lunes, 29 de noviembre de 2010

Americana

Por Adrián Martínez, dentro del proyecto Visiones de todos

Desde Maine hasta el sur de California, la primera visión es la de la desolación absoluta en las calles. El tumulto de voces, gritos y pies hace tiempo dejó paso a los motores de los suburbanos. First, Main, Brown, Elm. Los nombres se repiten y también el abandono que resquebraja las aceras mientras las hierbas van ganando terreno a los pasos.


Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando por consenso tácito se decidió que el sueño americano residía en los suburbios. Una casa con porche alejada del centro urbano, al que siempre se podría acceder con el coche recién adquirido. Los años sólo contribuyeron al abandono, que en el mejor de los casos quedó como tal y en el peor se convirtió en una degradación que reflejaba las diferencias económicas (y raciales) cada vez mayores de la sociedad estadounidense. El sueño americano se mudó a las afueras y dejó a los perdedores el espació físico que antes ocupó.

Los griegos construyeron una civilización en torno al ágora. Los norteamericanos lo sustituyeron por el mall, que no sólo resulta mucho más rentable en términos económicos sino que tiene evidentes ventajas ideológicas. Por un lado incentivó el consumo, al contado o, más frecuentemente, a crédito, lo cual sin duda es muy conveniente para mantener a una población trabajando sin hacer demasiadas preguntas. Por otra parte, vaciar calles, plazas y parques evita exponer a honrados ciudadanos a aquello que pudiera mínimamente diferir de su visión del mundo (suponiendo que tuviera una). ¿Qué espacio físico queda pues para la sociedad civil? ¿Dónde reunirse? Ciertamente las opciones no son muchas, pero un paseo cualquier domingo por la mañana puede dar algunas pistas al contrastar el vacío de las calles con el bullicio de las iglesias, lo cual no deja de tener sentido en un país donde hasta los dólares confían en Dios. A todo esto hay que añadir que el capitalismo aplicado a la religión ha permitido no sólo que los templos tengan aire acondicionado y bancos más confortables para aguardar la salvación, sino que hasta los más enrevesados aspectos de la fe se adapten a los gustos de un cliente no acostumbrado a afrontar dilemas morales (ni políticos), puesto que todas las repuestas vienen dadas y las líneas marcadas.


Todo esto no tendría nada de malo si no fuera porque semejante uniformidad ideológica impide que nadie señale al emperador desnudo. Cualquier creencia, por estúpida que sea, encuentra acomodo en un país inventado para garantizar la libertad de religión. Decía Chesterton que lo malo de que los hombres dejaran de creer en Dios no era que no creyeran en nada, sino que estaban dispuestos a creer en cualquier cosa. Podemos añadir que cuando todos los hombres creen en el mismo Dios pueden convencerse de cualquier cosa. Así, no resulta raro encontrarse quien defienda que no fue de burro la quijada con la que Caín mató a Abel, sino que bien pudiera ser de triceratops, pues hombres y dinosaurios coexistieron después de que Dios los creara a ambos hace unos 10.000 años y hasta que el Noé los condenó a una muerte segura cuando abandonó a los reptiles a su suerte ante las primeras gotas. O que Saddam, en alegre compadreo con Osama Bin Laden, escondía armas de destrucción masiva en los desiertos iraquíes que, oh casualidad, sólo albergaban petróleo. O que el país está en manos de un extranjero socialista y musulmán. Permanezcan atentos, las primarias de 2011 depararán sin duda nuevas y asombrosas revelaciones.