lunes, 23 de marzo de 2009

Libros-escudo

Llevo mi libro en la mochila. Es un escudo. Por si acaso lo necesito en la batalla de ser en la ciudad. A cualquier hora del día, sé que con él -un libro, ese libro, cualquier libro- ninguna espera será larga. El libro, mi escudo, me defenderá de sentirme masa en los vagones apretados, en los transbordos sin sentido, en las filas de rebaño y las salas asesinas. Con él no hay horas muertas, minutos vacíos. Sólo salir a la calle ya es distinto, menos rutina. Me da seguridad en el paso, y por eso -para sentirme seguro- lo llevo a veces en la mano, aunque no lo abra en todo el día.


Ir con libros hace que mire a quienes llevan otros libros, escudos como el mío. Y que en ese cruce de miradas se formen rimas, guiños, encuentros. Como cuando se abren en el metro frente a frente Borges y Cortázar a primera hora de la mañana, el tiempo de los duelos de otra época. O como cuando dos esperan, a la sombra de un madroño, uno con Beckett y tú con Shakespeare… y los personajes huyen como fantasmas de los libros y confunden sus diálogos en el aire.


Aunque hay encuentros más humildes, sin necesidad de grandes nombres, en que lo importante es reconocer que el otro también necesita protegerse con su escudo. Y sentirse aliviados, como dos que comparten paraguas.


A veces los encuentros de escudos provocan decepciones. Como cuando en el césped de aquel parquecito apartado del mundo, un pelo rizado donde perderse, una espalda como esperando ser dibujada, lee mordiéndose los labios, acariciando las páginas. Y cuando estás a un milímetro de lanzarte al vacío y preguntarle por un café cercano, le llaman al móvil, deja el libro bocarriba en la hierba y te sorprende el título de un escudo-tonto (que los hay) y borra con un soplido de dibujos animados toda la magia que habías fabricado.

También puede haber algo de competición en ese espiarse el nombre del escudo del prójimo (hasta llegar a posiciones incomodísimas). Pero es un duelo donde no se busca vencer, sino entenderse con el otro, y que deje de ser un desconocido.

Y puede pasar también que la rima sea con la propia vida. Y que tú llegues deliciosamente tarde, y yo pase cuartos de hora saboreando la espera en los tiempos del cólera. O aquella vez que hablamos durante horas de proyectos, ciudades, buhardillas, caminos… y sin querer los dos llevábamos Machado en la mochila.

Y de vez en cuando sucede, que esquivo con la mirada un hombre inoportuno, y confirmo que ella también, ella también lleva entre las manos poesía.




lunes, 16 de marzo de 2009

Mo Yan

Mo Yan entra en la sala dubitativo, agarrado a su botella de agua mineral y colocándose con torpeza el micrófono. Cualquiera diría que este escritor con cara de luna llena, dedos gorditos y cejas mirando al cielo es la primera vez que da una conferencia. Y, sin embargo, Mo Yan es uno de los escritores más famosos de China, aclamado por la crítica y querido por el público, autor entre otras novelas de Sorgo Rojo.

Al contrario de lo que pasa con otros escritores, conocerle en persona ayuda a adivinar de donde proviene su talento. Mo Yan esquiva los elogios con elegancia, cada tres frases suelta un chiste y rebosa humildad en todas sus palabras. En la mayoría de sus novelas aparecen animales, aspecto que explica con una historia surrealista que a él le parece lo más natural del mundo: “Siempre me he llevado muy bien con los animales. Cuando era pequeño me echaron de la escuela por hablar demasiado, así que me pasé cinco años de mi infancia rodeado de cabras y ovejas. Los animales pueden ser más inteligentes que las personas”.

Mo Yan reniega de los ordenadores para escribir sus libros y todavía se refugia en la pluma en busca de inspiración. Reconoce que hace algunos años escribió algunas novelas desde Word, lo que él llama “el momento más bajo de mi carrera”. Mo Yan necesita sentir los folios en blanco y las manchas de tinta para sentirse cerca de los hombres.

Mientras el público disfruta de uno de los escritores más naturales y graciosos que ha visto en persona, alguien le pregunta por la influencia que el Realismo Mágico, y sobre todo García Márquez, ha tenido en su obra. Ni corto ni perezoso, Mo Yan cuenta su propia historia sobre Cien Años de Soledad: “Lo comencé a leer en 1987... y lo acabé en 2007, sólo porque García Márquez venía a unas conferencias y me daba vergüenza participar en ellas sin haber leído Cien Años de Soledad”.

Así es Mo Yan: cercano, humilde, humano. Como sus novelas.

domingo, 1 de marzo de 2009

Animal urbano