Ir con libros hace que mire a quienes llevan otros libros, escudos como el mío. Y que en ese cruce de miradas se formen rimas, guiños, encuentros. Como cuando se abren en el metro frente a frente Borges y Cortázar a primera hora de la mañana, el tiempo de los duelos de otra época. O como cuando dos esperan, a la sombra de un madroño, uno con Beckett y tú con Shakespeare… y los personajes huyen como fantasmas de los libros y confunden sus diálogos en el aire.
Aunque hay encuentros más humildes, sin necesidad de grandes nombres, en que lo importante es reconocer que el otro también necesita protegerse con su escudo. Y sentirse aliviados, como dos que comparten paraguas.
A veces los encuentros de escudos provocan decepciones. Como cuando en el césped de aquel parquecito apartado del mundo, un pelo rizado donde perderse, una espalda como esperando ser dibujada, lee mordiéndose los labios, acariciando las páginas. Y cuando estás a un milímetro de lanzarte al vacío y preguntarle por un café cercano, le llaman al móvil, deja el libro bocarriba en la hierba y te sorprende el título de un escudo-tonto (que los hay) y borra con un soplido de dibujos animados toda la magia que habías fabricado.
También puede haber algo de competición en ese espiarse el nombre del escudo del prójimo (hasta llegar a posiciones incomodísimas). Pero es un duelo donde no se busca vencer, sino entenderse con el otro, y que deje de ser un desconocido.
Y puede pasar también que la rima sea con la propia vida. Y que tú llegues deliciosamente tarde, y yo pase cuartos de hora saboreando la espera en los tiempos del cólera. O aquella vez que hablamos durante horas de proyectos, ciudades, buhardillas, caminos… y sin querer los dos llevábamos Machado en la mochila.
Y de vez en cuando sucede, que esquivo con la mirada un hombre inoportuno, y confirmo que ella también, ella también lleva entre las manos poesía.