miércoles, 21 de mayo de 2008

Réplicas en Pekín

El 12 de mayo de 2008, en la cantina del señor Wang sólo se escucha el sonido de la televisión. Los lamentos y los ánimos resuenan en las cuatro paredes de su pequeño restaurante, donde cuatro personas comen en silencio con un ojo puesto en la pequeña pantalla. En cuanto atravieso el umbral de la puerta, el señor Wang se dirige a mí con un murmullo: “¿has visto lo del terremoto en Sichuan?”.

Al poco rato, y después de despacharme más rápido de lo habitual, el señor Wang coge el teléfono con las manos a punto de convertirse en gelatina. Marca un número. Cuelga. Vuelve a marcar. Imposible contactar con sus amigos y familiares. Cuelga. Marca un número. Mueve la cabeza de izquierda a derecha, escrutando el rostro de las cinco personas que nos sentamos en silencio en el restaurante. Cuelga. Nadie responde al otro lado, en Sichuan.


En la universidad, el terremoto de Sichuan se ha convertido en un compañero de clase más. Parece el típico alumno silencioso que se sienta en la última fila, que participa poco, pero que todo el mundo sabe que está allí. Basta que se le caiga un lápiz al suelo para que el resto de la clase se acuerde de él.

Ahora, en clase, los ejemplos parecen limitarse a Sichuan y al terremoto. No importa que se hable de deportes, de naturaleza o de relaciones sociales: a los profesores sólo se les ocurren ejemplos relacionados con la tragedia. Y cada vez que suena la palabra, cada vez que alguien dice “dizhen” (terremoto), todos bajamos la cabeza y hacemos como que tomamos apuntes mientras al profesor se le atragantan las palabras.

Antes de entrar al aula, las urnas rojas se amontonan en una mesa de la entrada principal, donde varios estudiantes se encargan de recibir las donaciones. Los estudiantes pasan por ellas en procesión, uno detrás de otro. Los organizadores llevan camisetas blancas en las que han pintado a rotulador mensajes como “todos con Sichuan”, “¡ánimo China!” o “Wenchuan en nuestros corazones”. Por la ciudad, cada día se ven más camisetas con un corazón en medio que dice “I love China”. En los edificios de las grandes oficinas, desde las ventanas, la gente improvisa pancartas de apoyo a las víctimas del terremoto. En los callejones más recónditos, los vecinos han colocado a lo largo de la calle lazos y corazones.


Ayer, varios periódicos cambiaron sus habituales ediciones en color por el blanco y negro. Ni un atisbo de rojos, amarillos o verdes: sólo el blanco y negro de una tragedia que ha acabado con los colores. Los presentadores en la televisión visten de negro de los pies a la cabeza; las páginas web están de luto. El naranja y el rosa se han perdido en la imaginación colectiva.


Una semana después, a la misma hora en la que la Tierra se abrió por la mitad, las 14.28 horas, China guardó tres minutos de silencio. Los restaurantes dejaron de servir comida. Las normalmente congestionadas avenidas de Pekín quedaron congeladas en una fotografía de 180 segundos. En las peluquerías, los trabajadores se quedaron con las tijeras en la mano mientras los clientes miraban al suelo. El hombre que arregla bicicletas debajo de mi casa dejó de trabajar por primera vez en su vida. Y así en Shanghai, en Xi´an, en Guangdong y en Chengdu. Un quinto de la humanidad guardó silencio durante tres minutos.


Durante una semana, miedo e incomunicación. El señor Wang todavía no ha localizado a sus amigos de Sichuan. Nadie responde al otro lado. Una amiga coreana llega llorando a clase: ella tampoco ha podido hablar con sus amigas de la Universidad de Chengdu. Li Feng ha dejado Pekín y ha vuelto a su casa, en Sichuan, para preguntar por las calles con una fotografía si alguien ha visto a su padre. Y en Pekín, como en el resto de China, la gente baja a los parques de forma improvisada con velas en la mano.

A 1.500 kilómetros del epicentro, el terremoto todavía retumba en Pekín.

domingo, 11 de mayo de 2008

Hombres Isla

Una estudiante de Bellas Artes reparte periódicos, de ésos que no valen nada, a las puertas del Metro. Lo dobla lo muestra, y una mano se lo arranca. No hay diálogo. A ella, que le encanta espiar rostros, no le da tiempo -ni ganas- de rescatar una mirada. A veces también toma apuntes mentales de los cambios de luz para la clase siguiente.

En medio de bares, tiendas de muebles, lámparas y somieres. Entre inmobiliarias, abrigos de visón, panaderías de diseño. En medio de Chamberí, una huerta, un vivero, una tienda de flores que de noche se oye respirar y cuando cierra la verja le dan ganas de profanar sus propios rosales.

¿Tiene tarjeta DIA? bip bi bip bip bi bip bi bip bi bip bi bip, ¿En metálico? Son 24’77, con esto hacen 25, y 5 más hacen 30, y la factura. ¿Tarjeta DIA?

A los 14 años todavía no le ha dado tiempo de ser niño. Si lo fuera, diríamos que es travieso. Pero como decidió irse de casa y de país, ahora es la mascota de travestis y camellos en las espaldas de Malasaña. Se hace el duro y es gracioso, cumple con los recados. Y cuando le sale bien un trapicheo, paga 30 euros por quedarse dormido una hora en todos los regazos que le faltan.

En Gran Vía, un limpiador de zapatos para los Caballeros de toda la vida. Su figura encorvada, su trabajo manual, chirría en la ciudad. Él, que sólo se arrodilla ante su trabajo, se da la vuelta y ve alejarse su tiempo.

En su país no sabía que esto se podía hacer. Pero aquí todos le han dicho que, en su situación, es lo mejor. Por la mitad del sueldo de un mes, todo se soluciona. Menos el desamparo a la salida de la clínica, la violencia del mundo en las entrañas, la envidia de cualquier ternura, y encima no se le ocurrió coger paraguas.

Hombres Isla en Madrid, rodeados de soledad por todas partes. Basta un gesto para que se conviertan en península.