lunes, 27 de septiembre de 2010

El tango que se llevó el río

Si nos cruzamos por la calle y me dices que vas a París, y tienes prisa, sólo te diré una frase: vete, un sábado por la mañana, al mercado de Barbès. Seguramente no me harás caso (con la cantidad de cosas que hay que ver en París), pero eso es porque nunca has estado en Barbes un sábado por la mañana. Debajo de las vías del metro, porque en París el metro sí que vuela, surge un mercado que está en París, pero es tambien Tánger, Sevilla, Dakar, Lagos, El Rastro; y también París.

Yala, yala, te grita a los ojos un viejo, mientras con el cuchillo te ofrece (gratis) un trozo de melón goteante. A un euro, a un euro a un euro, recita sin descanso una mujer africana, mientras sonríe removiendo cestas de melocotones, y su vestido compite en colores con las frutas que vende. Calzoncillos, enchufes, yogures, pan árabe recien tostado, mantequilla normanda, melones, hierbabuena, aceitunas. Si lo encuentras más barato es que ya no estás en París.

Porque París es también sus rutinas, incluso su aburrimiento. El gesto de rumiar la punta de la baguette camino a casa, aunque sea bajo el paraguas, con todo el cansacio de la ciudad en los hombros. O la noche fría que te sorprende leyendo en la lavandería, (¿hay algún lugar en el mundo más triste que una lavadería, una noche de noviembre en París?), donde todo el mundo parece un asesino en serie, o un depresivo para siempre.

Pero antes, en verano, hubo un tiempo en que París también era Cortázar, y su Rayuela, y nosotros jugando a saltar entre sus capítulos, andando con los zapatos endiabladamente empapados, preguntándonos si encontraríamos a una (otra) Maga antes de que acabase el puente de madera; o después, a punto de matarnos porque una buhardilla del Marais reflejaba un sol de oro, y nuestras bicicletas casi se chocan cuando los dos la señalamos con la barbilla.


En esos días, París era un tango que se llevaba el río, borrando todas las penas del mundo, dejando sólo la vida, cuando se nos muestra pura, sin adornos ni corazas. Fue una tarde. El verde Sena era manso pero obstinado, de hermoso casi dolía, y no aceptaba viejas nostalgias porteñas, se las llevaba todas consigo; pero si dejaba la calma, o mejor dicho el ritmo, el ritmo pausado entre tango y tango para que una mirada pudiera ser contestada, o evitada, y un hombre (seguro que argentino), de 55 ó 60, qué más da, coge aire cuando el acordeón del radiocasete anuncia un final, y se dirige a una joven rusa de ¿25, 30?, qué importa, sentada en ese pequeño anfiteatro a orillas del Sena, que espera, sin mostrar que espera, a que pase justo lo que acaba de pasar.

Y ella en verdad la está pasando fenómeno, y detrás de sus rasgos fríos, afilados y bellos (¿de verdad será rusa?, ya qué más da) aparece una pasión medida, un fuego escondido entre las normas del viejo tango, y sonríe a medias cuando la pierna se gusta y hace un quiebro, como cuando Charlot cerraba las puertas...

Y él también se gusta, quizá sea el único momento de la semana en que se gusta, y lleva a la rusita con respeto pero cerquita, con la mano que le ocupa media espalda (ha decidido que es rusa, más por lo pelirrojo que por su acento, puesto que sólo se hablan con los pies y la mirada). Y ella se deja llevar, agradeciendo un compañero que de verdad sepa hacerlo (llevarla así). Así apuran dos tanguitos (más sería sospechoso) bailando clásico, sin alardes, contenidos; pero eso sí, dejando una estela de emoción como unos puntos suspensivos, que el resto de bailarines percibe cuando la cruzan. Así, tal cual le gustaba hacer a él hace mil años, en el reservado de aquel boliche donde enamoró a su ex mujer, pero eso ya es otra historia que ni diez Senas podrían borrarle de los ojos.

Esta vez lo consiguió, impresionó a Matilde, con quien no bailaba -con los pies- pero con la que interambió miradas como sólo se mira cuando se baila tango. ¿Viste que lindo baile, Matilde? Matilde también Argentina, aunque ya muy afrancesada (después de 34 años, hay que ver cómo pasó el tiempo), también ronda los 60, también se muere de tristeza toda la semana en París, menos los domingos de verano, por la tarde, a orillas del Sena, ahí sólo queda herida, de tango y de nostalgia.

Y sí, Matilde lo vio, mientras bailaba con un inexperto francés de ojos asiáticos (ahora hay franceses en todos los formatos). El poco rato que no tuvo los ojos cerrados -con una pareja así, mejor concentrarse en la música- vio como Martín, el bueno de Martín, el pelotudo de Martín, se las ingeniaba bárbaro con esa muñequita rusa que, por otra parte, podría ser su hija.

Así, esa tarde supimos que París éramos también nosotros, y nuestros paseos infinitos por el Sena. Era el final del verano, pero el viento parisino-nocturno en nosotros sostenido era ya un ultimatum del otoño, y con el otoño (ya sin largos paseos por el río) llegaría la nostalgia, la nostalgia de un Buenos Aires, donde nunca habíamos ido.