenta, al dejar su familia y su país, cuando el asesinato del presidente Kabila le empujó a huir en 2001? ¿Podía imaginarse estas calles cuando cruzaba el desierto o embarcado en una patera? ¿Y qué hay de Anna, la bailarina del Circo de Moscú que encontró aquí el amor y la felicidad? ¿Sabía que el contrato que le ofrecieron para trabajar en España era en una barra americana? ¿Sabía Onelia que llegaría hasta aquí cuando daba clases como profesora en la Cuba de Castro, esta mujer de 70 años, nieta de un barcelonés y una irlandesa? ¿Qué pasa con Coffe, el marinero de Ghana, que llegó hasta Nueva York para buscarse la vida como taxista, incluso como modelo, y que ahora cobra por cargar cajas de lechuga en los camiones que las llevan hasta los supermercados de Alemania? ¿Cuánto tardará en volver a embarcarse en otro barco que se recorra toda la costa de África Occidental?
A veces repaso todas esas historias, y anoto pequeñas frases que sobre cada una de ellas me vienen a la cabeza. Aunque, de todas, hay una cosa que me intriga y que siempre les pregunto: ¿cómo has llegado hasta aquí? Casi como Baudelarie cuando, arrebatado, preguntaba al viajero: “Dites, qu’avez-vous vu?”.
sábado, 3 de abril de 2010
El nostálgico que eligió ser italiano
Dice la canción que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Sin embargo, no pasan más de dos años para que algo en mí se remueva, un desasosiego que no puede calmarse más que volviendo a Italia.
Como el sadomasoquista que no encuentra frontera entre el placer y el dolor, un nostálgico vocacional regresa siempre a los lugares donde sus días fueron especiales, al escenario de sus sentimientos concentrados.
El tren te acerca por las colinas conocidas. Otra vez la emoción de viajar sin biglietto.
Decides, sobre un mapa escondido en la memoria, por qué porta te gustaría volver a poner los pies en Siena. “Siena, la bien amada -que decía Saramago- donde mi corazón se complace de veras”. Pues eso.
Y te sorprendes a ti mismo con una cascada de recuerdos, de aquellos días en que la magia se convirtió en rutina:
Junto a esta fuente tomaba con Fede aquellas pizzas y cervezas mientras me contaba los sueños que ahora ya ha cumplido; en esa casa -donde ahora viven otros- conocí a Sauro, la noche de invierno que tocamos las estrellas desde las aguas ardientes de las termas de Petriolo... Por estas rampas subíamos Andreu y yo en bicicleta, con la mochila repleta de la compra de la semana. Y resoplábamos al llegar a esta Porta, la Romana, orgullosos, sudados y felices.
Y al caer la noche sigues paseando por los alrededores del Duomo, y sientes el imán de la Piazza del Campo. Y aunque sabes que no debes, regresas. Vuelves al ladrillo casi exacto donde estudiaste los primeros verbos italianos. Donde tomabas aquellos helados en las noches de verano. Esa plaza, ese espacio mágico que dio sentido a la palabra encuentro.
Entonces te das cuenta, que tú mismo te has partido, y estás a la vez en tres tiempos: vives el presente que es regresar a Siena, revives los recuerdos que te inyecta estar en esa plaza mágica, y también imaginas otra vida que nunca fue, la que habría sido de quedarte en ese lugar.
Eso debe ser la nostalgia, y duele. Como duele siempre la vida, cuando se toma sin atajos.
Y también Florencia. A mediodía, desde el piazzale Michelangelo, Firenze hace como si nadie la mirase. Es una señora elegante, tan acostumbrada a las miradas indiscretas, que se gusta sabiéndose deseada -a su edad- sin que nada altere su paso.
Te fuiste escribiendo que en cualquier parte del mundo, siempre te faltará la protección de esa cúpula, del cobijo de los triángulos de un puente, del violeta de las colinas antes de la noche. Ahora tienes todo eso delante, y sientes que no te han fallado, como si Firenze no hubiera cambiado para que tú la encontraras igual. A veces las ciudades son más fieles que las personas.
Y eso que tus florentinos -Ludo, Angelo, Mara, Giulia, Virgi y unos largos puntos suspensivos- lo son. Y estar con ellos hace que rebroten las partes de ti que más te gustan. Te recuerdan ese modo italiano que hay en ti, o ése que un día quisiste ser. El impulso vital de preparar con cura (atención) una cena para doce. Celebrar el placer de ser juntos. Brindar por la vida, por sus placeres. Mirar los árboles de otro modo. Soñar con otro mundo, y como buenos artesanos, ponerse manos a la obra para acercar ese horizonte soñado. Desde la alegría.
Así, llega el momento en que uno no vuelve a Italia para verla. Sino para verse en ella…
No se trata ya de visitar tal o cual ciudad, pueblo, museo o paisaje. Sino de regresar a tu destino. Recuperar la profunda calma que provoca hablar, no tu lengua madre, sino tu idioma elegido. Estar junto a los que puedes crear una familia. No echas de menos volver a tu país de origen, sino a tu patria elegida.
lunes, 22 de febrero de 2010
lunes, 11 de enero de 2010
Búsquedas parisinas
De rincones aislados y coloristas
Del futuro
Del Sena turístico e íntimo
De arquitecturas
e ingenierías
De sabores y olores que te atrapan
De lugares de silencios
De libros legendarios
y de su cielo único
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alberto senante
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