domingo, 21 de junio de 2009

En el andén de la duda

A veces la vida parece una estación de trenes. O más concretamente el andén de una estación de trenes, donde a cada lado tienes un cartel luminoso con un destino, una promesa de viaje, con la lista -imaginada- de todas las paradas, y el tiempo que falta para que tengas que tomarlo.

quizá había otros caminos y el que tomaron no era el único y no era el mejor (1)

Para que un hombre se llene de dudas, los dos destinos tienen que revolcarle la piel del estómago, acariciar las paradas con el deseo, imaginarse días como soles, y pensar que será feliz en esa dirección, tan sólo con mirar desde la ventana.

o que quizá había otros caminos y el que tomaron era el mejor,

No es frecuente que los hombres puedan subirse a uno de esos trenes. El que lo consigue se distingue porque sabe sonreír con la mirada, y por una cierta calma en el desayuno, puesto que sabe que aprovechará el día y la noche, las caricias y el trabajo, el calor y la brisa, como se apura una cerveza helada tras una jornada en el desierto.

pero que quizá había otros caminos dulces de caminar

Y por no saber decidir cuál es tu tren, porque a veces la vida exagera y te ofrece dos de esos destinos, sientes que no entiendes sus señales. Y te conviertes en un campesino ante un inmenso panel de aeropuerto, escrito en otro idioma, y donde se supone que, en alguno de esos nombres indescifrables, debería esperarte la felicidad.

y que no los tomaron,

Y uno puede pasarse horas enteras en ese andén de la duda, largas noches de verano, o instantes imprevistos mientras creías pensar en otra cosa, imaginando las paradas de los dos destinos, los instantes dulces de cada uno, junto a la amargura de saber que no podrás disfrutar de uno de los dos trayectos, aunque ya los puedas ver con sólo cerrar los ojos. Incluso a veces los imaginas a la vez, como dos sueños que se entremezclan, como senderos que se entrecruzan.

o los tomaron a medias,

Y es justo lo que no debes hacer, lo sabes y te lo repiten, pero ya es inevitable, ya da igual qué camino escojas, dudar tanto es lo que tiene, cuando el tren elegido parta, no podrás dejar de asomarte a la ventana y mirar hacia atrás, y encontrarte a ti mismo en el camino que no tomaste.




(1) Rayuela.

lunes, 8 de junio de 2009

El ruso que quería ser chino

Era alto y delgado, tan blanco como los perros de Siberia, y cuando entraba en clase el aula se llenaba de silencio. La única que parecía tenerle cierto aprecio era la profesora, que admiraba la disciplina y dedicación de su único estudiante ruso, un hombre que presumía de saberse de memoria las 50 primeras páginas del diccinario chino publicado por la editorial Xinhua.

Un vistazo a sus libros era suficiente para comprender su método de aprendizaje: el vocabulario a estudiar lo tenía subrayado en fosforito amarilllo, la gramática en azul y las estructuras fijas en verde. Todo este arco iris de estudio le servía para reconocer cada carácter, cada uno de los trazos, y para mostrarse casi imbatible ante cualquier pregunta de la profesora. Pero si sus compañeros de clase le odiaban no era sólo por su enfermiza obsesión con el chino: en un ambiente internacional en el que casi todos utilizaban el inglés en los descansos y después de clase, el ruso se mantenía siempre en las fronteras del mandarín. Algunos comentaban que esta actitud era herencia de la Guerra Fría y el enfrentamiento con el mundo anglosajón, y a juzgar por sus enfados cada vez que algún chino le intentaba hablar en inglés, era evidente que no era precisamente un fan de la CNN.

De hecho, su interés por el chino comenzó gracias al ejército del Partido Comunista, en la época en la que éste todavía no había llegado al poder y se encontraba en las montañas de la provincia de Shaanxi. Los comunistas habían inventado un juego que a él le llegó muchas décadas después a través de su versión en inglés (imagínate su cabreo) bajo el título de “Know the characters”, y que tenía como objetivo alfabetizar a los soldados comunistas. Eran un total de 600 tarjetas donde los estudiantes debían adivinar y reproducir el caracter chino insinuado. Él se tomó el juego con tanto interés que las primeras expresiones que aprendió en chino fueron “abajo con los japoneses”, “muerte al Kuomindang” o “viva la revolución proletaria”. A sus 23 años, decidió abandonar su carrera de ajedrecista profesional en Moscú para estudiar chino en Pekín.

Los pocos españoles que le conocían le llamaban “el ruso loco”, y por todos era sabido que era tan tacaño con el dinero como generoso en sus horas de estudio. De todos los edificios de la Universidad, vivía en el más cutre (aunque nadie conocía a sus compañeros de cuarto, lo cual alimentaba todo tipo de leyendas entre los estudiantes) y a la hora de comer siempre escogía la opción más económica. No era sólo una forma de ahorrar dinero, sino también de sentirse más chino. Porque ésta era en realidad su misión en Pekín.

Después de cuatro meses en China, comenzó a tener la sensación, las pocas veces que se miraba en el espejo, de que sus rasgos rusos se iban difuminando en un rostro oriental. Llevaba más de 120 días concentrado en el estudio del chino, no había pronunciado una sola palabra en ninguna otra lengua (ni siquiera llamaba a sus padres por teléfono) y sus contactos con otros extranjeros se reducían a la obligatoriedad de las clases. Por eso, comenzó a sentir como su pelo se volvía negro y lacio, sus ojos se oscurecían y su nariz se metía hacía dentro. Incluso tenía la sensación de haber encogido unos centímetros. Ahora, cada vez que pensaba en el ser humano en general, siempre le veía con rasgos orientales. Cuando recordaba las calles de Moscú las encontraba llenas de chinos que a paso acelerado salían del metro o entraban a trabajar. Su ex-novia rusa, que había sido modelo para una famosa marca de cosméticos, se había vuelto mucho más delgada y sus pechos reducidos a la mitad. Incluso sus padres, en el recuerdo, se habían convertido en padres chinos.

Al día siguiente, su nueva vida de chino le esperaba.